Obras son amores

Dice un viejo refrán castellano que «Obras son amores y no buenas razones» y esta mañana, mientras leía unas «buenas razones» de esas en que es tan pródigo nuestro ministro de justicia Rafael Catalá, se me han venido a la memoria algunos de los edificios judiciales que he visto cuando he viajado por Francia y me ha asaltado una duda: ¿ha importado alguna vez algo la Justicia en España?

He tratado de hacer memoria y recordar aunque fuese un sólo ejemplo de edificio judicial en España que demostrase que aquí alguna vez se le ha prestado atención a la Justicia y se le ha dedicado algo —siquiera sea un poquito— de dinero.

No lo he logrado, la actual sede del Tribunal Supremo era con anterioridad un convento que se adaptó a otros fines, el edificio de la Real Chancillería de Granada poco tenía que ver con un sistema de justicia posterior al absolutismo y la moderna sede del Tribunal Constitucional no parece que acredite un excesivo amor a la justicia, sólo, quizá, el edificio de la Audiencia Provincial de Barcelona en la Avinguda Lluis Companys, pudiese decir alguna palabra en descargo de algún gobernante español.

Y he vuelto a acordarme de Francia y de sus obras… Y he vuelto a repasar las fotografías de la Corte de Amiens (134.000 habitantes), Montpellier (264.538 habitantes), Lyon (491.000 habitantes) o Colmar (66.560 habitantes) y de muchas otras pequeñas ciudades de Francia… Magníficos edificios cargados de arte y años, muestra viva de un país donde la justicia importaba lo suficiente como para gastarse unos buenos dineros en contruir juzgados no ya dignos sino solemnes y bellos.

Y sigo leyendo las «buenas razones» de Catalá y sigo pensando en que en España la Justicia jamás le ha importado a nadie y que esas obras francesas sí que son amores y no lo que nos cuentan en España los ministros de justicia.

El tonto del presupuesto

Marines

Hablaba hace unas semanas con un alto oficial del ejército español sobre las penurias presupuestarias de la Justicia en España cuando él me preguntó: ¿Y vosotros no tenéis ningún «tonto del presupuesto»?

Le respondí que no entendía lo que quería decirme con eso y él, amablemente, me habló de un oscuro principio estratégico existente en el ejército de los Estados Unidos y que podría formularse más o menos así:

«Por escaso que sea el presupuesto existente en una unidad siempre habrá un tonto que afirme que, con mucho menos dinero, él puede hacer lo mismo que se venía haciendo hasta ahora o incluso más.»

Consecuencias naturales de este principio son los llamados corolarios del «soy el más grande», «todos eran estúpidos» y del «asciéndeme y luego ya, si eso, tal».

Los corolarios de «soy el más grande» y «todos eran estúpidos» van casi de la mano: el tonto del presupuesto afirma poder hacer más con menos porque, no sólo se considera el más listo, sino porque piensa que, quienes le precedieron a él en el cargo, eran ciertamente unos estúpidos que no se dieron cuenta de esas cosas de las que él y su penetrante ingenio de tonto del presupuesto sí se dan cuenta. Ególatra y con una enorme falta de respeto a quienes le han precedido en el cargo, el tonto del presupuesto suele ascender en la cadena de mando diciendo a sus jefes lo que quieren oír: que se puede hacer lo mismo o más con mucho menos dinero y repetirá esto hasta conseguir el ascenso, lo que nos conduce al corolario antes enunciado de «asciéndeme y luego ya, si eso, tal».

He recordado esta mañana la historia del tonto del presupuesto al leer una noticia que comenzaba con el siguiente titular: «Catalá considera “suficientes” los recursos destinados a modernizar Justicia». Y he recordado también cómo, en cuanto se habla de modernizar la justicia en determinaos ambientes políticos, siempre aparecen dos o tres tontos del presupuesto dispuestos a afirmar que ellos, con el mismo o menos dinero y merced a una serie de ingeniosas disposiciones organizativas, podrían solucionar todos los problemas de la justicia y, de paso, invitar a gambas a los presentes para celebrar su ascenso.

El tonto del presupuesto entronca en España con una vieja tradición y linaje de arbitristas que suelen eclosionar en momentos los que se han de rebajar las partidas de algún capítulo presupuestario, de forma que su logorrea ejerce efectos emolientes sobre los afectados por la reducción presupuestaria, aplaca un tanto los malos humores de una población legítimamente enfadada y aplaza hasta el próximo presupuesto debates y carencias mil veces aplazados. Una historia tan vieja como la monarquía española.

Hoy nos dicen que Catalá ha dicho que basta con lo que hay, que dinero no hace falta, que nos apañaremos… lo que es lo mismo, por cierto, que dijo Gallardón y todos cuantos ministros de justicia le precedieron en esos años en que el gobierno al que pertenecían prefería gastarse el dinero de la justicia (¿dónde fue a parar lo recaudado por las tasas?) en otras cosas.

Yo no sé si podría señalar sin error a los tontos del presupuesto que hay en España, lo que sí sé seguro es que gracias a ellos existe una auténtica tonta del presupuesto —esta vez ya sin comillas ni cursivas— en nuestro país: la Administración de Justicia.

El Juego de la Profecía

Le propongo un juego —algo más que un juego— que quizá suponga un reto para usted. Si es tan amable dedique unos instantes a leer las instrucciones porque, en realidad, son bastante simples.

  1. Usted ha de elegir un número del 1 al 100 en la lista desplegable del formulario que hay abajo.
  2. Los números recibidos se sumarán y se extraerá la media (si se reciben por ejemplo tan sólo dos números «5» y «8» se sumarán ambos y el resultado se dividirá por dos, la media será «6,5»). Si el resultado es un número decimal se redondeará al número entero inferior, en el caso del ejemplo al «6».
  3. Ganará el juego aquel de los participantes cuyo número elegido esté inmediatamente por debajo de la media que arroje la votación. Por ejemplo, si la media de todos números recibidos es «57» ganará el juego aquel o aquellos jugadores que hayan elegido el «56».
  4. No sé exactamente qué premio otorgar pero al ganador/a o ganadores/as por lo menos les invitaré a unas cañas con tapa. (Si residen lejos de mi ciudad les entregaré el premio tan pronto como pase por la suya) y les mandaré un papel manuscrito acreditativo de su triunfo. Si lo desean también publicaré su éxito en mi blog.

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Como ve la dificultad del juego está en que usted ha de adivinar (profetizar) cuál será la media resultante de la votación de los demás jugadores y, en ese caso, apostar por el número inferior. No crea que es fácil, los demás jugadores también quieren ganar, así que, antes de apostar por un número, dedíquele un rato a reflexionar sobre qué harán sus adversarios.

Pueden apostar hasta el 4 de octubre (tienen como máximo un mes para decidirse). El sábado 9 de octubre daremos a conocer el resultado.


 

El control social y los «media» 

Revolviendo papeles por el despacho me he encontrado con estas notas que tomé creo que en 2008 y que no son más que la copia y traducción de un famoso papel que escribió en su día Doug Ruskhoff.

Recuerdo que me pareció una forma interesante de explicar el control social en función del dominio de las tecnologías de la información a lo largo de la historia.

Según este algoritmo el dominio de los media por quienes ejercen el control de las masas va siempre una era por delante del que las masas tienen sobre los mismos.

Así, cuando la élite dominante dominaba (valga la redundancia) la lectura, la masa sólo podía escuchar, es la era de los sacerdotes que controlaban a las masas leyendo los textos sagrados a que esta masa no sabía sino escuchar.

Cuando las élites dominaron la escritura y otras tecnologías escénicas la masa controlada apenas si podía leer, mirar o escuchar (literatura, cine, radio). El uso que hicieron estados totalitarios (nazismo, estalinismo) del cine, la radio y otros medios de comunicación es el cénit de un control que comenzó en lo que Ruskhoff considera ser la era de los reyes.

En nuestros días nos encontramos en lo que Ruskhoff llama la era de los gobiernos, las masas saben escribir pero lo hacen en interfaces programadas por otros. Nuestra capacidad -y nuestra libertad- de expresión está condicionada por las interfaces que usamos. De hecho usted sólamente podrá escribir en determinadas redes sociales aquellas ideas que los propietarios de la red entiendan admisibles. Como escribía Jorge Campanillas en un tuit hace unos días, “la libertad de expresión se decide en Sillicon Valley”.

¿Qué ocurrirá cuando las masas adquieran esta capacidad de programar que ahora dominan las élites?. Buena pregunta. Ruskhoff denomina a esa era la era de las corporaciones y sus características les dejo que las adivinen ustedes porque yo hoy, en realidad, sólo me he reencontrado con unas notas que tomé hace ocho años y que no quiero volver a extraviar. 

Perdón por el rollo cyberpunk.

Ubi periculum

Visto cómo van las cosas con la investidura de un nuevo presidente y en previsión de que la situación se eternice, he acudido en busca de consejo al acervo del derecho canónico, pues la iglesia romana lleva eligiendo papa un par de milenios y he pensado que algo deben entender de estas cosas. Rápidamente he dado con la constitución “Ubi periculum” que yo creo que sienta como anillo al dedo a la situación presente.

Para el caso de que el cónclave se prolongase mucho por falta de acuerdo (como pasó en el de 1268–71) la santa iglesia de Roma adoptó estas, sin duda, sabias previsiones:

Los electores serán apartados de la totalidad del mundo; su alimentación se llevará a cabo a través de una pequeña abertura por donde se les dará la comida, y ésta se racionará el tercer día (con una sola comida) y al octavo día con sólo pan y agua mezclada con un poco de vino (yo les quitaría el vino). Los cardenales tampoco recibirían de la Cámara Apostólica todos los pagos que conllevara su cargo hasta que el cónclave se diera por terminado (este punto me parece muy sabio).

Creo yo que con esto salíamos del problema en tres días.

LexNet y el «benchmarking»

En España somos unos fieras en esto de la informática y la justicia. Como la Justicia ya no iba mal de por sí, la falta de planificación (o la sobra de avidez) ha dado lugar a que casi cada comunidad autónoma tenga un sistema de gestión procesal distinto, atención al dato:


Hasta 10 sistemas de gestión procesal distintos que, en muchos casos, «ni se hablan» entre sí. No me hablen ustedes de Steve Jobs, ni de Bill Gates ni de Richard Stallman, para tíos listos nosotros. Viva España.

Hemos gastado 10 veces lo que habría bastado gastar una sola vez, y todo para liar un carajal informático que ni Silicon Valley hubiese conseguido liar aunque pusiera todo su empeño en ello. Como digo: «semos» los mejores. 

Un niño de 11 años habría optado por copiar o usar en todas las comunidades autónomas el mismo sistema, en lugar de gastarse 10 veces el dinero para hacer algo que ya estaba  hecho; pero, claro, eso es porque los niños de 11 años no perciben los complejos problemas jurídico-financieros de la coyuntura política. Ustedes me entienden.

Pienso en esto y, mientras espero unas horas a que LexNet decida admitirme un escrito, un amigo me sugiere por whatsapp que deberíamos hacer una comparativa entre los diversos programas existentes. «¿Un benchmarking?» -le digo- a lo que él me responde «no sé qué carajo es un benchmarking, pero aquí alguno o algunos se han gastado un pastizal en software y hardware para hacer una mierda como el sombrero de un picador» (mi amigo es hombre de metáforas poco elaboradas).

Y mientras LexNet sigue sin digerir un folio DIN-A4 a una cara, pienso que mi amigo tiene razón, que, ahora que ya tenemos 10 programas distintos para hacer la misma cosa, bien podríamos compararlos y ver cual funciona mejor y cual peor y, de paso, acabada la comparativa, podríamos correr a gorrazos a los responsables de los peores programas, que eso no devolverá el dinero malgastado a las arcas públicas, pero es una actividad que relaja mucho y contribuirá sin duda a serenar los ánimos del electorado en estos tiempos convulsos.

Luego, una vez elegido el mejor de los programas, podríamos instalarlo en todas las comunidades de forma que todos los sistemas se entendiesen entre sí y de este modo mejorase sensiblemente el funcionamiento de nuestra administración de justicia. En este punto habría que establecer un premio especial porque, si elegido un programa, el mismo no puede ser compartido por todos debido a que los responsables no eligieron convenientemente las licencias, tendremos entonces que volver a correrlos a gorrazos. Esto, sin duda, tampoco solucionará el problema de no poder compartir el programa, pero, nuevamente, proveerá de paz a muchos administrados, alejará de las arcas públicas bastantes farfollas y saneará el tejido de una buena parte de nuestra clase política. Todo esto son beneficiosos efectos colaterales que, no por menos obvios, debemos minusvalorar.

Si seguimos hasta el final con el método de los gorrazos podremos, con un poco de fortuna, llegar a encontrar el programa ideal y, de paso, también a deshacernos de una buena caterva de pastueños semovientes que ramonean en el erario público. Sé que el método propuesto no resulta muy dospuntocero ni hipstermillenial, pero a mí, al pronto, me parece bastante efectivo.

Estoy plenamente convencido de que esto de que cada CCAA haya invertido un pastizal en desarrollar su propio sistema no ha tenido nada que ver -por supuesto- con comisiones, ni sobres, ni ninguna de esas cosas que con harta frecuencia suele denunciar sin pruebas el populacho ignorante. Es mucho más «diecinuevepuntocero» atribuirlo a un inesperado efecto secundario del principio de Hanlon, diagnóstico este que resulta mucho más científico.

Si España fuese una empresa privada tengo para mí que todos estos dirigentes estarían, sin duda, despedidos. Hemos pagado 10 veces lo que se podía comprar con un solo pago; gracias a ese gasto no sólo no hemos obtenido lo que necesitábamos sino que ahora, además, necesitamos organismos de coordinación y armonización (más sueldos, más pasta) y todo para que el resultado sea justo el contrario del pretendido.

Por eso, a esta hora incierta de la madrugada y -sin duda- fruto de la desesperación que produce LexNet, se me ocurre que sí, que igual mi amigo tiene razón, y que lo que hace falta aquí es una buena tanda de gorrazos bien despachados.

No creo que pase.