¿Pintura o literatura?

Hace ya varios post que les vengo contando cómo, desde el romanticismo, el foco de la obra de arte se traslada de la obra al artista y si para entender y apreciar una obra clásica basta con contemplar la propia obra, del romanticismo acá, para entender una obra de arte hay que entender al artista y no a su obra y, a veces, hasta haber realizado un par de cursos de historia del arte.

Para apreciar belleza en la obra de arte de la primera fotografía (un fragmento del «Rapto de Proserpina» de Bernini) al espectador medio no le hace falta saber quién fue Bernini, ni quién fue Proserpina ni si lo que vemos es un rapto delictivo, mitológico o simplemente lujurioso.

Sin embargo, para entender la segunda obra de arte que les muestro en la segunda fotografía, un simple folio en blanco, es preciso que yo antes les cuente una historia.

La obra se titula «Dibujo de De Kooning borrado» y su autor es un señor llamado Robert Rauschenberg.

En 1953 De Kooning era un dios de la escena artística y Robert Rauschenberg, con más miedo que vergüenza, se dirigió a él para que le entregase uno de sus dibujos con el fin de borrarlo. Para sorpresa de Rauschenberg, De Kooning accedió entregándole un dibujo particularmente querido por él pero también extremadamente difícil de borrar. Robert Rauschenberg trabajó durante un mes en el borrado del dibujo hasta dejar el folio en blanco tal y como lo ven ustedes. Rauschenberg enmarcó el dibujo y le colocó una plaquita que decía: «Dibujo de De Kooning borrado» y el resto es historia; hoy el folio en blanco está colgado en el Museo de Arte Moderno de San Francisco y su cotización alcanza millones de dólares: para los historiadores del arte es el primer ejemplo de arte conceptual donde lo artístico ya no es el objeto sino la idea.

Hubo un tiempo en que alguien afirmó que «una imagen vale más que mil palabras» pero, del romanticismo acá, pareciera que ninguna imagen vale nada sino que el valor añadido lo aportan las palabras, las que revelan lo que el artista quiso expresar o incluso las que nos cuentan la historia de un folio en blanco. ¿Pintura, escultura, literatura, engaño o genialidad?

Ustedes me lo dirán.

Rückenfigur

Este año —como los anteriores— habré de pasar mis vacaciones de agosto en Cartagena, un lugar, dicho sea de paso, en nada inferior para esto a cualquier otro. Tengo, además, la suerte de que una buena parte de mis amigos son viajeros infatigables y, gracias a ellos y a las fotografías que me mandan o colocan en redes, puedo disfrutar lo mismo de un paseo por Mallorca, que de navegar el estrecho de Bonifacio o subirme a los Alpes como en el caso del que voy a hablarles.

Esto del turismo, aunque ustedes no lo crean, es también una actividad que debemos al romanticismo y a su mediato origen la Reforma de Lutero. Sí, cuestionada la idea de Dios nuevas doctrinas y fes fueron tratando de sustituir a la vieja religión y una de las que más éxito tuvo fue una especie de panteísmo naturalista que veía en la naturaleza la expresión de lo sagrado.

Los paisajes, en cuanto que la más altas imágenes sagradas de una religión sin Dios, fueron muy populares en el romanticismo y constituyen una buena porción de las obras de Friedrich, el autor del cuadro que ilustró el post de ayer.

Pero los románticos habían renunciado al arte como mímesis, como copia, del mundo y de la realidad; ellos ya no pintaban el mundo copiando como era sino cómo lo veían con su mirada transformadora, de forma que el arte ya no estaba en la exacta y fidedigna representación de lo exterior sino en la expresión de su particular mirada transformadora y, quizá por eso, los cuadros comienzan a poblarse de personajes que nos dan la espalda y miran al mundo invitándonos a que miremos la naturaleza no con nuestros ojos sino con los suyos. Este tipo de imágenes de personas de espaldas tienen en pintura un nombre esppecífico, «rūkenfigur», y de entre estas rükenfigur quizá el tipo más popular fuera el de los «wanderer», los caminantes, los peregrinos de esta nueva religión.

Por eso le pedí a mi amigo Aurelio, que anda andando por los Alpes, que se tomase una fotografía al estilo del más famoso de los wanderer de Friedrich, el del cuadro del post de ayer, de forma que ahora puedo tratar de mirar los Alpes con sus ojos de devoto de esta religión de la naturaleza además de con los míos y reflexionar cómo cambia nuestra visión del mundo dependiendo de los ojos con que lo miremos y dependiendo de lo que conozcamos de la personalidad del dueño de la mirada.

Los Alpes no son iguales si los mira él que si los mira otra persona y es por eso que el viaje nunca es el mismo si el viajero es diferente.

Gracias a mis amigos puedo viajar sin salir de mi ciudad y gracias a ellos también puedo ver los Alpes y el mundo siempre de forma diferente.

No está nada mal para un mes de agosto.