Todos tenemos una historia que recordamos y es bueno y necesario que así sea.
Sin memoria, sin una historia que seamos capaces de recordar, somos seres sin identidad. Sabemos quiénes somos porque recordamos cómo nos llamamos, sabemos que una vez fuimos el niño que jugaba en el patio porque lo hemos vivido, sabemos dónde vivimos y cuál es nuestra ciudad porque, aunque no veamos en dónde estamos, recordamos el lugar que hemos dejado atrás.
Pero una cosa es la memoria y otra es la historia. La memoria es siempre personal, la memoria es individual y se basa en recuerdos, es nuestra y es la que nos hace diferentes. La historia, por el contrario, es lo que nos han contado, es el relato que otros nos cuentan de las cosas que dicen que han sucedido y eso es peligroso, porque estas historias, al igual que la memoria, forjan nuestra identidad y nos convierten en lo que somos.
Por eso hay que tener mucho cuidado con qué historias te crees y a quién le dejas contarte la historia, porque la historia no es inocua, la historia no es una sucesión de hechos que se te cuenten para saber qué pasó. Cuando alguien te habla de historia no te está hablando de pasado, te está hablando de presente y está tratando de condicionar su futuro y, tú lo sabes bien, la historia nunca es única: de cada hecho existen tantas historias como testigos o narradores y en un divorcio —por ejemplo— vas a tener siempre al menos dos versiones, si es que no tienes muchas más de otras personas periféricas que han rodeado a la situación.
Es con esta forma de historia con la que juega el poder para forjar tu identidad, tus filias y tus fobias y por eso le importa tanto al poder decir qué historia es la que tienen que contar las escuelas a los niños, qué recuerdos hay que insuflar en la memoria de la gente y así construir una identidad adecuada a la ideología política de la clase que gobierna.
Guárdate de los que te cuentan historias. Busca la verdad y búscate a ti mismo. Recuerda: la memoria te da identidad, la historia que te cuentan probablemente lo que busca es manipularte. Es el secreto de los nacionalismos.
No lo olvides.
Tan solo un juego
«El fútbol es solo un juego» —repite conmigo— «el fútbol es solo un juego».
Y ahora relájate.
Cucurella no es Blas de Lezo, el encuentro de mañana en Berlín no es la batalla de Cartagena de Indias, ganar o perder no cambiará tu vida en lo esencial, si acaso te dará unas horas de alegría.
Cuando el 25 de junio de 1978 la selección argentina de Mario Alberto Kempes se proclamó campeona del mundo lo hizo tan solo para descubrir apenas un día después que, pasada la resaca, los dictadores, Videla y el resto de la Junta, —como el dinosaurio— seguían ahí. En 1982 Argentina jugó el mundial de España en medio de una tristísima guerra.
Seguramente mucha gente en Argentina celebró el triunfo de 1978 de corazón y con buena fe, pero el fútbol —repítelo conmigo— solo es un juego, así que relájate. Deja de llenarme el Facebook con infantiles mensajes belicoso-patriótico-delirantes y recupera la cordura: el fútbol es solo un juego, relájate y disfruta del juego, lo demás solo son paranoias y obsesiones que llevas en la cabeza. Pasado mañana, se gane o se pierda, seremos los mismos, quizá con unas cuantas horas más de alegría.
El nacimiento de la nación
Desde antes del 3000 antes de Cristo —y así nos lo cuentan documentos sumerios y egipcios— los seres humanos se habían organizado de una curiosa forma: a su frente, se situaba un líder o rey cuya legitimidad para ejercer el mando provenía sistemáticamente de un designio o derecho divino; es decir, de algún dios, normalmente el Dios de la religión oficial de cada uno de esas organizaciones. Este dios, de alguna forma, generalmente mítico-simbólica designaba al rey quién solía transmitir su legitimidad hereditaria o discrecionalmente. Y así siguió ocurriendo hasta prácticamente 5.000 años después, en torno al siglo XIX de la era común.
Incluso las leyes se dictaban en nombre del Dios y así podemos ver, en el caso del Código de Hammurabi, como es el dios, Samash, quien en lo alto de una montaña, le entrega las normas legales a Hammurabi para que este las publique y haga cumplir y, del misma modo, en la Biblia la historia de Moisés sigue reproduciendo esa inspiración divina de la legislación pues es, como en el caso de Hammurabi, es el propio Dios quien también en la cima de un monte entrega a Moisés lo que él considera que son las leyes justas. Y así, con un mandato humano legitimado por un poder divino, la humanidad se organizó durante prácticamente cinco mil años.
Sin embargo todo esto acabaría en 1793 cuando los revolucionarios franceses decidieron guillotinar al monarca y se dieron cuenta de que, al parecer, ese crimen a Dios no parecía haberle importado mucho. Naturalmente, una vez que el rey estaba decapitado, los revolucionarios debieron preguntarse qué legitimidad tenían ellos para ejercer el poder —ya que no era el derecho divino— y encontraron el expediente legitimador de su capacidad de para el ejercicio del poder en una idea tan indefinible como la del propio dios, uno de los conceptos más peligrosos y que más desgracias ha traído a la historia de la humanidad, cuál es el concepto de nación, un concepto sin el cual, increíblemente, ahora parecemos no poder entender el mundo (incluso la organización mundial más importante se llama de las Naciones Unidas) y este concepto nación, desconocido hasta el siglo XIX, por lo menos desconocido efectos políticos, se ha incrustado tanto en nuestras mentes que es el que se ha convertido en nuclear en el entendimiento del mundo desde hace 200 años, tanto que incluso las competiciones mundiales de fútbol son por naciones.
El concepto de nación era absolutamente irrelevante para un imperio como por ejemplo, el Imperio Romano, donde podían convivir cientos de nacionalidades hablando cientos de idiomas distintos y sin que ninguna de ellas reclamara para sí la legitimidad del ejercicio exclusivo y excluyente del poder sobre un territorio. A partir del nacimiento de la Nación, a partir del establecimiento del concepto de nación como concepto legitimador para el ejercicio del poder, Europa se vio sometida a una serie de convulsiones catastróficas, se fueron creando nuevas naciones al tiempo que otras entidades como el Imperio Austro-Húngaro, el imperio turco y, por lo que a nosotros respecta, la monarquía católica, comenzaron a deteriorarse y a implosionar sobre sí mismas.
En el caso de España (la Monarquía Católica) esta implosión se produjo en una fecha muy concreta, el 19 de marzo de 1812, fecha de la aprobación de la Constitución de Cádiz, que es cuando por primera vez se coloca a la nación española en el centro o como fundamento legitimador del ejercicio del poder.
En España no padecimos los problemas que padecieron los revolucionarios franceses en su tira y afloja contra la monarquía reinante porque en España simplemente Fernando VII y Carlos IV habían desaparecido, habían cedido sus derechos dinásticos ilegalmente a Napoleón y este había entregado la corona de la monarquía católica a su hermano José
Tal disposición, que podía ser admitida en cualquier otra monarquía europea que justificase su legitimidad para el ejercicio del gobierno en un origen divino, no era válida para la monarquía católica porque, desde antiguo y en particular desde los trabajos de la Escuela de Salamanca y los padres Vitoria, Suárez, de Soto, Azpilicueta etcétera, en el caso de la monarquía, sobre todo castellana Dios no transmitía la legitimidad al rey, sino que la legitimidad para l ejercicio del poder la transmitía al pueblo y era el pueblo, luego, quien la delegaba en el rey. Por tanto —y como Fernando VII recordó por carta a su padre Carlos IV— era imposible abdicar en favor de alguien distinto del legítimo heredero de la monarquía católica sin la aprobación al menos de las Cortes y las Cortes nunca habían aprobado esta abdicación que se hizo en Bayona
Pero, dado que los reyes estaban prisioneros en Bayona los constituyentes de Cádiz debieron preguntarse, a falta de Rey y de su legitimación divina, qué legitimación les amparaba a ellos y, sorprendentemente, hicieron lo mismo que hicieron los revolucionarios franceses: afirmaron que a ellos su legitimidad se la daba la Nación
Es verdad que para entonces nadie sabía exactamente qué era eso de una nación, de hecho los diputados americanos que participaron en la en la redacción de la Constitución de Cádiz lo primero que preguntaron fue ¿y esa nación qué es? y es ahí cuando en las Cortes de Cádiz se da la famosa explicación tautológica de que la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.
A esa explicación siguió la pregunta natural de ¿y quiénes son españoles? y la respuesta fue: son españoles los descendientes de españoles o de indígenas o de la mezcla de ambos. Claro, esto para muchos diputados americanos novohispanos sobre todo, pues resultaba chocante; es decir, ¿cómo va a ser español igual que yo un tlaxcalteca que habla un idioma que yo no entiendo y que cuando yo hablo, pues tampoco me entiende a mí? Y debemos recordar que la extensión del castellano como lengua oficial de la República Mexicana no se produce tanto durante los tres siglos de virreinato como durante los dos siglos que posteriormente caracterizaron a la República de México desde la independencia de la monarquía católica
Aún así quedó un concepto de nación que, desde luego, no es el concepto actual de la nación española. La Constitución de Cádiz fue antes la última constitución de un sistema estatal complejo que había estado compuesto por muchos territorios que hablaban lenguas diferentes (Flandes, Italia, territorios americanos, las posesiones en Asia, África y el Pacífico) y que, por tanto, no podía encajar en ese concepto de nación que se estaba imponiendo desde las ideas filosóficas del romanticismo alemán y francés.
Desde ese momento entidades estatales como el Imperio Austrohúngaro o como el imperio turco o como el de la monarquía católica eran ya tan difíciles de mantener o tan imposibles de mantener como por ejemplo lo habría sido el Imperio Romano, un imperio compuesto de multitud de etnias pero que en lugar de estar unidos por una supuesto «volkgeist» por un supuesto espíritu del pueblo tanto más imaginado que real, lo que estaban unidas era por un concepto de ciudadanía y un contrato social que ahora parecía resultar imposible.
La ausencia del rey en 1808-1814 dio lugar a fenómenos extremadamente curiosos pero que son uniformes en todos los territorios de la monarquía católica.
En España, ya que no existía rey, el Estado se organizó según preveían las Partidas; es decir, que en defecto de Rey la soberanía pasaba a los pueblos, no «al pueblo», sino «a los pueblos»; es decir, a las entidades poblacionales y, en consecuencia, muchas ciudades comenzaron a organizarse en juntas extraordinarias para resistir no solo a los franceses, sino para custodiar el trono para el momento en el que volviese Fernando VII y, como los cartageneros, mis paisanos, son como son, pues el 23 de mayo de 1808 crearon ya la junta general de gobierno de Cartagena, probablemente la primera junta de esa especie. Lo mismo se hizo en los en los territorios americanos no dispuestos a permitir ser gobernados por José I a quien no le reconocían legitimidad, así que, desde Buenos Aires a Nueva España se fueron produciendo manifiestos en favor de Fernando VII y constituyéndose juntas para custodiar la corona hasta tanto volviera su legítimo propietario, es decir el felón de Fernando VII. A partir de ahí, los territorios comenzaron a auto organizarse en un sistema de juntas que, cuando se vio que el rey no volvía y sobre todo después de la proclamación de la Constitución de Cádiz que reconocía a la nación y a los nacionales una serie de derechos, produjo un aceleramiento de la historia y un aceleramiento de los procesos que dio lugar a importantes guerras civiles entre partidarios de la legitimidad realista y partidarios de otros intereses o postulados ideológicos que, luego, historiadores políticamente teñidos decidieron calificar con toda incorrección pero con un propósito político evidente, como guerras de la Independencia, algo que nunca fueron.
Ahí comienza la construcción de todas las naciones hispanoamericanas e incluso la de la propia nación española, porque hasta ese momento ese concepto esa identidad de nación, no existía.
Y así comenzaron a nacer muchas naciones, entre otras, la nuestra.
Fútbol, nacionalismo y narrativas
Mi primer recuerdo relacionado con el fútbol se remonta al Mundial de México de 1970. En él no jugaba España pues no clasificó y recuerdo que, en aquel entonces, los niños éramos fervientes admiradores de la selección de Brasil pues la canarinha era un equipo impresionante con una delantera de esas que se reúnen solo una vez en la historia y que, además, rimaba como riman los épicos versos de «Os Lusíadas»: Gerson, Jairzinho, Tostao, Pelé y Riveliño, jugadores que jugaban todos con el 10 en sus equipos pero que en la selección nacional habían de cederlo a una maravilla llamada Edson Arantes do Nascimento, «Pelé».
Brasil no era España pero ¡cómo jugaba!
Como dijo un politólogo cuyo nombre no quiero recordar es difícil explicar a la población qué es una nación en términos científicos, pero, en cambio, es muy fácil hacerlo entender viendo a 11 hombres jugando al fútbol con la misma camiseta.
Y, al igual que cada nacionalismo tiene su narrativa, la selección española de aquellos años también la tenía aún cuando databa de la Olimpiada de Amberes de 1920, cuando el famoso Belaustegui gritó a su compañero de filas aquello de «a mí el pelotón Sabino que los arrollo» y que dio lugar a la expresión «furia española» una expresión que inevitablemente habría de acompañar a la selección española hasta que la dirigió el inolvidable Luis Aragonés
Desde aquel año 1970, como digo, tuve por cierto, que la selección española no me daría ninguna alegría.
Su ejecutoria parecía ajustarse siempre al mismo patrón: una selección testicular y con superávit de testosterona cuyo principal argumento era la furia.
Y así fuimos fracasando de cuartos en cuartos pasando incluso por alguna ejecutoria vergonzosa como el Campeonato del Mundo que se celebró en España en 1982.
Sin embargo y aunque yo no esperaba que las selección española me diese ninguna alegría la narrativa pareció cambiar en la Eurocopa de 2008 cuando la selección dirigida por el sabio de Hortaleza Luis Aragonés comenzó a cambiar su discurso y a demostrar que al fútbol no se ganaba por cojones, no se ganaba por un plus de testosterona, sino que se ganaba con inteligencia y con la cabeza. La arenga dirigida por Luis Aragonés a sus jugadores hablando de aquel futbolista alemán que se calentaba en cuanto se le hacía alguna entrada fuerte fue muy ilustrativa. «Esto es un juego de listos», le dijo a los jugadores «y ese tío se calienta con nada, ya lo han expulsado una vez y lo expulsaran una vez más», así que cuando usted se cruce con él, ¿qué cree que le va a decir? Luís estaba mandando un mensaje distinto, creando un nueva narrativa: con la entrepierna que piensen ellos, nosotros pensamos con la cabeza.
Aquella expresión de que el fútbol es un juego de listos anulaba por completo aquel aquel relato glandular y testosterónico que había representado a la selección española desde 1920… y funcionó. Ahora España ya no jugaba con la entrepierna ahora España, jugaba con la cabeza y, de la misma forma que Brasil nos enamoró en 1970, España en 2008 enamoró, entusiasmó, a muchos chavales del mundo que decidieron colocarse la zamarra roja de nuestra selección. Incluso los más férreos independentistas periféricos soñaban con jugar con la selección española porque no querían quedarse fuera de aquella histórica fiesta.
Viva España («Visca Espanya» como tituló el poeta Joan Maragall su sensato artículo de 1908). Viva España, sí, pero el problema no es que viva España sino cómo queremos que viva España, el problema no es que gane España sino cómo queremos que juegue España. No me gustaría volver a ver a la selección española regresar a aquella narrativa de pensar con la entrepierna.
Por lo que al partido de esta tarde respecta faltan 5 horas para que comience y lo que más me interesa ya no es el resultado sino como esos poetas del nacionalismo futbolero van a construir el relato del éxito o del fracaso de nuestra selección.
Si volverán a cantar las virtudes de una selección que juega bien e inteligentemente al fútbol en el caso de que ganemos o si apelarán nuevamente a la desgracia y a la injusticia y a la mala fortuna propia de nuestra época de la furia en caso de que perdamos. Tengo la esperanza de que no, porque al fin, aunque el fútbol es una escuela de nacionalismo, espero y deseo que la gente entienda que, más importante que gritar viva España, es decidir cómo queremos que viva España y, sobre todo, que tengamos el convencimiento de que al final para que todos quieran jugar en el mismo equipo lo primero que tenemos que hacer es jugar bien y bonito.
No sé si nuestros políticos han entendido eso y que la mejor forma de hacer que todos estemos juntos es que todos queramos jugar en un equipo de esos que juegan maravillosamente bien, algo que sirve para el fútbol como para la política.
Esperemos ganar esta tarde. Ya veremos cuál es el resultado y sobre todo espero ver cuál es la narrativa.
El enigma de los michirones
Desde que el ser humano, hará unos diez mil años, abandonó su vida de cazador-recolector y se estableció en ciudades y estados cada vez más grandes, su natural tendencia al altruismo sufrió cambios impensables. Hasta ese momento, un indivíduo cualquiera, era capaz de cooperar con, y hasta de dar la vida por, los miembros de su clan; no en balde compartían con él la mayoría de sus genes y eran, en mayor o menor grado, su familia. Pero, cuando las ciudades crecieron hasta alcanzar decenas de miles de pobladores, ¿cómo entendería la cooperación este animal nómada solo recientemente sedentarizado?
Por increíble que parezca la especie humana solucionó el problema desarrollando una conducta presente en muchas otras especies animales: el altruismo hacia un marcador.
Para quien no sepa qué es eso del «altruismo hacia un marcador» le diré que, algunas especies animales, por ejemplo, usan de feromonas para reconocerse como miembros de un mismo equipo; el ser humano, sin embargo, para conseguir lo mismo recurre a complejos mitos y relatos que acaban encarnados en banderas, escudos, símbolos, textos, religiones…
En mi ciudad, Cartagena, hemos tenido muchos marcadores de esos: en 1873, por ejemplo, fue la República Federal y eso nos llevó a entrar en guerra contra el mundo; de modo que me entenderán si les digo que, tratar el tema en el que pienso adentrarme tras esta larga introducción, puede suponerme no pocos peligros, porque trata del último marcador que ha seleccionado como seña de identidad el «homo carthaginensis»: los michirones.
Sí, créanme, en este momento, si usted quiere soliviantar a la grey carthaginesa, le bastará para hacerlo afirmar en público que los michirones «son murcianos». Pruebe usted a hacerlo, por ejemplo, en Facebook y verá cómo el número de interacciones aumenta súbitamente y el recuerdo de su señora madre se dispara exponencialmente.
Recientemente he comprobado con no poca consternación como, algún habitante de la vecina ciudad de Murcia, reclamaba para su patria el ser la cuna y lugar de nacencia de esta preparación culinaria; afirmación inmediatamente contestada por furibundos carthagineses y carthaginesas sin que, por cierto, ni unos ni otros, aportasen dato alguno que justificase sus patrióticas afirmaciones. La carthaginesidad o murcianidad de los michirones quedó reducida en ese debate —y debo decir que en todos los que he presenciado— a puros actos de voluntarismo gastronómico-patriótico.
Creo pues llegado el momento de desvelar el enigma de los michirones y aclarar de una vez para siempre su origen. ¿Cartageneros? ¿Murcianos? A partir de hoy lo sabrán ustedes.
Antes de entrar en harina debo aclarar que tan importante debate, crucial sin duda para el futuro de esta región, no puede zanjarse con afirmaciones sin documentar y es por esto que esta tarde me he decidido a llevar a cabo una investigación científica de altura con apoyo de un meticuloso trabajo de campo. Hoy avanzaré mis conclusiones en este post y ya, dentro de unos meses, daré a la imprenta los varios volúmenes de que consta este concienzudo trabajo científico.
Comencemos sentando mi tesis de partida: tratándose el michirón no más que de un haba seca rehidratada y luego cocinada, no es lógico pensar que sea exclusiva del sureste peninsular, sino que deben poder encontrarse preparaciones semejantes en cualquier ámbito geográfico donde se cultive la «Vicia Faba», que es el nombre científico del vegetal que nos ocupa.
Me he aplicado a la tarea y el resultado ha sido sorprendente: preparaciones similares a los michirones se llevan a cabo por toda la cuenca mediterránea, oriente medio, la India e incluso el lejano oriente. Son un plato habitual en Marruecos o Siria, pero donde han adquirido carta de naturaleza y son el «plato nacional» es en Egipto donde, una de las formas de prepararlos (el «Foul Medammes» —literalmente habas preparadas—) es para ellos una seña de identidad solo comparable al Canal de Suez o a las pirámides de Giza.
Para acreditar mis descubrimientos con la pertinente prueba testifical, he decidido acercarme hasta la tienda de comestibles que hay debajo de mi casa, pues al hombre que la atiende le había detectado yo trazas de ser egipcio, fundamentalmente por mantenerse sistemáticamente de perfil cuando hablaba conmigo y por la peculiar forma de ángulo recto con mano en forma de cazo que adquiría su extremidad superior derecha al cobrar.
Me equivoqué, mi gozo en un pozo, mi amigo el tendero no era egipcio sino sirio y, aunque al principio pensé que su información no me sería de utilidad, luego he comprobado que el hombre era un pozo de ciencia culinaria.
Testigos de nuestra conversación han sido un cliente de color (negro) y un representante de productos alimenticios con trazas ecuatorianas.
No bien le he planteado mis dudas a mi amigo el tendero, casi se parte de risa y ha empezado a sacarme michirones de todas las clases y calibres que se puedan imaginar, mientras me detallaba las mil y una formas de cocinarlos. Cuando le he preguntado por el «Ful Medammes» se ha sonreído y me ha dicho: «Ful Medammes es lo que yo desayuno todos los días.»
Me he quedado estupefacto, he tratado de indagar si este hombre que desayunaba michirones no tendría ancestros cartageneros, pero no, el hombre es natural de Homs (la Emesa griega) y todos sus antepasados fueron sirios desde que Asurbanipal fue elegido por primera vez alcalde pedáneo; por tanto no había duda: la adicción al michirón como tótem no es patrimonio exclusivo del sureste de la península ibérica, sino que está incluso más acendrada en las tierras del Nilo y Mesopotamia, lo que nos lleva a los momentos fundacionales de la civilización.
Estaba yo a punto de buscar el enlace entre los michirones y el poema de Gilgamesh cuando el sirio me ha dado una información que ha confirmado un bereber magrebí que se había unido a la tertulia: el michirón no está bueno si no hierve lentamente en una perola durante toda la noche.
El rito es poner los michirones a hervir antes de acostarse y dejarlos a fuego lento hirviendo hasta que llega la mañana, momento en que su «ternol» (digámoslo en carthaginés) es máximo. El bereber ha añadido a este rito la conveniencia de que la perola en que se hiervan los michirones sea de cobre, pero, en esto, el sirio no ha estado de acuerdo y ha reputado la tal costumbre un producto de la superstición occidental. Yo ni quito ni pongo, como me lo han contado se lo cuento, pero lo del cobre me ha dejado pensando en la profunda sabiduría de estos pueblos, pues, dicho metal, ahora sabemos que tiene propiedades higienizantes.
Pero bueno, volvamos a lo que nos ocupa, es decir, al origen de los michirones.
Parece evidente que, en cuanto a su preparación y consumo en forma de legumbre secada y rehidratada, ni murcianos ni cartageneros tenemos nada que hacer: los sirios comen michirones desde que Hammurabbi escribió su famoso código y se han encontrado restos (de michirones, no de Hammurabbi) que así lo atestiguan.
Y ahora volvamos a nuestra región ¿pudieron llegar entonces los michirones con los árabes?
Sin ninguna duda.
Los magníficos estudios del lexicógrafo inglés Robert Pocklington ponen de manifiesto que la palabra «michirón» proviene del vocablo árabe «misrun», cuyo significado es, literalmente, «pequeños egipcios».
¡Ah la etimología! ¡Ciencia poco valorada pero incomparablemente útil para entender una realidad que sólo podemos explicar con palabras!
Sin duda estos «pequeños egipcios» les habrán hecho recordar lo que les he contado más arriba del «Ful Medammes», plato nacional egipcio. De la misma forma que los sevillanos comen ahora «Soldaditos de Pavía» aquellos árabes que llegaron a España se refocilaron con estos «Pequeños Egipcios» (misrun) que, por fuerza, habían de consumir sin su aditamento cárnico actual de tocinos, chorizos y jamones pues, como es bien sabido, al profeta no le gustaban ni los andares del, con perdón, cochino.
¿Cuándo llegaron a juntarse la carne del puerco con los, ya sí, michirones?
Pues, obviamente, nunca antes de la Reconquista de Murcia y Cartagena aunque, ciertamente, ni siquiera entonces podríamos dar por cerrado el asunto porque ¿reputaremos michirones legítimos un guiso que no tenga ese puntito picante que da la guindilla y que lleva a tentar el porrón con más frecuencia de la que sería menester?
No, no hay michirones legítimos sino hasta después del descubrimiento de América, pues no fue hasta la llegada de esa genial invención mexica que es el chile, que los michirones se convirtieron en lo que hoy son.
Y ahora díganme: ¿quién inventó los michirones? ¿los sumerios que desecaron las habas desde el nacimiento de la civilización? ¿los egipcios que hicieron de ellos su plato nacional durante casi cuatro mil años? ¿los árabes que trajeron a España a esos «misrún» (pequeños egipcios) que comieron con deleite? ¿los cristianos que le añadieron el cerdo? ¿los mexicas que les dieron el picante necesario para hacer de ellos un pecado mortal?
Como casi todas las cosas, los michirones, no son de ninguna parte y son de todas partes un poco; pero, esto, estoy seguro que no habrá de hacer cambiar de idea ni a tirios ni a troyanos, como la Ley de la Evolución no ha persuadido a los creacionistas de que el mundo no se hizo en seis días o como mil guerras no han convencido a los patriotas de que, independientemente del color de las banderas, todas las sangres son rojas.
Mañana, usted, puede preguntar de nuevo de dónde son los michirones o quien los inventó y siempre habrá quien le responda: ¡De Murcia! o ¡De Cartagena! sin importar cuántos datos pueda usted aportarle.
Porque el verdadero enigma de los michirones no es su origen, el verdadero enigma de los michirones es tratar de comprender cómo el ser humano puede hacer de un trozo de tela teñida, de una madera tallada o incluso de un haba seca, un motivo para creerse distinto y aún porfiar por ello.
Y, ahora, permítanme que les cuente la razón profunda de escribir todo esto y esta no es otra que la fotografía que ven bajo estas líneas y que corresponde a unas imágenes que ilustraban una noticia televisiva sobre la desesperada situación de los habitantes de la franja de Gaza.
La foto, sí, como ven, muestra unas latas de michirones calentándose en un fuego improvisado y es aquí donde volvemos a el triste principio de este post, a ese «altruismo hacia un marcador» capaz de convertir a los seres humanos en héroes o en monstruos dependiendo de si el ser humano de enfrente tremola la misma bandera, cree en el mismo dios o sostiene la misma doctrina.
Quizá sea esa la gran verdad que encierran estos «pequeños egipcios», los michirones, esa que nos enseña el drama que encierra esta funesta enfermedad de hacer que, pequeños particularismos fragmentarios como la ideología, el lugar de nacimiento o la religión, haga perder a los hombres su condición de seres humanos y los reduzca a la pura animalidad.
Michirones.
Las éticas protestante y católica y las Américas
Es un lugar común afirmar que los países anglosajones experimentaron un mayor desarrollo industrial durante el siglo XIX debido a la nueva ética protestante desarrollada en ellos a partir de la Reforma de Lutero y que les hacía superiores al resto de los países anclados en la ética propia del catolicismo.
Seguramente fue el sociólogo, economista, jurista, historiador y politólogo alemán, Max Weber quien en su obra «La ética protestante y el espíritu del capitalismo» (en alemán: Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus) dio carta de naturaleza a esta forma de pensar. En este libro Max Weber explica el surgimiento de la ética protestante en la incomodidad psicológica que la Reforma de Lutero producía en sus seguidores. La Iglesia católica aseguraba la salvación a las personas que aceptasen los sacramentos de la Iglesia y se sometiesen a la autoridad eclesiástica. La Reforma, en cambio, había eliminado efectivamente tales garantías. Desde un punto de vista psicológico la persona protestante promedio tuvo dificultades para «ajustarse» a esta nueva cosmovisión.
Según Weber, en ausencia de tales garantías por parte de la autoridad religiosa, los protestantes comenzaron a buscar otras «señales» de que eran salvos. Calvino y sus seguidores, además, enseñaron una doctrina de doble predestinación en la que, desde el principio, Dios escogió a algunas personas para salvación y a otras para condenación. Como pueden imaginar esta doctrina de la predestinación y la incapacidad del ser humano de influir en la propia salvación presentó un problema muy difícil para los seguidores de Calvino. Incluso dudar de que uno mismo fuese uno de los elegidos para la salvación era en sí misma un indicio de no ser salvo, por lo que se convirtió en un deber absoluto creer que uno era uno de los elegidos para la salvación: la falta de confianza en uno mismo era evidencia de una fe insuficiente y un signo de condenación. Así pues, la confianza en uno mismo reemplazó a la seguridad sacerdotal de la salvación que ofrecía la Iglesia Católica y se generaron éticas diferenciables entre los seguidores de ambas doctrinas.
Para los protestantes el éxito mundano se convirtió en una medida de esa confianza en uno mismo que era indicio de encontrarse entre los elegidos y esto tuvo efectos muy importantes.
Según esta nueva ética surgida de las docgrinas protestantes, un individuo estaba obligado religiosamente a seguir una vocación secular con tanto celo como le fuera posible y esto, claro, facilitaba —junto con una determinada forma ascética de vida— la acumulación de capital. Por otro lado, la doctrina luterana de la salvación por la fe sin necesidad de obras, hizo que la donación de dinero a los pobres o caridad fuese generalmente mal vista, ya que se consideraba que fomentaba la mendicidad, condición social esta de mendigo que se percibía como pereza, una carga para el prójimo y una afrenta a Dios porque, al no trabajar, uno dejaba de glorificar a ese mismo Dios.
Con estas claves puede usted comprender el ambiente social de las novelas de Charles Diciens o la actitud de los colonos ingleses en Norteamérica hacia los indígenas. Si el éxito profesional es indicio de salvación no es difícil concluir que la virtud está del lado de quienes tienen éxito profesional y que los pobres lo son precisamente por su falta de fe o de virtud; ni que decir tiene que los indígenas «salvajes» no estaban llamados de ningún modo a la salvación.
Y fue según Max Weber esta ética la que propulsó el mayor desarrollo de las naciones donde el protestantismo había calado, una idea que, como dije al principio, muy a menudo se acepta sin discusión.
A mí me gusta pensar en que, de otro lado, la «inferior» ética católica, adherida a la interpretación tradicional emanada de la jerarquía eclesiástica, seguía operando en el resto de América con sus principios de que la fe sin buenas obras no era suficiente para la salvación, de que la caridad (dar de comer al hambriento, dar de comer al sediento…) era una virtud y no una práctica innecesaria y sobre todo de que la salvación o condenación no estaba escrita sino que dependía de nuestras acciones. Esa «inferior» ética católica seguramente no facilitó la acumulación de capitales pero tampoco deshumanizó al pobre o al indígena y el resultado fueron dos Américas: una América segregada, de razas y clases sociales separadas (protestante) y una América mestiza, de razas entremezcladas mayoritariamente católica.
A veces pienso en esto y no lo hago tanto por averiguar si la ética protestante o católica fueron decisivas en el desarrollo del capitalismo sino porque me preguntó cuál de ambas éticas permitiría la convivencia y la vida feliz de los seres humanos en un mundo futuro.
Yo lo veo claro aunque igual es por mi sustrato cultural hispano: prefiero un mundo mestizo a un mundo segregado, prefiero un mundo donde todos se reconozcan dignidad («divinitas») a un mundo donde esa dignidad sólo se encuentre al alcance de una raza o de una clase social. No creo que ningún supremacismo pueda asegurar la vida en el planeta por más que ofrezca algún beneficio económico a corto plazo.
Y, dicho sea de paso, eso de que la ética protestante está en el origen del nacimiento del capitalismo pues… francamente, a estas alturas es más que discutible. Pero esa es otra historia.
Una noche de Pascua del año 33
Resulta imposible saber cuándo ocurrió lo que sabemos que ocurrió aquella semana de pascua del año 33 en Jerusalén.
Si usted lee los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) estos le contarán que los hechos ocurrieron el día de la cena de Pascua de los judíos y que fue esa noche cuando Jesús y sus apóstoles celebraron la cena, Jesús instituyó la eucaristía con lo del «esto es mi sangre» y «esto es mi cuerpo…» y luego ocurrieron todos los demás hechos que se ven reflejados en los pasos que desfilan por la calle estos días.
Sin embargo, si usted lee el evangelio de Juan, verá que no, que la cena de Jesús y sus apóstoles no era una cena de Pascua sino que era una cena de amigos, que no tuvo lugar el día de la Pascua sino que se celebró un día antes de la Pascua, de forma que Jesús habría muerto la tarde de hoy, justo cuando las familias judías estaban matando los corderos que habrían de cenar mañana en cuanto cayese la noche.
—¿Y entonces la eucaristía?
—Nada de nada. Lea usted el evangelio de Juan y verá que ni eucaristía ni «este es mi cuerpo» ni «esta es mi sangre», ni cáliz ni nada de nada de nada.
—Me deja usted estupefacto
—Pues compruébelo (Juan 13, 1-15)
Con los evangelios pasa como en los juicios con los testigos que, si declara un solo testigo, sólo hay una narración de los hechos y no hay contradicciones pero, si declaran dos o más, es cuando empiezan las versiones incompatibles. Los evangelistas, a mi ver, no tratan de transmitir un mensaje tanto histórico como teológico y si a Marcos, Mateo y Lucas les viene bien seguir la tradición de la cena de Pascua judía usando de sus ritos, de los cuatro brindis o el pan ácimo que se saca al final, a Juan le viene mejor hacer que coincida la muerte de Jesús con la de los corderos del templo para generar una imagen que no dudo ustedes perciben… ¿Que ambas historias no cuadran? Pues que no cuadren.
Es por eso, porque los evangelistas no se ponen de acuerdo, por lo que no sabemos en realidad cuando ocurrieron los hechos que vamos a narrar, lo que sí sabemos es que, fuese cual fuese el día en que ocurrieron los hechos, la noche redultó toledana para la guardia romana de la Torre Antonia en Jerusalén: había estallado una revuelta cuando un pelotón de legionarios ayudados por la policía del templo salieron a detener a Yeshua Bar Yosef (o sea a Jesús hijo de José; es decir, Jesús de Nazaret).
Por informaciones pagadas a un confidente se supo que el tal Yeshua se encontraba tras la cena junto al lagar de aceite (Getsemaní) que hay en el Monte de los Olivos, según se sale de camino a Betsaida y, el oficial de guardia, mandó allá fuerza bastante para detenerle aún en el caso de que opusiese resistencia.
La situación era delicada. Muchos eran los judíos llegados de toda la provincia y reinos vecinos que pasaban la noche en ese monte y, dado que el lagar de aceite que había camino de Betsaida aún se encontraba dentro del perímetro teórico de Jerusalén, era un lugar apto para celebrar legalmente allí la pascua. Detener en ese lugar a un judío esa noche y más si era, como se decía, un líder popular podía ser un problema.
Cómo sucedieron las cosas aún no estaba claro a esas horas de la mañana y, por ello, el oficial de guardia estaba deseando que llegase el relevo y quitarse de en medio.
—¡Salve Septimio!
—¡Salve Octavio! Menos mal que llegas.
—¿Ha sido mala la noche?
—De perros, tengo a un soldado herido, hay un muerto que mucho me temo sea uno de los nuestros, hay tres detenidos en el calabozo y tengo al jefe pidiéndome que le lleve a un prisionero que no figura entre los detenidos.
—¿Quién es ese prisionero que no tienes?
—Un tal Barrabás…
—Quiere sonarme ese nombre… ¿Puedes resumirme lo que pasó?.
—Pues sí. Resulta que nos avisaron para mandar a un pelotón de legionarios ahí a la salida de Jerusalén, a donde el lagar de aceite, por ahí por el Monte de los Olivos, para detener a un hombre, un tal Yeshua Bar Yosef, pero resulta que el prenda no estaba solo sino que estaba acompañado por gente armada. Menos mal que mandé gente suficiente pero, aún y así, me hirieron malamente de un espadazo a uno de los que formaban el pelotón…
—Buf… No te preocupes, atentado, pertenencia a banda armada, desórdenes públicos, sedición…
—Creo que el Senado ha derogado eso de la sedición…
—Vaya usted a saber, cambian las leyes cada dos meses y no da abasto uno estudiando… Lo mismo un día derogan la sedición que otro hay comicios y acuerdan una amnistía… Pero vas a tener suerte porque esto es un tema grave.
—¿Y…?
—Pues que te lo van a pasar a Diligencias Previas y, para cuando salga el juicio, ya estarás tú destinado en Hispania, en la Carthaginense, tomando el sol tan ricamente en el Cabo de Palus.
—Olvídate, esto es un tema internacional: ha metido el cuerno un tal Herodes Antipas, el rey de Galilea y quiere que esto sea no un Juicio Rápido, sino rapidísimo…
—Hacen con los procesos lo que les sale de los huevos y, claro, así va la República. ¿Y qué pinta el salido de Antipas en todo esto?
La pregunta del oficial romano era sensata y hay que convenir en que Jesús de Nazaret tuvo muy mala suerte aquel día de Pascua del año 33 pues, uno de los que habían venido a celebrarla a Jerusalén, era el salido de Herodes Antipas, el rey de Galilea y Perea; es decir, el que mandaba en los territorios de los cuales Jesús era nacional. Que Antipas estuviese en Jerusalén era algo que a Pilato no le podía pasar desapercibido y según los evangelios, al enterarse que Jesús era Galileo, aprovechó para mandarlo a Antipas.
Es ahora cuando conviene recordar que Antipas había perseguido hasta cortarle el cuello hacía poco a Juan el Bautista, primo de Jesús y líder de una facción a la que, en algún momento, perteneció Jesús. Podrá imaginar el amable lector que esto leyere que a Antipas el tal Yeshua de Nazaret, primo y secuaz de Juan el Bautista, gracia podía hacerle entre muy poca y ninguna y si, además, si leemos a Lucas 9-9 veremos que Antipas hacía tiempo que tenía muchas ganas de echarse a la cara Yeshua
«Y dijo Herodes: A Juan yo degollé: ¿quién pues será éste, de quien yo oigo tales cosas? Y procuraba verle».
Antipas, según los evangelistas, se deshace del problema remitiendo a Jesús de nuevo a Pilato tras burlarse de él y colocarle una toga brillante… pero usted y yo creo que, tras haber leído hace varios días la historia de Juan el Bautista que nos cuenta Flavio Josefo, podemos dar por seguro que, junto con los guardias que conducían a Jesús, Antipas mandó a Pilato algún recadito en cuanto a la suerte que debía correr Jesús.
Recapitulemos: que Jesús había entrado dándoselas de rey en Jerusalén el domingo estaba claro, que el lunes había montado una pajarraca y no pequeña en el exterior del templo estaba también admitido por innúmeros testigos, que el martes había aconsejado no pagar tributo al César había decenas de saduceos que lo sostenían y que anoche, en compañía de gente armada y violenta, había opuesto resistencia a su detención y había resultado herido al menos un soldado, estaba acreditado; pero es que, además, esa acción no sucedió aislada sino que, además, se había producido un motín con resultado de un muerto según nos cuenta Marcos y del que sería responsable un misterioso sujeto llamado «Barrabás» que…
«estaba preso junto a los amotinados que en la revuelta habían cometido un asesinato» (Marcos 15, 7)
Si la traducción exacta de la palabra griega empleada por Marcos es «tumulto», «insurrección» o «revuelta» (así traducido en las diversas versiones de la Biblia) y si el artículo es el determinado «el» (el tumulto) o el indeterminado «un» (un tumulto) es algo que, si tienen un amigo humanista, pueden ustedes mismos comprobar. Lo cierto es que, contemporáneamente a la detención de Jesús, se detuvo durante un tumulto a un tal «Barrabás» y que, al parecer, era el directo o indirecto de una muerte.
¿Y quién era ese tal «Barrabás»?
Lo primero que debemos saber es que Barrabás no es un nombre hebreo y que, por más que usted busque en la Biblia o en cualquier otro documento de la época no encontrará a ningún personaje llamado así. Muy probablemente Barrabás no es nombre, sino el patronímico habitual usado por los hebreos de forma que, igual que Jesús de Nazaret podía ser conocido como «Jesús hijo de José» (Yeshua Bar Yosef) o su apostol al que conocemos como Bartolomé era en realidad «Natanael hijo de Ptolomeo» (Natanael «Bar Ptolomeo») este Barrabás era en realidad un tal «Bar Abba».
Pero ¿qué significa «Bar Abba» y cuál era su nombre de pila?
Bueno (y por favor que no se me enfade nadie) «Bar Abba» significa literalmente «Hijo del Padre» y su nombre lo desconocemos. Bueno… Hay algún papiro perdido algunos siglos después que nos habla seguramente de un tal Bar Abba que se llamaba… Yeshua.
Antes de que ustedes me lapiden, en mi descargo cedo la pluma a Su Santidad Joseph Ratzinger y les transcribo lo que el mismo escribió en su libro «Jesús de Nazaret».
«Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica»
Es decir, no soy yo quien traduce el apellido Bar Abba por «hijo del padre», sino Joseph Ratzinger, aunque él, firme en el relato evangélico del plebiscito popular entre Jesús y Bar Abba, sostiene que son dos «Mesías» diferentes. Les transcribo el texto.
«Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, que para él era Jesús».
Lo cierto es que Jesús se llama a sí mismo numerosas veces Bar Abba sin que sepamos cuál es el nombre de ese otro Bar Abba que según los evangelios es un rebelde contra Roma (leamos de nuevo a Ratzinger)
«Juan denomina a Barrabás, según nuestras traducciones, simplemente como «bandido» (18,40). Pero, en el contexto político de entonces, la palabra griega que usa había adquirido también el significado de «terrorista» o «combatiente de la resistencia». Que éste era el significado que se quería dar resulta claro en la narración de Marcos: «Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta» (15,7)».
Observen que el Papa Ratzinger traduce Marcos 15,7 con artículo determinado «la revuelta» (no «una» revuelta como hacen interesadamente algunas biblias) y de esta forma parece claro que la noche de Pascua, sea quien quiera que sea el tal Barrabás, para la guarnición romana de la Torre Antonia fue una auténtica noche judeotoledana.
Sí debo hacer aquí una precisión.
Recuerdo cuando de niño, a finales de los 60 y todavía en pleno régimen de Franco, los profesores nos hablaban de los males de la democracia y negaban la capacidad del pueblo para tomar decisiones. Con frecuencia recurrían al ejemplo de lo que ellos llamaban «la primera decisión democrática» que no era otra que aquella que, supuestamente, promovió Poncio Pilato al pedirle al pueblo judío que decidiese sobre la vida y la muerte de Jesús o Barrabás. El pueblo eligió a Barrabás y con esto mis profesores daban por zanjada la cuestión.
El ejemplo me atormentó años.
La imagen del pueblo gritando a Poncio Pilato que liberase a Barrabás («Bar Abba» en arameo) me estremecía, hasta que un día aprendí que «Bar Abba» (el nombre del supuesto delincuente) significa literalmente en arameo «Hijo del Padre». Más tarde, manuscritos procedentes de Cesárea y del Sinaí aclararon que el nombre de ese tal «Bar Abba» no era otro que «Iessous», es decir: Jesús. Entonces comencé a intuir la posible moraleja profunda de esa historia.
Cuando la multitud gritaba a Poncio Pilato que liberase a «Bar Abba» lo que estaba gritando, en nuestro idioma, es que liberase a «el Hijo del Padre».
Hoy se sabe con bastante certeza que la elección de que hablaban mis profesores jamás existió y que entra dentro de lo posible e incluso probable que Jesús y Barrabás pudiesen ser la misma persona.
Ocurre que la historia la escriben los poderosos y, cuando el cristianismo llegó a ser la religión del imperio, no quedaba nada bien que fuese la propia Roma la responsable de la muerte de quien ahora era su deidad oficial. No existe ningún documento ni romano, ni judío ni de ninguna otra especie que nos hable de esa supuesta costumbre de amnistiar a un prisionero por Pascua de que nos habla el evangelio. El desconocimiento del arameo y unos cuantos retoques hicieron el resto: fueron los judíos —y no los romanos— los responsables de la muerte de Jesús al elegir a un peligroso delincuente llamado Barrabás. Ese pasaje, con toda probabilidad apócrifo, ha sido además terrible para la suerte del pueblo judío pues, en su afán por descargar a la República Romana de la responsabilidad de la muerte de Jesús, hace gritar al pueblo aquello de «su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos» frase brutal y terrible que, a lo largo de más de veinte siglos de historia, ha costado millones y millones de muertos al llamado «pueblo deicida».
Veamos el terrible fragmento del evangelio de Mateo.
21 Y respondiendo el presidente les dijo: ¿Cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: á Barrabás.
22 Pilato les dijo: ¿Qué pues haré de Jesús que se dice el Cristo? Dícenle todos: Sea crucificado.
23 Y el presidente les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Mas ellos gritaban más, diciendo: Sea crucificado.
24 Y viendo Pilato que nada adelantaba, antes se hacía más alboroto, tomando agua se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo veréislo vosotros.
25 Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.
La historia de la elección entre Jesús y Barrabás es, aparte de sus dramáticas consecuencias, extremadamente moderna y tiene muchas moralejas. Hoy que cuando elegimos entre partidos -votemos lo que votemos- votamos siempre a los mismos; hoy que cuando el pueblo deja oír su voz el poder la manipula y tergiversa hasta hacerle decir lo que no dice; hoy que los Poncios Pilatos mandan a la Troika a quien el pueblo quiere salvar, la historia de Iessou Bar Abba cobra actualidad.
No; el pueblo no se equivocaba entonces, su decisión fue desoída y posteriormente falseada para que los culpables pasasen por inocentes y el pueblo resultase culpable de los delitos de sus inícuos gobernantes: «Han vivido por encima de sus posibilidades».
Pero la verdad -entonces y ahora- estuvo siempre ante nuestros ojos, escrita en el nombre de ese misterioso delincuente que quizá nunca lo fue: Barrabás, Bar Abbá, el Hijo del Padre.
Sin embargo, dejando al margen quién sea o no sea el tal Barrabás, para la guarnición romana de la Torre Antonia, aquella noche de la semana de Pascua fue una auténtica noche judeotoledana.
—Y ¿qué van a hacer con ese tal Yeshua Bar Yosef, Septimio?
—Pues ¿qué van a hacer? crucificarle de inmediato. Antipas quiere que lo apiolen, los saduceos quieren que lo apiolen, los sacerdotes quieren que lo apiolen, los mercaderes quieren que lo apiolen, una parte de los fariseos quieren que lo apiolen y al jefe, a Pilato, le gusta más una crucifixión que a un tonto un lápiz ¿qué crees tú que va a pasar?
—Por Júpiter Septimio, esto es un abuso ¿Pero es que nadie ha sido capaz de decir una palabra en defensa de ese Yeshua?
—Nadie Octavio, nadie. Ayer, mientras Yeshua estaba detenido en el palacio de Caifás y pensando en buscar alguien que dijese algo en su favor, mandé a una sirvienta a que llamase a uno que estaba en el patio calentándose y a quien yo había visto con él y sabía que era amigo suyo.
—¿Y acudió a hablar en su favor?
—¡Quiá! Cuando le preguntaron si era amigo de Yeshua sufrió un ataque repentino de lo que, en términos médico-forenses se llama «jindama» o «canguelo», dijo que no le conocía de nada y apretó a correr. A estas alturas debe de estar llegando a Cafarnaum.
—Si estuviese aquí Cicerón el abogado otro gallo cantaría.
—Pues… hablando de gallos, desde que apretó a correr el amigo de Yeshua, lleva el gallo de la Torre Antonia cantando como un loco, que estoy por apiolarlo a él también y servirlo de rancho a la tropa…
Como ven, en todo este relato donde aparecen todo tipo de actores, soldados, líderes políticos, autoridades religiosas, hombres armados, sediciosos… sólo se echa en falta a un personaje: alguien con el coraje preciso para ponerse en pie y hablar en favor de Yeshua, el acusado.
El legionario Octavio tenía razón «si estuviese aquí Cicerón otro gallo habr8a cantado…» y es que ese es el trabajo que Pedro, valiente para sacar la espada, no tuvo el valor de realizar, ponerse en pie y decir ante toda una sociedad en contra «este hombre es inocente de lo que se le acusa».
El hombre es un animal gregario y no quiere ser marginado socialmente por tomar partido por aquel a quien todos condenan y es por eso que, muchas veces, se precisa más valor para ponerse en pie y defender una posición minoritaria, a veces tan minoritaria, que la defiende una sola persona, que desenvainar la espada o realizar un acto violento. Sí, aquella noche en Jerusalén sólo faltó una persona, justo esa que defendiese el punto de vista y la inocencia de Yeshua Bar Yosef, Yeshua Bar Abba o simplemente Jesús de Nazaret.
Y aquí llegamos al final de esta serie queridos compañeros y compañeras de tiesuras y estrecheces; a partir de hoy voy a disfrutar de la magnífica semana santa de mi ciudad (estáis invitados) y voy a hacerlo con la tranquilidad y la confianza de que, mientras existan hombre y mujeres como vosotros, los gallos nunca cantarán en España por hombres como Yeshua Bar Yosef, el hijo del carpintero de Nazaret.
Sor Rosario
Sor Rosario era mujer de un único método pedagógico al enseñar y el mismo se fundaba en el uso certero y preciso del sólido estuche de su rosario.
Cuando una niña salía a la pizarra a ser examinada por sor Rosario el estuche del rosario permanecía siempre visible y al alcance de su mano.
—¿Cuántas son siete por ocho?
—Cre-creo que cincuenta y seis.
Rápida como el rayo sor Rosario agarraba su estuche y con un golpe preciso sobre la molondra de la examinada le introducía en la mollera los más precisos conceptos lógicos.
—¡Que siete por ocho son cincuenta y seis se sabe, no se cree! ¡se cree en Dios y en los santos, pero que siete por ocho son cincuenta y seis no se cree! ¡¡¡Se sabe!!! ¿Lo entiendes?
—Cre-creo que sí…
—(…)
Yo no presencié aquellas escenas porque por entonces niños y niñas vivíamos en ecosistemas separados pero, diversas propietarias de molondras estucheadas por sor Rosario, me han relatado el terror pánico que les producía aquella hermana cuando habían de salir a la pizarra. Algunas todavía no han superado el trauma y experimentan convulsiones cuando han de expresar su opinión sobre algún tema y se retuercen para distinguir lo que saben de lo que creen.
Le he dado vueltas muchas veces al método pedagógico usado por sor Rosario y creo que, dejando a un lado su perverso y aterrorizador uso del estuche, lo de distinguir aquello que se sabe de lo que se cree es un arte que está hoy día olvidado —sobre todo en nuestra clase política— pues tratamos como axiomas lo que no son más que opiniones y eso nos conduce a la intolerancia y a que, como sor Rosario, acabemos corriendo el riesgo de sacudirnos las molondras unos a otros.
Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles
Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.
Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.
Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.
Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:
Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.
Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.
De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.
No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.
En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.
Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.
La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.
Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.
Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».
Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.
Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».
Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.
Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.
Una cuestión de puntos de vista
A veces todo depende de cómo observemos las cosas y esto ya fatigó desde antiguo a pensadores y filósofos.
«Todos los caballos son iguales» es una frase que podemos juzgar verdadera si atendemos a que todos los caballos son animales cuadrúpedos, herbívoros y con unas determinadas formas comunes en su anatomía.
Pero también podemos afirmar que «todos los caballos son distintos» y no estaremos faltando a la verdad pues no hay dos caballos idénticos en el color de su pelo o en otras características incluso psicológicas y de temperamento.
La lógica nos dice que ambas frases («todos los caballos son iguales» y «todos los caballos son distintos») no pueden ser ciertas al mismo tiempo y el truco no es otro que el término o criterio de comparación que usa el que profiere la frase y es la verdad que el criterio que cada uno use tiene consecuencias notables.
Quienes afirman que «todos los caballos son iguales» atienden a las características comunes que hay en todos ellos, quienes afirman que «todos los caballos son distintos» fijan su atención en lo que los distingue a unos de otros y esta diferencia de criterio, atender a las características comunes o a las diferencias, tiene importantes consecuencias.
Quién centra su atención en lo que hace iguales a todos los caballos atiende a satisfacer antes que otra cosa estás necesidades comunes, quien valora la diferencia por encima de lo común centra su interés en preservar esas diferencias que a él le gustan, valora a los ejemplares que presentan esas características y minusvalora los que no las presentan.
Al final de todo esto la cuestión es de evaluación ¿qué características son más importantes? ¿las comunes o las diferenciales?
Esta cuestión que hemos formulado respecto de los caballos podemos formularla respecto de los seres humanos y, dependiendo de nuestro criterio como observadores, muchas consecuencias pueden derivarse, generalmente de carácter ideológico-político.
Si consideramos los aspectos comunes a todos los seres humanos (que viven, respiran, aman, mueren…) no alcanzaremos las mismas conclusiones que si atendemos a sus diferencias (lengua, religión, color de piel, sexo…). Si hemos de gobernar el mundo y atendemos a los elementos comunes habremos de cuidar que todos puedan vivir con seguridad, respirar, vivir o comer en suficiencia… etc.
Pero si hemos de gobernar el mundo atendiendo a sus diferencias nos resultará virtualmente imposible porque en función de su lengua, raza, religión, cultura o creencias políticas, cada grupo reclamará un autogobierno propio, el cielo, el aire, el mar o la tierra, se adscribirán a cada una de las comunidades que se hayan diferenciado en función de cada criterio y, en lugar de atender a que todos los seres humanos tengan oportunidades de vivir y ser felices, estaremos dispuestos a destruir la totalidad del mundo para mayor gloria de nuestro grupo diferenciado no importa por qué criterio.
Y al final todo es cuestión del punto de vista que sostengamos, de la forma en que observemos el mundo que nos rodea y de la forma en que ponderamos lo que de común o diferente tienen los seres vivos y en especial el género humano.
La diferencia es atractiva y encandila al ser humano ¿o no atrae más un caballito rampante en un coche que una S fabricada en Martorell? ¿o siendo iguales hombres y mujeres no suelen ser esas «pequeñas diferencias» que nos distinguen la fuente de una atracción irresistible?
Pero siendo atractiva la diferencia y siendo objeto de nuestra curiosidad y deleite la búsqueda de esas pequeñas diferencias (este grupo toca la gaita, aquel la guitarra, aquel otro la txalaparta y el de más allá el rabel…) elevar estas diferencias —por atractivas que sean— al nivel de importancia de lo que nos une es un error de evaluación trágico.
Las modas influyen en todo esto y así, al igual que la ilustración fijó su atención en lo común con relativo olvido del indivíduo, el romanticismo basculó hasta el extremo contrario ponderando antes que nada la individualidad con obsesiva atención en la diferencia y así aparecieron en política fenómenos como el nacionalismo y en arte movimientos que aún a día de hoy son, en su fondo ideológico, hegemónicos.
De 1800 acá la humanidad, gracias al método científico, ha avanzado a una velocidad tal que no tiene parangón en la historia. En 1700 una guerra no difería mucho de las que tenían lugar en el 2000 AEC; en 1955 EC, la humanidad ya podía autodestruirse a sí misma varias veces y, si no lo había hecho ya, fue por pura cuestión de suerte.
Así pues nuestras herramientas de gobierno en este mundo del siglo XXI siguen siendo las mismas que las que los románticos crearon en el siglo XIX, hace doscientos años y el desajuste entre nuestra tecnología, nuestras herramientas de gobierno y nuestras convicciones ideológicas son tales que han conducido a la humanidad varias veces al borde de la autodestrucción y en todo momento al filo del caos ecológico o climático.
Y todo por una cuestión de punto de vista, de no saber distinguir lo que tiene importancia de lo que es importante.
Tiene bemoles.