Democracia ingenua

Tengo ideas un tanto infantiles sobre la democracia. A mí me parece que la democracia, lejos de ser un sistema para resolver las cosas votando, en realidad es un sistema para llegar a acuerdos debatiendo.

Recurrir al voto para dirimir una disputa es un fracaso.

Las votaciones crean vencedores y vencidos y una persona derrotada es una persona que no cooperará para llevar adelante la solución vencedora; antes al contrario, trabajará para cambiarla.

Si no hay acuerdo y consenso un país jamás avanzará mucho tiempo en una dirección concreta y, como dicen los jugadores de ajedrez, es mejor tener un mal plan que no tener ninguno. Cambiar de plan a cada momento es lo más parecido a no tener ningún plan.

Sí, tengo ideas infantiles a propósito de la democracia y recuerdo cómo, entre 1977 y 1978, nuestros representantes se esforzaron por llegar a acuerdos amplios; consenso era la palabra de moda.

Pero de 1982 en adelante la búsqueda de acuerdos y el consenso fue sustituída por la aplicación de un rodillo parlamentario nacido de una amplísima mayoría absoluta que exterminó del panorama político español el debate y el consenso.

El debate fue sustituido por las votaciones.

Pero los perdedores de anteayer fueron los ganadores de ayer y, acostumbrados a que la democracia era el triunfo de las mayorías, aplicaron el mismo sistema y el mismo rodillo.

Sí, tengo ideas un tanto ingenuas a propósito de la democracia, no me gustan las votaciones que generan ganadores y perdedores y por eso creo que debe darse a la deliberación tanto tiempo como sea necesario para que, cuando llega la hora de votar, todos puedan sentirse ganadores.

Y nos convertiremos en historias

Es jodido encontrarle sentido a esta tragicomedia cuyo final conocemos de antemano y a la que llamamos vida.

Sabemos que no queremos morir pero al mismo tiempo sabemos con total certeza que moriremos y, de esa frustrante contradicción insoluble, nacen algunos de los más sofisticados (y sofísticos) razonamientos de los seres humanos sobre la vida y la muerte, así como algunas de las conductas más inequivocamente humanas de nuestra especie.

Creo que fue Aristóteles quien sugirió que el instinto reproductivo de los seres humanos obedecía a esa pulsión por la búsqueda de la inmortalidad; según él —si es que fue él quien lo dijo— de alguna forma nuestra vida se prolongaba en la de nuestros hijos, afirmación esta que habría satisfecho sin duda a Richard Dawkins quien vería de esta forma abonadas las tesis que mantiene en su libro de imprescindible lectura «El Gen Egoísta».

Yo en cambio veo toda esta cuestión de forma, digamos, más literaria.

En el fondo no somos más que memoria. Sabemos quien somos porque nos acordamos, sabemos quiénes son nuestros padres, cómo fue nuestra infancia y hasta nuestro propio nombre simplemente porque nos acordamos. Somos como los personajes de una novela no más que un conjunto de recuerdos que están presentes en el instante actual. Si pudiésemos retirar la memoria de un ser humano estoy convencido de que al mismo tiempo le retiraríamos su identidad.

Vivimos en nuestra memoria pero los demás también viven en ella. Sabemos que nuestros amigos viven porque los recordamos y porque los recordamos distinguimos a unos de otros. Mientras no nos digan que tal amigo ha muerto lo recordamos vivo y está para nosotros tan vivo como lo estuvo siempre. Todo es real para nosotros mientras habite en nuestra memoria y es por eso que, como planteaba Borges, Don Quijote y Cervantes pueden ser ambos personajes tan reales el uno como el otro a pesar de que Alonso Quijano fuese solo un personaje de ficción. La muerte igualó a Cervantes y a su personaje, hoy los dos viven de igual forma en esta memoria.

Seguramente por eso dijo Quevedo aquello de «no importa cuánto se vive sino de qué manera», porque aquel canalla tan bien dotado para la literatura, sabía que al final la única forma de inmortalidad es la que da la memoria de los hombres, que mientras vivamos en ella no nos extinguiremos aunque, como Cervantes y Don Quijote, vivamos ya sólamente en el mundo de la ficción.

Seguramente por eso autores sabios escribieron hace tiempo que la vida es el proceso mediante el cual los seres humanos nos convertimos en historias.

El pensamiento enajenado

En política discrepar es una acción inadmisible.

Los votantes, en España, tradicionalmente han castigado la desunión en los partidos y por eso en estos no se admiten discrepantes; si alguien piensa algo distinto de lo que piensa la cúpula dirigente sabe que no tendrá lugar en el partido y será condenado al ostracismo.

Es por eso también que, quienes desean triunfar en un partido, saben que, antes o después, deberán dimitir de la facultad de pensar por sí mismos y que deberán abdicar también de la libertad de decir lo que piensan. Se piensa como dice el partido y solo se dice lo que la cúpula del partido desea que sea transmitido.

Gracias a todo esto en España, hoy, los políticos entran en los parlamentos de la misma forma que los dementes entran en los manicomios: enajenados.

Y olvidan que no hay nada más patriótico ni más sano para la nación que un discrepante, sobre todo si no le mueve ningún interés personal; porque el discrepante no va a ganar nada dando su opinión, si acaso, sentir la incómoda mirada de muchos o afrontar el abierto rechazo de los dirigentes. No, no es cómodo discrepar.

Pero en quienes discrepan fundadamente y no por sistema está la evidencia de que las sociedades las forman personas y no rebaños y la esperanza de que, cuando las cosas van mal, otras soluciones son posibles.

El sueño del paramecio

Últimamente pienso mucho en el paramecio y en sus peripecias vitales.

Sí, como lo oyen, la vida de este animal unicelular, cazador sin cerebro ni sistema nervioso pero de intensa y compleja vida sexual, me resulta apasionante. Si usted no conoce al paramecio está usted perdiendose un capítulo esencial de la vida, la filosofía y hasta de la teología, así que, por su bien, siga leyendo.

Creo que, de principio, podemos estar todos de acuerdo en que el paramecio no es un animal que tenga conciencia de su individualidad; carente de nada parecido a un cerebro, cuesta trabajo imaginarlo realizando profundas reflexiones filosóficas sobre el yo, el ello, el ser y la nada. Si ya es difícil observar ese tipo de reflexiones en la mayoría de los seres humanos, creo que podemos estar de acuerdo en que el paramecio tampoco debe de gastar mucho tiempo en esto, aunque…

Si observamos cazar al paramecio podemos llegar a la conclusión de que tiene una clara percepción de sí mismo porque, cuando crea flujos de agua con sus cilios para atraer bacterias a su boca, cuida muy mucho de acercarlas precisamente a «su» boca y no a la de ningún otro paramecio, lo cual implica que, de alguna manera, se distingue a sí mismo de los demás. Del mismo modo, cuando decide reproducirse sexualmente y «conjugarse» con una paramecia, cuida de ser él y no otro el que conjugue el verbo en todos los tiempos y modos precisos, lo que debe llevarnos al convencimiento de que el paramecio prefiere conjugar en primera persona (yo) que ejercitarse de sujetavelas o carabina paramecial.

Llegados a este punto debo aclarar que usar el lenguaje con desdoblamiento o tripartición es tan erróneo como innecesario en este asunto: ni hay paramecios, ni paramecias, ni paramecies… Aquí todos son iguales y cuando se conjugan (así se llama técnicamente a la coyunda en el mundo paramécico) no existe eso que los científicos llaman el «dimorfismo sexual». Podemos pues, apartar nuestros obsesivos problemas político-sexuales de la vida del paramecio y centrarnos en lo que de verdad nos importa:

¿De dónde le vienen las ganas de coyunda al paramecio? ¿por qué el paramecio, cuando caza, lo hace según las enseñanzas de Juan Palomo y caza para él y no para otro? ¿tiene acaso el paramecio conciencia de su individualidad o solo lo parece?

Antes de profundizar en las costumbres gastronómico-sexuales del paramecio es importante que sepamos cómo la naturaleza y la vida resuelven los problemas que se le plantean,
pues, muy a menudo, interpretamos muy mal la forma en que lo hacen. Trataré de poner un ejemplo.

Cuando los seres humanos decimos «para» la naturaleza suele decir «porque» y en general ese «porque» tiene que ver con el asunto de la coyunda. Veamos. Cuando un ser humano ve el largo cuello de la jirafa suele pensar: «tiene largo el cuello para alcanzar las hojas altas de los árboles». La naturaleza, en cambio —y suponiendo que el cuello largo tenga algo que ver con las hojas altas— «pensaría» de otro modo: «tiene largo el cuello porque sus padres, al tener largo el cuello, comieron las hojas altas de los árboles y pudieron reproducirse mejor y sacar adelante a sus crías que, como eran descendientes de animales de cuello largo, heredaron esta característica».

La naturaleza, pues, no planea nada ni piensa nada, la naturaleza funciona a base de replicación, herencia y mutación; propone una multitud de soluciones y es el mayor o menor éxito replicativo de cada una de ellas la que determina el resultado final. A esto se le llama «algoritmo genético», una forma de resolver problemas cada vez más imitada por los algoritmos de computación. La coyunda como «deus ex machina» de la vida y la evolución.

Y ahora volvamos a estudiar la vida sexual del paramecio. Y no es que a mí me atraiga mucho la biología kamasutricoparamecial pero, del mismo modo que «Dios se oculta en los pucheros» según decía Santa Teresa, tengo para mí que igual pueden ocultarse en la vida y costumbres del paramecio respuestas teológicas o filosóficas de calado.

Porque vamos a lo que vamos: ¿por qué los paramecios cazan para sí?

Un ser humano respondería que porque es su instinto, la naturaleza seguramente nos diría que porque son descendientes de paramecios que también cazaban para sí.

—Oiga ¿Y por qué no pueden ser descedientes de paramecios que no cazaban para sí?

—Hombre, no me fastidie, los paramecios que no cazaban para sí no comían y a los muertos de hambre la cosa de reproducirse se les pone muy cuesta arriba. Cazar para otro era una estrategia incorrecta en el entorno paramecial de forma que los paramecios que sobrevivieron y se reprodujeron fueron los que cazaban para sí… Sus descendientes heredaron este rasgo y ahora todos los paramecios cazan para sí. ¿Significa eso que los paramecios diferencian el yo del tú? Aparentemente pueden parecer tener conciencia del «yo» pero no se equivoque usted, es un rasgo heredado, el paramecio no es que caza para él porque tiene conciencia del yo, es que el paramecio es así, no le dé vueltas.

—Oiga ¿Y la coyunda sexual?

—Pues le diré, en primer lugar, que los animales que no se dan a la coyunda se extinguen, de forma que puede usted dar por seguro que todas cuantas formas de vida pueblan el planeta son hijas de eso que llamamos «reproducción» de forma que, siendo hijos suyos como somos, habremos heredado de ellos la afición a la coyunda… Y, si no la hemos heredado, no pasa nada, como no nos reproduciremos la próxima generación está garantizado que sentirá una irrefrenable inclinación por el asunto reproductivo.  En segundo lugar debo aclararle que el paramecio no solo se reproduce mezclando sus cromosomas con otro paramecio, también puede reproducirse asexualmente por fisión binaria o mitosis, como muchos otros organismos unicelulares, pero esto hace que la descendencia presente menor variabilidad cromosomática que la derivada de la «conjugación» (reproducción sexual) donde se mezclan en la coctelera cromosomas de dos orígenes distintos…

—¿Y qué ventaja tiene esto?

—Pues que las posibilidades de generar nuevas propuestas de solución a través de la reproducción sexual son mayores ya que las combinaciones cromosomáticas posibles aumentan, de forma que las posibilidades de encontrar soluciones para adaptarse a entornos cambiantes aumentan también… Pero, escúcheme, que tampoco es que la naturaleza haya «pensado» eso, simplemente la reproducción sexual tuvo en determinados entornos un éxito reproductivo notable. Nosotros, los seres humanos, descendemos de seres que, como el paramecio, tuvieron éxito mezclando sus cargamentos genéticos y por eso hemos heredado esta afición a las «conjugaciones».

—Vale, vale, pero ¿a dónde quiere usted llegar con todo esto?

—Pues, me crea o no, yo con todo esto quiero llegar a la creencia humana en el alma.

—Está usted como una chota.

—No le diré yo que no.

Idéntica percepción del «yo» como individuo diferenciado de otros que el paramecio van teniendo otros animales, digamos, más complejos como peces, reptiles, mamíferos e incluso… el ser humano.

Mire, desde aquel primer organismo vivo del que descienden todos los seres vivos y al que los científicos llaman «LUCA» (Last Universal Common Ancestor) hasta el ser humano más inteligente y aerodinámico de la actualidad, todos, absolutamente todos los seres vivos habidos entre él y nosotros, han sido seres vivos que se han reproducido, lo que hace que en los genes de todos los seres vivos del mundo esté escrita esa instrucción de replicarse. Si algún ser vivo carece de ella simplemente no se reproduce y esa inclinación, ese rasgo, no es transmitido a la siguiente generación. Del mismo modo y dado que para reproducirse hay que estar vivo somos descendientes de seres que procuraron sobrevivir al menos hasta el momento de reproducirse de forma que esa percepción del yo, primitiva en el paramecio, está también inscrita en el pez que huye del depredador o el ciervo que compite con otro ciervo por reproducirse.

¿Somos pues algo distinto de lo que la evolución ha hecho de nosotros?

Seguramente es duro de creer pero sospecho que nuestra conciencia de ser un individuo y no un mero conjunto ordenado de moléculas autorreplicantes no es más que una ficción creada en nosotros por la propia naturaleza; una ficción útil para preservar nuestra vida y para tener éxito reproductivo pero, con mucha probabilidad, esa percepción autoevidente a la que llamamos «yo» no sea más que una ilusión. Es verdad que las ilusiones existen y no son irreales, pero sospecho que se acaban cuando despertamos del sueño de la vida.

Desde antiguo muchos filósofos griegos, teólogos orientales, sacerdotes egipcios, gurús hindúes o monjes budistas han predicado un dualismo materia-espíritu que choca con esta visión unitaria de los seres vivos que ahora traigo ante ustedes para su consideración.

Pero ¿qué pasaría si esa dualidad tan asentada no existiese y los seres vivos, incluidos los seres humanos, fuesen una realidad sólo comprensible de forma unitaria?

La vida, la muerte, el alma y el cuerpo tendrían entonces sentidos muy distintos de los generalmente admitidos y nuestra actitud ante las grandes preguntas cambiaría radicalmente.

Y todo por culpa de la actividad sexual del paramecio.

Hay que joderse.

Requiem por el Mar Menor

¿A quién pertenece el paisaje? ¿A quién pertenece el mar? ¿Dé quién es la fauna que habita los mares y la tierra?

La materia prima del turismo es el paisaje y, cuando este se deteriora en beneficio de unos pocos y en perjuicio de todos, se debería ser extremadamente cuidadoso en su administración.

La mayor parte de la humanidad no tiene una segunda vivienda en la ribera del Mar Menor ni tiene explotaciones agrícolas o industriales que viertan en él residuos; los pocos afortunados que disponen de ellas disfrutan de un lugar único en el mundo a costa de estropear su paisaje y su ecosistema y quienes cultivan en sus riberas se lucran a costa de estropear el patrimonio de todos.

¿Y qué ha hecho el derecho y la justicia en todo esto?

Nada.

La justicia del hombre moderno se funda en principios propios de un derecho forjado hace catorce siglos en Constantinopla y este no contempló nunca un poder tan tremendo del ser humano sobre la naturaleza. Tribunales consuetudinarios como los de los regantes de las huertas de Valencia o Murcia se han revelado más eficaces en la defensa del procomún que cualquier moderna institución jurídica y, sin embargo, hasta esos tribunales y su trabajo han sido despreciados.

La catástrofe del Mar Menor es una oportunidad única para hacer progresar los principios jurídicos, científicos, urbanísticos, paisajísticos y económicos así como, «last but not least» la conciencia de los seres humanos sobre la gestión del procomún.

El reto de la humanidad es aprender a gestionar la atmósfera, los mares, los recursos, las basuras, el hábitan de todas las especies animales del mundo incluída la especie humana… Pero lo dejaremos —ya lo estamos dejando— pasar entre sietemesinas luchas políticas y mezquinos apetitos de ridículo poder para decidir quién manda en el basurero.

Aprender a salvar el Mar Menor es aprender a salvar el mundo pero la mirada de quienes nos gobiernan y de quienes aspiran a hacerlo está tan limitada por su ronzal ideológico-interesado que no cabe en ella algo tan grande como el Mar Menor.

Siento vergüenza.

El Auxiliar 2⁰ de Máquinas

Fue por ese detalle por el que, muchos años después, la familia del Auxiliar 2⁰ de Máquinas, sabría que él llevaba el práctico a bordo.

El B-6 había sido diez años antes el orgullo del Arma Submarina española pues, el ahora viejo pero entonces joven sumergible, había batido el récord mundial de permanencia en inmersión al mantenerse sumergido tres días, una hazaña increíble para la época.

En aquellos años los marineros del B-6 paseaban orgullosamente por Cartagena luciendo en la cinta del lepanto el distintivo de su sumergible; ahora, sin embargo, la dotación del B-6 esperaba la muerte entre los muros del Arsenal de El Ferrol y uno de ellos, el Auxiliar 2⁰ de Máquinas, se ocupaba en plantearse y resolver difíciles operaciones aritméticas.

Esperar la muerte no es algo para lo que nadie esté preparado. El Auxiliar 2⁰ de Máquinas había oído hablar de personas que habían logrado no perder la cordura en trances como ese ocupando su mente en tareas complejas como analizar partidas de ajedrez, pero él no sabía jugar a ese ni a ningún otro juego parecido y por eso, ahora, ocupaba su mente en resolver difíciles operaciones aritméticas.

Las razones por las que los marineros del B-6 esperaban allí la muerte eran de esa especie que sólo se encuentra en las guerras civiles.

Cuando el B-6 zarpó de su base de Cartagena con una carga de 25 toneladas de munición para el ejército del norte era ya un submarino viejo. Sus tubos lanzatorpedos era dudoso que pudiesen o quisiesen disparar, los 60 metros nominales de profundidad que podía alcanzar en inmersión cuando fue construido se habían reducido a 30 y las 25 toneladas de carga que acarreaba no ayudaban tampoco a que un navío de equilibrio tan delicado como un submarino estuviese en las mejores condiciones de navegar.

Todos en Cartagena sabían, además, que el comandante del submarino no era de fiar. Sospechoso de ser partidario del ejército rebelde, desde Madrid se cometió la insensatez de darle el mando del B-6 para aquella misión, pues a la República no le quedaban ya oficiales del Cuerpo General capaces de mandar este tipo de navíos.

El destino del B-6 estaba escrito desde el mismo momento que zarpó de Cartagena con destino a Bilbao y el desenlace sobrevino cuatro días después de su partida, cuando el sumergible se hallaba a la altura del Cabo de Peñas —frente a la costa asturiana— y fue avistado, navegando en superficie, por el destructor «Velasco» de la escuadra rebelde.

En un primer momento el destructor se lanzó a por el sumergible pero el B-6, al divisarle, hizo inmersión perdiéndose de la vista del destructor el cual, sin dispositivos de rastreo submarino, no pudo sino dar la noticia a otros dos barcos rebeldes que navegaban por la zona, el remolcador artillado «Galicia» y el bou armado «Ciriza» para que extremasen la vigilancia y ahí vio el comandante del B-6 su oportunidad.

Dispuesto a entregar el submarino al enemigo, el comandante ordenó superficie una vez pasado el peligro y permaneció así hasta que el «Galicia» y el «Ciriza» les avistaron de nuevo, momento en el que volvió a ordenar inmersión pero no sin antes sabotear la válvula del acústico. Iniciada la inmersión la tripulación observó como penetraba agua por la vela del submarino y ante el riesgo de hundirse hubieron de volver a salir a superficie donde el comandante contaba con entregar el submarino a la escuadra enemiga.

Sin embargo, la tripulación, ya había decidido que ese no sería el destino del B-6.

Con el «Galicia» disparando sus cañones a una milla por la proa y acercándose a toda máquina, el B-6 hizo su última inmersión mientras el «Galicia» le pasaba por encima lanzando cargas de profundidad. El submarino volvió inmediatamente a superficie y a 1500 metros la tripulación se aprestó a defenderse con el único cañón de cubierta del submarino.

Porque, aunque el comandante traidor siguió ordenando absurdas maniobras para que el submarino quedase a merced de los barcos adversarios, los marineros del B-6 no estaban dispuestos a que eso sucediese y, sordos a las órdenes del comandante, comenzaron a disparar frenéticamente el cañón del submarino contra los barcos adversarios. Y lo hicieron admirablemente.

Tras alcanzar varias veces al «Galicia» causándole daños y la muerte de 9 desgraciados marineros, el submarino forzó máquinas tratando de escapar pero, avisado del combate, el destructor «Velasco» comenzó a cañonear al submarino desde 5000 metros de distancia. Fue cuestión de tiempo que las salvas del Velasco alcanzasen al B6 destrozándole una de ellas la máquina, de forma que, viéndose perdidos y sin gobierno, los marineros del B6 abandonaron el barco no sin que antes el Auxiliar 2⁰ de Electricidad y el Cabo Artillero bajasen al interior del buque para abrir los grifos de fondo y hundirse con su barco: el submarino no combatiría bajo bandera rebelde.

Rescatados por el Velasco, los supervivientes del B6 fueron sometidos a un simulacro de Consejo de Guerra y ahora esperaban en el Arsenal del Ferrol su ejecución. Por eso, ahora, el Auxiliar 2⁰ de Máquinas del B-6 realizaba complejos cálculos mientras esperaba que le sacaran de la prisión para conducirlo frente al pelotón de fusilamiento en el paredón de la Punta del Martillo.

Y así se fueron sucediendo los días para los marineros del B-6, viendo salir y no volver a viejos compañeros, Maquinistas, Auxiliares de Torpedos y de Radio, Cabos de Artillería y Electricidad… y esperando que al día siguiente les tocase a ellos.

Cuando se espera la muerte no hay mucho que hacer, si acaso tratar de no volverse loco y eso era lo que hacía el Auxiliar 2⁰ de Máquinas con sus cálculos y operaciones.

Y fue por ese detalle por el que —muchos años después— los familiares del Auxiliar 2⁰ de Máquinas, supieron que el viejo marinero llevaba el práctico a bordo y esperaba la muerte.

Porque el viejo Auxiliar 2⁰ de Máquinas, el mismo que había esquivado la muerte muchos años antes en el Arsenal de El Ferrol, yacía en la cama de un hospital de Cartagena y se le oía musitar, débilmente, complejos cálculos aritméticos.

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Quizá deba dar una explicación a quienes lean esto y no sean de Cartagena. «Llevar el práctico a bordo» es en el habla de aquí —al menos en el habla de hace unos años— sinónimo de llevar la muerte encima. Una expresión del tipo «ese lleva el práctico a bordo» viene a significar algo así como «la enfermedad de ese es incurable», o «ese ya está condenado».

Y otro dato. Toda la tripulación del B-6 fue condenada a muerte salvo —obviamente— el comandante que les traicionó quien se incorporó inmediatamente al ejército rebelde. Quienes no fueron ejecutados vieron conmutada su condena por la de 30 años de prisión.

La presente historia está fundada en hechos reales aunque, creo, que suficientemente deformados en algunos detalles.