Todos tenemos una historia que recordamos y es bueno y necesario que así sea.
Sin memoria, sin una historia que seamos capaces de recordar, somos seres sin identidad. Sabemos quiénes somos porque recordamos cómo nos llamamos, sabemos que una vez fuimos el niño que jugaba en el patio porque lo hemos vivido, sabemos dónde vivimos y cuál es nuestra ciudad porque, aunque no veamos en dónde estamos, recordamos el lugar que hemos dejado atrás.
Pero una cosa es la memoria y otra es la historia. La memoria es siempre personal, la memoria es individual y se basa en recuerdos, es nuestra y es la que nos hace diferentes. La historia, por el contrario, es lo que nos han contado, es el relato que otros nos cuentan de las cosas que dicen que han sucedido y eso es peligroso, porque estas historias, al igual que la memoria, forjan nuestra identidad y nos convierten en lo que somos.
Por eso hay que tener mucho cuidado con qué historias te crees y a quién le dejas contarte la historia, porque la historia no es inocua, la historia no es una sucesión de hechos que se te cuenten para saber qué pasó. Cuando alguien te habla de historia no te está hablando de pasado, te está hablando de presente y está tratando de condicionar su futuro y, tú lo sabes bien, la historia nunca es única: de cada hecho existen tantas historias como testigos o narradores y en un divorcio —por ejemplo— vas a tener siempre al menos dos versiones, si es que no tienes muchas más de otras personas periféricas que han rodeado a la situación.
Es con esta forma de historia con la que juega el poder para forjar tu identidad, tus filias y tus fobias y por eso le importa tanto al poder decir qué historia es la que tienen que contar las escuelas a los niños, qué recuerdos hay que insuflar en la memoria de la gente y así construir una identidad adecuada a la ideología política de la clase que gobierna.
Guárdate de los que te cuentan historias. Busca la verdad y búscate a ti mismo. Recuerda: la memoria te da identidad, la historia que te cuentan probablemente lo que busca es manipularte. Es el secreto de los nacionalismos.
No lo olvides.
Tan solo un juego
«El fútbol es solo un juego» —repite conmigo— «el fútbol es solo un juego».
Y ahora relájate.
Cucurella no es Blas de Lezo, el encuentro de mañana en Berlín no es la batalla de Cartagena de Indias, ganar o perder no cambiará tu vida en lo esencial, si acaso te dará unas horas de alegría.
Cuando el 25 de junio de 1978 la selección argentina de Mario Alberto Kempes se proclamó campeona del mundo lo hizo tan solo para descubrir apenas un día después que, pasada la resaca, los dictadores, Videla y el resto de la Junta, —como el dinosaurio— seguían ahí. En 1982 Argentina jugó el mundial de España en medio de una tristísima guerra.
Seguramente mucha gente en Argentina celebró el triunfo de 1978 de corazón y con buena fe, pero el fútbol —repítelo conmigo— solo es un juego, así que relájate. Deja de llenarme el Facebook con infantiles mensajes belicoso-patriótico-delirantes y recupera la cordura: el fútbol es solo un juego, relájate y disfruta del juego, lo demás solo son paranoias y obsesiones que llevas en la cabeza. Pasado mañana, se gane o se pierda, seremos los mismos, quizá con unas cuantas horas más de alegría.
El nacimiento de la nación
Desde antes del 3000 antes de Cristo —y así nos lo cuentan documentos sumerios y egipcios— los seres humanos se habían organizado de una curiosa forma: a su frente, se situaba un líder o rey cuya legitimidad para ejercer el mando provenía sistemáticamente de un designio o derecho divino; es decir, de algún dios, normalmente el Dios de la religión oficial de cada uno de esas organizaciones. Este dios, de alguna forma, generalmente mítico-simbólica designaba al rey quién solía transmitir su legitimidad hereditaria o discrecionalmente. Y así siguió ocurriendo hasta prácticamente 5.000 años después, en torno al siglo XIX de la era común.
Incluso las leyes se dictaban en nombre del Dios y así podemos ver, en el caso del Código de Hammurabi, como es el dios, Samash, quien en lo alto de una montaña, le entrega las normas legales a Hammurabi para que este las publique y haga cumplir y, del misma modo, en la Biblia la historia de Moisés sigue reproduciendo esa inspiración divina de la legislación pues es, como en el caso de Hammurabi, es el propio Dios quien también en la cima de un monte entrega a Moisés lo que él considera que son las leyes justas. Y así, con un mandato humano legitimado por un poder divino, la humanidad se organizó durante prácticamente cinco mil años.
Sin embargo todo esto acabaría en 1793 cuando los revolucionarios franceses decidieron guillotinar al monarca y se dieron cuenta de que, al parecer, ese crimen a Dios no parecía haberle importado mucho. Naturalmente, una vez que el rey estaba decapitado, los revolucionarios debieron preguntarse qué legitimidad tenían ellos para ejercer el poder —ya que no era el derecho divino— y encontraron el expediente legitimador de su capacidad de para el ejercicio del poder en una idea tan indefinible como la del propio dios, uno de los conceptos más peligrosos y que más desgracias ha traído a la historia de la humanidad, cuál es el concepto de nación, un concepto sin el cual, increíblemente, ahora parecemos no poder entender el mundo (incluso la organización mundial más importante se llama de las Naciones Unidas) y este concepto nación, desconocido hasta el siglo XIX, por lo menos desconocido efectos políticos, se ha incrustado tanto en nuestras mentes que es el que se ha convertido en nuclear en el entendimiento del mundo desde hace 200 años, tanto que incluso las competiciones mundiales de fútbol son por naciones.
El concepto de nación era absolutamente irrelevante para un imperio como por ejemplo, el Imperio Romano, donde podían convivir cientos de nacionalidades hablando cientos de idiomas distintos y sin que ninguna de ellas reclamara para sí la legitimidad del ejercicio exclusivo y excluyente del poder sobre un territorio. A partir del nacimiento de la Nación, a partir del establecimiento del concepto de nación como concepto legitimador para el ejercicio del poder, Europa se vio sometida a una serie de convulsiones catastróficas, se fueron creando nuevas naciones al tiempo que otras entidades como el Imperio Austro-Húngaro, el imperio turco y, por lo que a nosotros respecta, la monarquía católica, comenzaron a deteriorarse y a implosionar sobre sí mismas.
En el caso de España (la Monarquía Católica) esta implosión se produjo en una fecha muy concreta, el 19 de marzo de 1812, fecha de la aprobación de la Constitución de Cádiz, que es cuando por primera vez se coloca a la nación española en el centro o como fundamento legitimador del ejercicio del poder.
En España no padecimos los problemas que padecieron los revolucionarios franceses en su tira y afloja contra la monarquía reinante porque en España simplemente Fernando VII y Carlos IV habían desaparecido, habían cedido sus derechos dinásticos ilegalmente a Napoleón y este había entregado la corona de la monarquía católica a su hermano José
Tal disposición, que podía ser admitida en cualquier otra monarquía europea que justificase su legitimidad para el ejercicio del gobierno en un origen divino, no era válida para la monarquía católica porque, desde antiguo y en particular desde los trabajos de la Escuela de Salamanca y los padres Vitoria, Suárez, de Soto, Azpilicueta etcétera, en el caso de la monarquía, sobre todo castellana Dios no transmitía la legitimidad al rey, sino que la legitimidad para l ejercicio del poder la transmitía al pueblo y era el pueblo, luego, quien la delegaba en el rey. Por tanto —y como Fernando VII recordó por carta a su padre Carlos IV— era imposible abdicar en favor de alguien distinto del legítimo heredero de la monarquía católica sin la aprobación al menos de las Cortes y las Cortes nunca habían aprobado esta abdicación que se hizo en Bayona
Pero, dado que los reyes estaban prisioneros en Bayona los constituyentes de Cádiz debieron preguntarse, a falta de Rey y de su legitimación divina, qué legitimación les amparaba a ellos y, sorprendentemente, hicieron lo mismo que hicieron los revolucionarios franceses: afirmaron que a ellos su legitimidad se la daba la Nación
Es verdad que para entonces nadie sabía exactamente qué era eso de una nación, de hecho los diputados americanos que participaron en la en la redacción de la Constitución de Cádiz lo primero que preguntaron fue ¿y esa nación qué es? y es ahí cuando en las Cortes de Cádiz se da la famosa explicación tautológica de que la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.
A esa explicación siguió la pregunta natural de ¿y quiénes son españoles? y la respuesta fue: son españoles los descendientes de españoles o de indígenas o de la mezcla de ambos. Claro, esto para muchos diputados americanos novohispanos sobre todo, pues resultaba chocante; es decir, ¿cómo va a ser español igual que yo un tlaxcalteca que habla un idioma que yo no entiendo y que cuando yo hablo, pues tampoco me entiende a mí? Y debemos recordar que la extensión del castellano como lengua oficial de la República Mexicana no se produce tanto durante los tres siglos de virreinato como durante los dos siglos que posteriormente caracterizaron a la República de México desde la independencia de la monarquía católica
Aún así quedó un concepto de nación que, desde luego, no es el concepto actual de la nación española. La Constitución de Cádiz fue antes la última constitución de un sistema estatal complejo que había estado compuesto por muchos territorios que hablaban lenguas diferentes (Flandes, Italia, territorios americanos, las posesiones en Asia, África y el Pacífico) y que, por tanto, no podía encajar en ese concepto de nación que se estaba imponiendo desde las ideas filosóficas del romanticismo alemán y francés.
Desde ese momento entidades estatales como el Imperio Austrohúngaro o como el imperio turco o como el de la monarquía católica eran ya tan difíciles de mantener o tan imposibles de mantener como por ejemplo lo habría sido el Imperio Romano, un imperio compuesto de multitud de etnias pero que en lugar de estar unidos por una supuesto «volkgeist» por un supuesto espíritu del pueblo tanto más imaginado que real, lo que estaban unidas era por un concepto de ciudadanía y un contrato social que ahora parecía resultar imposible.
La ausencia del rey en 1808-1814 dio lugar a fenómenos extremadamente curiosos pero que son uniformes en todos los territorios de la monarquía católica.
En España, ya que no existía rey, el Estado se organizó según preveían las Partidas; es decir, que en defecto de Rey la soberanía pasaba a los pueblos, no «al pueblo», sino «a los pueblos»; es decir, a las entidades poblacionales y, en consecuencia, muchas ciudades comenzaron a organizarse en juntas extraordinarias para resistir no solo a los franceses, sino para custodiar el trono para el momento en el que volviese Fernando VII y, como los cartageneros, mis paisanos, son como son, pues el 23 de mayo de 1808 crearon ya la junta general de gobierno de Cartagena, probablemente la primera junta de esa especie. Lo mismo se hizo en los en los territorios americanos no dispuestos a permitir ser gobernados por José I a quien no le reconocían legitimidad, así que, desde Buenos Aires a Nueva España se fueron produciendo manifiestos en favor de Fernando VII y constituyéndose juntas para custodiar la corona hasta tanto volviera su legítimo propietario, es decir el felón de Fernando VII. A partir de ahí, los territorios comenzaron a auto organizarse en un sistema de juntas que, cuando se vio que el rey no volvía y sobre todo después de la proclamación de la Constitución de Cádiz que reconocía a la nación y a los nacionales una serie de derechos, produjo un aceleramiento de la historia y un aceleramiento de los procesos que dio lugar a importantes guerras civiles entre partidarios de la legitimidad realista y partidarios de otros intereses o postulados ideológicos que, luego, historiadores políticamente teñidos decidieron calificar con toda incorrección pero con un propósito político evidente, como guerras de la Independencia, algo que nunca fueron.
Ahí comienza la construcción de todas las naciones hispanoamericanas e incluso la de la propia nación española, porque hasta ese momento ese concepto esa identidad de nación, no existía.
Y así comenzaron a nacer muchas naciones, entre otras, la nuestra.
Fútbol, nacionalismo y narrativas
Mi primer recuerdo relacionado con el fútbol se remonta al Mundial de México de 1970. En él no jugaba España pues no clasificó y recuerdo que, en aquel entonces, los niños éramos fervientes admiradores de la selección de Brasil pues la canarinha era un equipo impresionante con una delantera de esas que se reúnen solo una vez en la historia y que, además, rimaba como riman los épicos versos de «Os Lusíadas»: Gerson, Jairzinho, Tostao, Pelé y Riveliño, jugadores que jugaban todos con el 10 en sus equipos pero que en la selección nacional habían de cederlo a una maravilla llamada Edson Arantes do Nascimento, «Pelé».
Brasil no era España pero ¡cómo jugaba!
Como dijo un politólogo cuyo nombre no quiero recordar es difícil explicar a la población qué es una nación en términos científicos, pero, en cambio, es muy fácil hacerlo entender viendo a 11 hombres jugando al fútbol con la misma camiseta.
Y, al igual que cada nacionalismo tiene su narrativa, la selección española de aquellos años también la tenía aún cuando databa de la Olimpiada de Amberes de 1920, cuando el famoso Belaustegui gritó a su compañero de filas aquello de «a mí el pelotón Sabino que los arrollo» y que dio lugar a la expresión «furia española» una expresión que inevitablemente habría de acompañar a la selección española hasta que la dirigió el inolvidable Luis Aragonés
Desde aquel año 1970, como digo, tuve por cierto, que la selección española no me daría ninguna alegría.
Su ejecutoria parecía ajustarse siempre al mismo patrón: una selección testicular y con superávit de testosterona cuyo principal argumento era la furia.
Y así fuimos fracasando de cuartos en cuartos pasando incluso por alguna ejecutoria vergonzosa como el Campeonato del Mundo que se celebró en España en 1982.
Sin embargo y aunque yo no esperaba que las selección española me diese ninguna alegría la narrativa pareció cambiar en la Eurocopa de 2008 cuando la selección dirigida por el sabio de Hortaleza Luis Aragonés comenzó a cambiar su discurso y a demostrar que al fútbol no se ganaba por cojones, no se ganaba por un plus de testosterona, sino que se ganaba con inteligencia y con la cabeza. La arenga dirigida por Luis Aragonés a sus jugadores hablando de aquel futbolista alemán que se calentaba en cuanto se le hacía alguna entrada fuerte fue muy ilustrativa. «Esto es un juego de listos», le dijo a los jugadores «y ese tío se calienta con nada, ya lo han expulsado una vez y lo expulsaran una vez más», así que cuando usted se cruce con él, ¿qué cree que le va a decir? Luís estaba mandando un mensaje distinto, creando un nueva narrativa: con la entrepierna que piensen ellos, nosotros pensamos con la cabeza.
Aquella expresión de que el fútbol es un juego de listos anulaba por completo aquel aquel relato glandular y testosterónico que había representado a la selección española desde 1920… y funcionó. Ahora España ya no jugaba con la entrepierna ahora España, jugaba con la cabeza y, de la misma forma que Brasil nos enamoró en 1970, España en 2008 enamoró, entusiasmó, a muchos chavales del mundo que decidieron colocarse la zamarra roja de nuestra selección. Incluso los más férreos independentistas periféricos soñaban con jugar con la selección española porque no querían quedarse fuera de aquella histórica fiesta.
Viva España («Visca Espanya» como tituló el poeta Joan Maragall su sensato artículo de 1908). Viva España, sí, pero el problema no es que viva España sino cómo queremos que viva España, el problema no es que gane España sino cómo queremos que juegue España. No me gustaría volver a ver a la selección española regresar a aquella narrativa de pensar con la entrepierna.
Por lo que al partido de esta tarde respecta faltan 5 horas para que comience y lo que más me interesa ya no es el resultado sino como esos poetas del nacionalismo futbolero van a construir el relato del éxito o del fracaso de nuestra selección.
Si volverán a cantar las virtudes de una selección que juega bien e inteligentemente al fútbol en el caso de que ganemos o si apelarán nuevamente a la desgracia y a la injusticia y a la mala fortuna propia de nuestra época de la furia en caso de que perdamos. Tengo la esperanza de que no, porque al fin, aunque el fútbol es una escuela de nacionalismo, espero y deseo que la gente entienda que, más importante que gritar viva España, es decidir cómo queremos que viva España y, sobre todo, que tengamos el convencimiento de que al final para que todos quieran jugar en el mismo equipo lo primero que tenemos que hacer es jugar bien y bonito.
No sé si nuestros políticos han entendido eso y que la mejor forma de hacer que todos estemos juntos es que todos queramos jugar en un equipo de esos que juegan maravillosamente bien, algo que sirve para el fútbol como para la política.
Esperemos ganar esta tarde. Ya veremos cuál es el resultado y sobre todo espero ver cuál es la narrativa.