Los últimos textos de Albrecht y Dietrich

Acaba un año, empieza otro y persevero en mi esfuerzo de mantener mi criterio a salvo de consignas ni presiones externas.

El poder, los poderes, aspiran a que hagamos de sus consignas nuestro criterio y, si no lo consiguen, al menos tratan de imponer los asuntos sobre los que hemos de fijar nuestra atención para hacer que otros asuntos puedan pasarnos desapercibidos. Las voces mercenarias de los medios de comunicación son muy eficaces en ese punto.

Y cuando me pongo a pensar sobre este tipo de cosas siempre vienen a mi memoria los «Sonetos de Moabit», unos poemas que escribió cuando ya se sabía muerto Albrecht Haushofer.

Albrecht Haushofer fue un diplomático y geógrafo alemán hijo de Klaus Haushofer, amigo y consejero de Hitler. Albrecht desde mediados de los años 30 formó parte de la oposición/resistencia a Hitler. Se sabe con seguridad que influyó en el vuelo en misión de paz de Rudolph Hess a Inglaterra en plena guerra. Detenido en diciembre de 1944 por la Gestapo acusado de estar relacionado con el intento de asesinato del führer y recluido en la prisión berlinesa de Moabit fue allí donde escribió los famosos «Moabiter sonetten». Fue sacado de la prisión y asesinado en la noche del 22 al 23 de abril, cuando ya las tropas rusas entraban en la capital del Reich. Su cadáver y sus sonetos fueron encontrados días después por su hermano Heinz.

En estos sonetos, consciente de su próximo final, Albrecht se reconoce culpable y merecedor de su destino pero no de la forma en que esperan. Albrecht escribe:

«Soy culpable, pero no de la forma que ustedes piensan.

Yo debería haberme dado cuenta antes de cuál era mi deber; yo debería haber llamado mal al mal con toda crudeza.

Me contuve demasiado.

Lo advertí, pero no lo suficiente ni lo suficientemente claro.

Y hoy sé de lo que soy culpable.»

Y pienso que yo no quisiera sentirme nunca culpable como Albrecht por contenerme demasiado, por no llamar mal al mal, por dejar que me infecte el virus de esa clase especial de estupidez de la que hablaba otro alemán enemigo de Hitler y que, como Albrecht, murió fusilado también apenas tres semanas antes del fin de la guerra: Dietrich Bonhoffer.

Escribía en su celda Bonhoffer que sólo la estupidez podía explicar que un pueblo como el alemán —un pueblo otrora de filósofos, poetas y artistas— hubiese creído las delirantes insensateces de un enloquecido cabo austríaco. Bonhoeffer decía que el primer síntoma de estupidez se detectaba al escuchar a una persona y observar que sus razonamientos estaban construidos sobre una colección de consignas y lugares comunes, cuando detectabas que ya no había en él rasgos de criterio propio, cuando ya no era un indivíduo sino parte de una masa.

Somos animales sociales y necesitamos sentir que somos parte un grupo, de una sociedad, pero esa necesidad no puede anular la individualidad de cada uno y eso exige esfuerzo, criterio y valor. Esfuerzo para considerar aquello que creas que has de considerar y forjar un criterio, el tuyo y valor para ponerte en pie y expresarlo.

Hay corporaciones, organizaciones, estructuras, donde el cálido acomodo de los sillones impulsa a sus miembros a dimitir de su facultad de pensar y actuar simplemente siguiendo las consignas del/la que mande. «Unidad» le llaman a esta forma de estupidez.

—No se engañe Muelas (me dijo hace años un militar de alto rango a quien defendí y admiré) obedecer es más fácil que mandar. A los seres humanos les cuesta tomar decisiones y obedecer elimina para ellos la siempre desagradable sensación de haberse equivocado o ser rechazados por el grupo.

Y es la historia de siempre, quienes piden unidad y disciplina lo que desean en verdad es estupidez, que no nos demos cuenta hasta que sea demasiado tarde que, como Albrecht, deberíamos haber sido conscientes antes de cuál era nuestro deber; de que deberíamos haber llamado mal al mal con toda crudeza y no contenernos demasiado.

Pero para todo eso, antes, hay que trabajar para tener criterio, un criterio racional y fundado, un criterio labrado con nuestras manos y nuestra mente y que sea ajeno a consignas, a eslóganes o a la presión de mayorías a menudo más imaginadas que reales.

Es jodido ser uno mismo, no es fácil estar solo y aislarse de la presión del exterior para conservar tu mirada y tu paso; los seres humanos tienden a acabar andando todos con el mismo paso y, sólo cuando es demasiado tarde, recuerdan el soneto que Albrecht, una noche, escribió en su celda de la prisión de Moabit.

Patriotismo

Probablemente hemos entendido mal el patriotismo. Involuntariamente, en cuanto oímos hablar de patriotismo, inmediatamente lo relacionamos con el ejército o con la bandera o con esas pequeñas particularidades que hacen que nos engañemos creyéndonos diferentes de otros seres humanos.

Por puro patriotismo realizamos costosas ceremonias en las que nuestros soldados desfilan y en las que, profundamente emocionados, rendimos honores a aquellos que dieron su vida por la patria, sea lo que sea lo que signifique esta palabra.

Ocurre sin embargo que los enemigos de la patria no son siempre humanos. Cuando, en ocasiones como esta, el enemigo es un microorganismo no es difícil darse cuenta de que con él no acabaremos a balazos ni atacándole a la bayoneta.

Ahora el patriotismo no tiene enemigo humano y consiste, antes que nada, en cumplir con tu deber, aunque este deber sea acudir como Auxiliar de Clínica, ATS o médico, a donde el peligro es mayor: a tu centro de trabajo, a tu hospital, a colocarte en primera linea de fuego del virus, a veces con buenas armas y a veces casi sin munición.

No hay en nuestras ciudades monumentos a las enfermeras que murieron cuidando a enfermos, ni a doctores ni a auxiliares que, como los mejores soldados, hubieron de cumplir una misión que no estaba en su contrato: jugarse la vida.

Quizá ahora, que hasta los soldados han de echar una mano como médicos, sea tiempo de cambiar nuestra concepción del patriotismo y, cuando todo esto acabe y hayamos terminado de contar los muertos, empecemos a colocar en nuestras calles monumentos a enfermeras, limpiadoras, ATS, doctores y doctoras que pelearon la batalla donde debían y cumpliendo con su deber mucho más allá de lo que les exigía su contrato.

Va por ustedes.

La clase política española «olvida» a los héroes de El Baler.


El 30 de junio de 1898 un grupo de soldados españoles decidieron hacerse fuertes en la iglesia de un pueblecito filipino llamado «El Baler» y cumplir con su deber defendiendo la posición a todo trance. Lo de «cumplir con su deber» es un concepto para cuya comprensión no está capacitada la clase dirigente española y es por eso que cuando estos hombres, pasado casi un año, seguían resistiendo sin dar crédito a la noticia de que España hacía tiempo que había rendido las Filipinas, los dirigentes españoles comenzaron a lanzar infundios sobre ellos. Tanta resistencia no era normal se dijo, sin duda estos hombres seguían allí dentro porque habían robado la caja del regimiento. Así se dijo.

Conozco bien y de cerca esta fábula pues estas infamias son tan frecuentes como actuales en España: cuando unos pocos cumplen con su deber apenas sin medios, los jerifaltes que —con dispendio de medios— no han sido capaces ni de simular un atisbo de cumplir con el suyo, sienten que esos tiñalpas que sí lo hacen les están poniendo en evidencia. Los parásitos gobernantes, cuando esto pasa, en primer lugar tapan la noticia (no vaya a ser que la gente se dé cuenta de su flagrante incompetencia), luego, cuando la noticia se sabe, difaman a quienes no hacen otra cosa que cumplir con su deber (han robado la caja del regimiento) y finalmente, cuando se comprueba que ni una ni otra cosa son ciertas , reducen el asunto a chiste o anécdota sin trascendencia.

La guerra hispano-norteamericana en Filipinas se presentaba en principio muy favorable para España. Países como Inglaterra y Japón pronosticaron una fácil victoria española (los barcos USA tenían sus bases a miles de millas y la artillería de costa española era buena sobre el papel) pero la realidad, como saben, fue muy distinta. Que los defensores de «El Baler» no creyesen en una rápida rendición española no era nada disparatado como también era sumamente lógico que los abyectos dirigentes que les mandaron a morir allí se viesen puestos en evidencia por el coraje de Las Morenas, Vigil de Quiñones y el resto de los encerrados.

El pasado 30 de junio, en España, nadie recordó a los defensores de «El Baler» (Los últimos de Filipinas); sin embargo en el otro lado del mundo y frente a la iglesia de este lugar de la Isla de Luzón, los filipinos sí les dedicaron un sentido homenaje. Quizá a la clase política española se le sigue atragantando esa imagen de unos cuantos que, cumpliendo con su deber, ponen en evidencia sin proponérselo la ineptitud e inmoralidad de sus dirigentes.

El 30 de junio se cumplieron 119 años desde el inicio de la gesta de «El Baler» y esta va por quienes cumplen con su deber a pesar de la inmoralidad gobernante.