El derecho de pagar en efectivo

Si a usted nunca le han cortado el agua o la luz por falta de pago usted no sabe lo que es ser pobre.

Para que a uno le corten el agua o la luz antes ha dejado de pagar cosas menos vitales: ha dejado de pagar la hipoteca porque el proceso de ejecución y desahucio puede tardar varios años, ha dejado de pagar su seguridad social porque si no se come hoy ese dinero no hará falta mañana, ha dejado de pagar los plazos de la tarjeta y ha dejado de pagar cualquier cosa que no sea la comida de hoy.

Para usted y para sus hijos el agua y la luz son imprescindibles pero, para pagarlos, necesita usted domiciliar los pagos o hacerlos con su tarjeta de crédito o débito y, a estas alturas, meter dinero en la cuenta de su banco es absolutamente inútil porque, en cuanto entre el dineri, el banco se quedará con él para cobrarse sus deudas aunque le deje a usted y a sus hijos sin agua o sin luz.

Si tiene la mala suerte de que se la corten usted no podrá restablecer el servicio yendo a pagar en billetes del Banco Central Europeo porque las empresas de agua y luz sólo le admiten pagos por tarjeta y usted no tiene tarjeta porque no tiene dinero, precisamente por eso le han cortado el agua o la luz.

Puede usted limpiarse sus mocos si los tiene con esos dos billetes de 50€ que le han prestado, no podrá usted pagar con ellos y restablecer el servicio. Su niño beberá en los charcos o se calentará quemando los muebles de su casa porque eso, a la hidro o a la eléctrica, les importa una mierda.

Para los pobres poder pagar en dinero es fundamental. Un pobre puede ir a una panadería o un bar y pagar la comida en efectivo, un pobre, en cambio, no puede pagar la luz o el agua porque estas empresas llenas de políticos no aceptan los pagos en efectivo. Para un pobre poder conservar el dinero preciso para vivir es imprescindible y eso no puede hacerlo jamás en un banco porque este siempre se cobrará él el primero aunque su cliente y sus hijos no tengan para comer ni para beber.

No, si usted no ha pasado por todo esto no sabe lo que es ser pobre, pero no desespere, si es usted autónomo sólo necesita una mala enfermedad para mirar cara a cara a la pobreza y, si es usted uno de esos muchos empleados de banca que defendían el dinero de su banco como si fuera suyo, rece porque sus despidos se negocien bien, su empleador es un psicópata a quien no le importa que usted o sus hijos mueran de hambre.

Si es usted mujer y tiene hijos a su cargo que ha de sacar adelante usted sola mejor no le digo nada, usted le ha visto las pupilas a la pobreza demasiado cerca.

Por eso, cuando veo que el gobierno restringe los pagos en efectivo a 1000€ o la Unión Europea trata de evitar el anonimato en los pagos, me acuerdo de quienes le han visto la cara a la pobreza, de quienes no tienen cuenta bancaria, de quienes no pueden tener tarjeta y de todos aquellos que, sólo por el totalitario deseo de los gobiernos de controlar hasta el último céntimo los gastos de la ciudadanía, verán como su vida se vuelve cada vez más imposible.

El anonimato en los pagos es un derecho, el uso de efectivo es un derecho y la posibilidad de vivir sin bancarizarse es otro derecho ¿O es que también hemos de hacer ganar dinero a los bancos por ley?

Para estos tipos que beben agua mineral y no del grifo, que consumen electricidad hasta para calentar el asiento del retrete, que viven de pisar moqueta y creerse los dueños del estado, todos los demás parecemos ser solo contribuyentes y no personas.

Pero los pobres son personas y tienen un límite. Y conviene no explorar ese límite porque les aseguro, señoritos y señoritas de la moqueta, que la madre, el padre, el hombre o la mujer que han pasado por lo que les cuento, saben exactamente cómo tratar a tipos como ustedes.

Elogio del bitcoin

Dinero es todo aquello que es generalmente aceptado como medio de pago por los agentes económicos para sus intercambios y que, además, cumple las funciones de ser unidad de cuenta y depósito de valor.

La humanidad ha usado como «unidad de cuenta y depósito de valor» herramientas de muchos tipos, pero todas han tenido ventajas y desventajas. En la actualidad usamos unos trozos de papel impreso y unas anotaciones en cuentas a los que denominamos «dinero», o más técnicamente «dinero fiduciario» porque, en realidad, ese «dinero» no tiene más valor que la confianza —la fe— que tenemos en que, a cambio de un trozo de papel, otra persona nos entregará bienes o servicios.

Si la fe en los dioses es inexplicable aunque operativa, la fe en estos trozos de papel es igual de inexplicable aunque tan operativa o más que la fe en los dioses.

Estos trozos de papel sin valor intrínseco son además la unidad de cuenta del sistema pero ni siquiera cumplen bien esta función.

En este tiempo de pandemia a los gobiernos les sale a cuenta imprimir papeles de esos que llaman dinero pero, cuando lo hacen, alteran el valor de ese mismo dinero que, como unidad de cuenta, empieza a fallar, produciéndose eso que llamamos inflación. Si aumentan las unidades de cuenta y no aumenta lo contado cada unidad de cuenta contará menos cosas cada vez y esto conduce a inevitables subidas de precios y a la pérdida de valor de cada unidad de cuenta.

No, el dinero fiduciario actual ni es una buena unidad de cuenta ni es un buen acumulador de valor, sobre todo porque su capacidad de contar y acumular está en manos de las peores personas que podía estar: los gobernantes. Y, para que se sepa que está en sus manos, desde tiempos inmemoriales, los gobernantes han colocado sus retratos en el facial de las monedas y billetes; tanto que al anverso de las monedas le llamamos sistemáticamente «cara», porque es verdad que siempre aparece en ellas la efigie de algún cara.

Frente al dinero fiduciario, en los últimos diez años, se ha alzado el dinero electrónico apoyado en una nueva tecnología (el blockchain) y cuyo ejemplo más conocido es el bitcoin.

Hay unas cuantas diferencias entre el bitcoin y el dinero fiduciario que usted debe conocer, permítame, pues, que se las cuente de forma poco ortodoxa.

La primera viene escrita en los billetes de dólar donde la frase «In God we trust» (en Dios confiamos) ha sido sustituida en bitcoin (figuradamente) por la más tangible «In code we trust» (confiamos en el código) pues el bitcoin ya no obedece a azares ni designios humanos o divinos sino simplememte al código en que está programado. Lo que es el bitcoin está definido por su código informático y ni gobiernos ni políticos pueden alterarlo.

El bitcoin, además, es finito. No pueden existir más de 21 millones de bitcoins, lo que significa que el gobernante de turno no puede darle a la maquinita e imprimir más bitcoins porque, simplemente, el sistema no lo permite y es por ello que bitcoin es una magnífica unidad de cuenta —las unidades de cuenta son siempre las mismas— lo que hace que sea, al mismo tiempo, un magnífico acumulador de valor.

En tiempos como estos en que, debido a la crisis, los gobiernos hacen funcionar intensivamente sus máquinas de imprimir, es natural que el dinero de muchos millonarios y grandes corporaciones acuda a refugiarse al bitcoin.

Y la tercera diferencia de esta divisa gobernada por todos y no por unos pocos es que en sus monedas no está grabada ni impresa la cara de ningún cara. Una genial burla del destino es que el creador de este maravilloso invento renunció a la fama y a ser conocido y firmó sus documentos fundacionales con el nombre supuesto de Satoshi Nakamoto, una persona inexistente.

¿Triunfarán las criptomonedas?

Sin duda.

Comprendo que, si usted ha pasado su vida contando y anotando con números romanos, habituarse a los arábigos le cueste pero, es indiscutible, que aquellos no pueden competir con estos a la hora de realizar operaciones aritméticas de forma que, antes temprano que tarde, usted los abandonará.

La superioridad de bitcoin (de las criptomonedas) frente al dinero fiduciario como unidad de cuenta o acumulador de valor está fuera de toda discusión por lo que nuestro actual dinero fiduciario, como los viejos números romanos, va camino de la obsolescencia.

Solo la voluntad de los gobiernos de seguir agarrados a la manivela de imprimir dinero obstruye la más rápida difusión de las criptodivisas, pero esto tampoco aguantará mucho, primero tratarán de hacer pasar sus divisas fiat por criptodivisas (todos los gobiernos están ya en eso) pero pronto habrán de aceptar la inutilidad de esas unidades de cuenta de valor alterable por unos cuantos políticos.

¿Significa esto que la humanidad mejorará y será todo más democrático y feliz?

Pues… esa pregunta es harina de otro costal y materia de otro post.

Compradores de tristeza

Suele ocurrir que, cuando tienes el dinero suficiente para comprarte un coche, dejas de viajar en autobús. Y suele ocurrir también que, cuando tienes el dinero suficiente para comprar un chalet en una urbanización tranquila dejas de vivir en el bloque de pisos de tu barrio; cuando tienes dinero ya no cenas en restaurantes abarrotados sino exclusivos y por eso, cuando tienes el dinero suficiente, suele ocurrir que inicias un imperceptible pero fatal camino hacia el aislamiento.

Hace tiempo que los científicos nos dicen que la felicidad está unida a la sensación de integración en una comunidad y sin embargo, el ser humano, cuando tiene el dinero suficiente, parece preferir gastarlo en comprar un aislamiento triste que en integrarse en una comunidad con sentido.

Estudios citados por Christopher Ryan en su libro «Civilizados hasta la muerte: el precio del progreso», revelan que en 1920, en los Estados Unidos, apenas un 5% de la población vivía sola, una cifra que hoy ha aumentado hasta el 25%. En los últimos 20 años el consumo de antidepresivos ha aumentado un 400% en ese país y sospecho que la situación no es diferente en España, donde el suicidio es ya, a muchísima distancia de accidentes de tráfico u homicidios, la primera causa de muerte violenta.

Quizá debiéramos replantearnos nuestros conceptos de riqueza y bienestar, quizá debiéramos reconocer que vivir en lugares exclusivos y viajar de forma exclusiva no son sino carísimas formas de ser exclusivamente infelices.

Quizá sea el momento de reconocer que el afán de exclusividad es un rasgo humano de estupidez que sólo se manifiesta cuando se tiene el dinero suficiente.

No compañero, no todo tiene precio

Este post, aunque no lo parezca, trata de justicia; eso sí, antes de entrar en materia, tendré necesariamente que hablarles del dinero.

El dinero, digámoslo desde el principio, tiene un casi infinito poder corruptor; sobre todo, cuando se utiliza para tratar de pagar cosas con las que nunca se debería comerciar.

Si es usted de los que piensa que todo tiene su precio dígame: ¿Qué valor tiene un máster comprado? ¿Qué prestigio otorga un premio adquirido? ¿Podemos llamar sentencia a una resolución judicial consecuencia de la prevaricación? No, compañero, no todo tiene precio ni todo está a la venta; hay cosas que, si se compran, si se les pone precio, pierden todo su valor.

Aunque a los gángsteres de las películas americanas y a algunos economistas les guste afirmar que todo, incluidas las personas, tiene su precio, la realidad, y usted lo sabe tan bien como yo, es que no: hay muchas cosas que no se pueden comprar y hay muchísimas más cosas que no se deberían comprar ni vender. Sin duda estará usted de acuerdo conmigo en que la libertad no se puede vender salvo que deseemos reintroducir la esclavitud y espero que esté usted de acuerdo conmigo también en que la Justicia es algo con lo que no se debería comerciar.

El ser humano, al que muchos economistas han querido reducir a un puro «homo oeconomicus», es una realidad mucho más compleja que la que ejemplifica un puro ente que actúa siempre para alcanzar el nivel más alto posible de bienestar. Además de la búsqueda de la utilidad, en el ser humano anidan muchos otros impulsos que al parecer desconciertan a muchos economistas: el altruismo, la empatía o incluso el amor, por ejemplo; facetas estas que, si bien no tienen buen encaje en los libros de economía, ocupan en el alma humana regiones mucho más vastas que las que ocupa el puro interés egoísta. O al menos así ha sido hasta ahora.

Como supongo que, a estas alturas, me habré ganado las iras jupiterinas de cualquier economista que me haya estado leyendo, me van a permitir que, para calmarles, cite en este punto a un economista que ha dedicado parte de su vida a enseñarnos que no todo tiene precio y que, aunque vivir en una economía de mercado sea bueno, permitir que esta invada todos los aspectos de nuestra sociedad hasta convertirla en una sociedad de mercado, es una aberración que pone en peligro muchos de los logros de la especie humana; me estoy refiriendo, claro, a Michael J. Sandel, profesor de la Universidad de Harvard y Premio Princesa de Asturias 2018 en Ciencias Sociales.

No, no todos los economistas piensan que la realidad íntegra pueda explicarse desde el utilitarismo y el interés, aunque es verdad que, desde la era Thatcher-Reagan, estas posiciones ideológicas se han adueñado de forma enfermiza de nuestra cultura occidental sin que el fracaso evidente de este modelo en 2008 haya servido para que economistas de conocimientos momificados revisen en profundidad su credo.

A estos economistas, para quienes cualquier problema, ya sea económico, jurídico o teológico, es siempre un problema económico solventable a base de más mercado y libre competencia, les cuesta trabajo entender que, el de los servicios jurídicos, no es un mercado del tipo que ellos creen.

En el mercado de los servicios jurídicos los agentes que intervienen en él están lejos del modelo del homo oeconomicus que entienden los economistas. En el mundo de los servicios jurídicos los agentes —a excepción de los corrompidos por el dinero— no obedecen antes que nada a su interés personal, a su ganancia económica, sino que, antes que nada, sirven a un valor muy distinto de su propio interés o su beneficio económico: la Justicia.

Sí, ya sé que esto no lo entienden los economistas de los bancos o de la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia; para ellos los abogados no persiguen defender los derechos ajenos antes que los intereses propios, para ellos, si un abogado trabaja, es primero y antes que nada por su interés propio y personal y, eso de la Justicia y el Derecho, son conceptos que se les escapan y que a su juicio son ficciones que sólo salen en las novelas y en las películas. Es por eso que estos «homo oeconomicus» que pueblan la CNMC son incapaces de entender cómo funciona este mercado y, si les dejamos, lo acabarán degradando, lo corromperán, como se degradan los másteres comprados y los premios adquiridos o como se corrompe la justicia a través de una sentencia pagada. No, de verdad, no entienden nada distinto del interés o el utilitarismo y, por lo mismo, no entienden bien al ser humano cuando entran en juego en sus relaciones valores distintos de los puramente económicos. Déjenme que les ponga un ejemplo.

En 1993, en un pueblo de Suiza, poco antes de celebrarse un referéndum respecto a la instalación en el pueblo de un almacén de residuos nucleares, algunos economistas efectuaron una encuesta entre los habitantes del mismo preguntándoles si votarían a favor de que se instalase en su comunidad el depósito de residuos nucleares en caso de que el Parlamento suizo decidiera ubicarlo allí.

Aunque gran parte de los vecinos consideraban la instalación una presencia nada deseable, una ajustada mayoría de ellos (el 51 por ciento) dijo que la aceptarían. Al parecer, su sentido del deber cívico se impuso a su preocupación por los peligros. Prosiguiendo con su experimento, los economistas añadieron un «soborno», un incentivo económico destinado a convencer a un mayor porcentaje de población: suponga que el Parlamento propusiera construir la instalación de residuos radiactivos en su comunidad y ofreciera compensar a cada vecino con una suma anual. ¿Estaría entonces a favor?

El resultado fue el siguiente: la compensación hizo descender, no ascender, el voto afirmativo. El incentivo económico redujo el porcentaje de aceptación a la mitad, del 51 al 25 por ciento. El ofrecimiento de dinero redujo la disposición de la población a aceptar la instalación de residuos nucleares. Y aún más: el incremento de la cantidad inicial no sirvió de nada. Los economistas quedaron sorprendidos pero creo que usted puede encontrar con cierta facilidad una explicación tan razonable como incomprensible para el «homo aeconomicus cnmcensis».

Un ejemplo más, debido también a Michael J. Sandel:

Cada país organiza la donación de sangre de una manera diferente: hay países donde el acto de donar sangre (u otros órganos) es un acto puramente altruista; sin embargo, en otros, se prefiere pagar una determinada cantidad de dinero al donante. La experiencia nos enseña que en este segundo tipo de países el donante medio es una persona pobre o de pocos recursos y que, el hecho de pagar por la sangre, hace descender el número de donaciones altruistas. Estados que tenían establecido un sistema de donación gratuita de sangre y que decidieron introducir la posibilidad del pago, vieron como, inmediatamente, se redujo de forma drástica el número de donantes altruistas y comenzaron a experimentar escasez de sangre.

Estoy seguro que usted entiende por qué, lo que no estoy seguro es si lo entenderán los covachuelistas de la CNMC.

Me permitirán que concluya este post con una experiencia propia: recuerdo que cuando me colegié allá en los años 80 del siglo pasado, nunca llegué a saber cuánto se pagaba por el turno de oficio; simplemente yo ni siquiera justificaba el trabajo; para mí el turno era una especie de deber cívico y —ahora veo que insensatamente— yo lo cumplía como sí de un deber patriótico se tratase. Luego pasó el tiempo.

Luego pasó el tiempo y comprobé que nadie parecía agradecer a los abogados de oficio su esfuerzo salvo en unos cuantos hipócritas discursos a fin de año. Pasó el tiempo y comprobé que a esos abogados que ejercían sus funciones con altruismo cívico se les maltrataba y comprobé que, cuando en 1996 se aprobó la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, el «impagable trabajo» de los abogados de oficio se tarificó en unas miserables retribuciones que antes ofendían que compensaban.

Saben, cuando 20 años después comprobé que el Consejo General de la Abogacía Española no había presionado en serio ni una sola vez para que se incrementaran esas retribuciones, me ocurrió como a los habitantes del pueblo suizo y a los donantes altruistas de sangre. Ustedes me entienden.

Sé que los covachuelistas de la CNMC no lo entenderán, porque estas cosas no forman parte de esa imagen deformada del ser humano que llaman «homo oeconomicus», porque fuera del interés utilitarista, la oferta, la demanda y el mercado, estos oscuros personajes no parecen capaces de entender nada más, sin embargo, tengo la seguridad de que la abogacía —y en especial la de oficio— les va a hacer a entender este concepto: se llama dignidad, ese impulso que nos lleva a realizar con gusto y de forma altruista tareas que consideramos necesarias o cívicas, pero que es el mismo impulso que nos lleva también a exigir un trato justo y una retribución justa cuando vemos que alguien paga ese altruismo con desprecio y miseria.

Quizá no sea un concepto económico pero les aseguro que es muy real. Avisados quedan.

Los abogados de verdad no miden su éxito en dinero

Leo la prensa económica y veo con preocupación como las páginas de la prensa salmón incluyen entre sus gráficas y ratios las de determinadas firmas de abogados. La marcha, buena o mala, de estas firmas se mide en euros, las firmas tienen tanto más éxito cuanto más dinero ingresan. Miro y remiro la gráfica con detenimiento tratando de dar con alguna magnitud no cuantificada en euros y no encuentro nada más que el criterio del beneficio económico para medir el éxito o el fracaso. No son muchas las firmas que aparecen en esos periódicos, usualmente cuatro o cinco, lo cual, en un país con 150.000 abogados, da una imagen bastante poco cercana a la realidad de lo que es, de verdad, la abogacía en España.

Tratan de convencernos de que el ejercicio de la abogacía es un negocio y que, como tal negocio ha de ser tratado, imponiendo el mercantil criterio del reparto de dividendos como el único valido para regir la empresa.

Esta visión de la abogacía como negocio es compartida por muchas y muy poderosas entidades. La Comisión Nacional del Mercado de la Competencia, cada poco tiempo, deja oír su voz inquisidora en defensa del mercado como si el mercado fuera el supremo interés del género humano, muy por encima de cualquier derecho fundamental proclamado en las constituciones. La nueva ortodoxia religiosa fija el libre mercado como el nuevo paraíso terrenal y a él se dirigen sus fieles sin que un derecho fundamental de más o de menos vaya a dificultar su marcha.

Yo creo que si eres jurista sabes perfectamente que la abogacía no es un negocio, o al menos no es exclusivamente un negocio, porque antes y por encima del beneficio económico se sitúan otros fines y consideraciones que —aunque el mercado no las entienda— un jurista las percibe de inmediato. Preséntenme a un abogado cuya primera prioridad sea ganar dinero y les señalaré a un psicópata con un brillante futuro delictivo. Luego le pillarán o no; de momento, alguna de esas cuatro o cinco firmas habituales de los papeles salmón, han confirmado ya esta predicción que les hago.

Lo diré una vez más: los abogados a los que admiro no miden su éxito en dinero.

Quizá nadie como Dionisio Moreno ilustre esto que les digo. Él fue el letrado del Caso Aziz, ese que permitió que todo el abuso hipotecario español fuese dinamitado por la jurisprudencia europea. Dionisio, sin duda, con su trabajo, ha sido el hombre que mayor cantidad de felicidad ha regalado a los españoles en los últimos tiempos: hoy centenares de miles de familias españolas no han perdido sus hogares porque Dionisio hizo lo que hizo, hoy centenares de miles de familias españolas litigan para recuperar parte de las ingentes cantidades de dinero que, esos supremos sacerdotes del dividendo que son los bancos, les sacaron del bolsillo.

Hoy Dionisio debería ser famoso y hartarse de dar conferencias, pero resultó que en la época en que defendía a Aziz alguien trató de hacerle la puñeta. Yo no diría que ninguno de los bufetes de la prensa salmón haya tenido un éxito comparable al suyo.

Este tipo de letrados como Dionisio son el 80% de los que ejercen la abogacía en España. Son los letrados de la gente común, los que no trabajan para el alto staff de bancos, aseguradoras, multinacionales o grandes corporaciones. Son quienes no deben nada a los grandes y por eso son la esperanza de los pequeños, son los abogados que molestan a quienes preferirían una abogacía menos luchadora, a los que quieren «desjudicializar» los asuntos para impedir que nadie pueda conocer sus fechorías.

Esta abogacía independiente y al servicio de la población, esta que no divide a los abogados en «seniors» o «juniors», esta que no sale en las hojas sepia de la prensa económica, es mi abogacía; a la que pertenezco, a la que amo, la imprescindible si de verdad queremos poder vivir en libertad y con justicia.

Hoy esa abogacía está sufriendo el mayor ataque de su historia: casi un 25% de sus miembros no pueden pagar la Mutualidad, se han reducido sus parcelas de actuación y una legislación dolosa trata de favorecer los entornos sociales y económicos donde ejercer este tipo de abogacía sea cada vez más difícil.

Estamos alcanzando el punto de no retorno y no parece que las instituciones corporativas (Colegios, CGAE) sean capaces de invertir este rápido descenso a los infiernos. Hay que hacer algo y hay que hacerlo ya. Y si algo hay que hacer en primer lugar es recuperar la dimensión ética de nuestra profesión, de nuestra escasez, de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Porque pueden haber unos cuantos mandarines que piensen que lo nuestro es sólo una forma de hacer dinero pero yo sé que tú sabes que tu profesión es más, mucho más que un simple negocio.

Aún somos muchos y aún podemos conseguirlo todo pero esto no siempre seguirá siendo así. Es hora de actuar. Si nos determinamos a impedirlo tened la absoluta certeza de que la esperanza de los más quedará a salvo y que los menos no se saldrán con la suya.

Vamos.

¿Los pobres son honestos y los ricos son tramposos?

Richard Dawkins en su libro «El Gen Egoista«, (Salvat Editores, S.A., Barcelona, 1993) plantea a menudo interesantes juegos destinados a explicar cómo el altruismo puede emerger en ambientes absolutamente ajenos al mismo, cuestión esta de la que nos hemos ocupado en otros post de éste blog. Entre estos juegos me resulta particularmente sugerente el que se contiene en la página 210 y siguientes de la edición reseñada y que, por no contar yo lo que él cuenta mejor, dice así: Continuar leyendo «¿Los pobres son honestos y los ricos son tramposos?»