El discurso del rey

No suelo escuchar lo que dice el Rey de España en su discurso de navidad y no porque no me interese sino porque hay cosas que, en ese justo momento, me interesan más.

Esas cosas que, en ese justo momento, me interesan más no son las gambas, el pavo o los turrones sino las reacciones de las personas que hay a mi alrededor a la presencia del rey en televisión, reacciones de las que, desde que las redes sociales se hicieron ubícuas, puedo disfrutar de forma corregida y ampliada.

Trataré de explicar mi punto de vista.

El discurso de ayer del rey es, en España, un rito más de la nochebuena. Lo que hacemos en nochebuena o incluso en toda la navidad no es más que cumplir un rito, un rito sujeto a normas tan arbitrarias e irracionales como eficaces; pero no la desprecien por ello, los ritos son esenciales para nuestra vida en sociedad.

Miren, estrechar la mano —por ejemplo— es un rito, es la forma prefijada que hemos establecido para saludarnos en nuestra sociedad y, aunque a usted le parezca secundario, tiene bastante más importancia de la que aparenta. Piense simplemente en que usted tiende la mano a alguien para saludarle y este se niega a extender la suya. Creo que no necesito explicarle cuáles serán las sensaciones de usted en ese momento. Los ritos expresan cosas, simbolizan cosas y es por eso que los ejércitos, las religiones o los diversos partidos políticos establecieron ritos específicos de saludo alzando el brazo o cerrando el puño, por ejemplo.

Los ritos, en muchas ocasiones, sirven para calmar nuestra ansiedad (¿será amigable para conmigo este hombre a quien tiendo la mano?) pero ocurre que, de no celebrarse o celebrarse mal, pueden aumentarla también (se caen las arras al suelo en la boda).

Sí, el discurso del rey es un rito y en él, más importante que entender su contenido (hoy trataré de leer qué dijo ayer) es entender las reacciones que provoca.

Por un lado, teniendo en cuenta que los ritos tienen una función de dominio de lo inestable y de seguridad frente a la angustia (lo que Jean Paul Sartre consideraba “la nausea”) es digno de ser observado cómo a una parte de la población le molesta especialmente la actitud crítica o irrespetuosa con el rito de otra parte de la población. La irritación que puede causar esta actitud crítica es mucha pero, al mismo tiempo, simétrica con la que produce el rito mismo a quienes lo critican.

El resultado es ansiedad de las dos partes.

Por otro lado el ritual tiene funciones de regulación y es expresión de la solidez de los vínculos sociales de un grupo. Si llegado el minuto 7 estás en el Bernabeu y gritas lo de «-illa, -illa, Juanito maravilla» es evidente que eres hincha del Madrid, si no lo haces (o gritas «Ese Cádiz ¡Oé!») podemos estar seguros de que tu corazón no es blanco.

Algo así ocurre con el discurso del rey, cuando llega nochebuena España se convierte en un estadio de fútbol y muchos de los hinchas presentes sienten la obligación de gritar en la grada.

Es por eso que lo de menos es lo que diga el discurso, lo importante es quién lo dice, cuándo lo dice y el contexto en que lo dice.

Las redes se llenan de ansiedad con el discurso del rey, lo que no es de extrañar: los seres humanos solemos expresarnos más con ritos que con razonamientos, negando la mano a quien nos saluda si es que nos cae mal, perturbando los ritos si es que lo que simbolizan nos es desagradable (silbar himnos, por ejemplo) o santiguándonos o arrodillándonos si es que algún hecho o símbolo nos infunde algún tipo de sensación numinosa.

Sí, los ritos son importantes y su desarrollo nos informa sobre muchos aspectos de una sociedad.

Por eso ayer no escuché el discurso y preferí observar otras cosas, porque de leer el discurso siempre estaré a tiempo; seguro que ya está palabra por palabra en internet.

Y por cierto, preparé unas almejas que me quedaron cojonudas, pero de eso ya hablaré en instagram.

Incapaces de soñar

Nací el 25 de febrero de 1961. El 12 de abril de 1961 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) lanzó al primer ser humano al espacio y el 25 de mayo de ese mismo año el presidente John F. Kennedy anunció que antes de que acabase la década los Estados Unidos colocarían un hombre en la luna y lo devolverían sano y salvo a la Tierra.

De todo esto han pasado 60 años. Cuando yo nací la nueva frontera era el espacio y la humanidad buscaba su lugar en ella.

¿Por qué habrían los soviéticos de colocar seres humanos en órbita o los norteamericanos llevarlos hasta la luna?

Sé que ustedes me responderán que, en medio de la guerra fría, dominar el espacio era un objetivo estratégico demasiado evidente y sin embargo… Yo prefiero quedarme con la explicación que dio John F. Kennedy en su histórico discurso del 25 de mayo de 1961. Ir a la luna era algo tan disparatado e innecesario que resultaba absolutamente necesario para un país que veía como, por meses, su gran rival, la URSS, les ganaba uno tras otro todos los envites: Kennedy dio a los norteamericanos un objetivo común. El coste económico del proyecto, hoy día, es todavía difícil de imaginar.

Kennedy, además, tuvo el acierto de señalar la nueva frontera, la nueva tierra de promisión, que, al menos y durante las dos décadas siguientes sería el espacio hasta que, insensiblemente, fuese substituida por el ciberespacio, la nueva frontera donde, más prosáicamente apegada a la superficie de nuestro planeta, nos jugamos en este momento los derechos fundamentales de los seres humanos.

Más de sesenta años después volveremos a hacer lo que la humanidad hizo cuando yo solo tenía 9 años.

Ahora, que tengo 60, me gustaría ver que en mi ciudad o en mi país fuésemos capaces de fijarnos un objetivo común tan lejano e imposible como el que se fijo Kennedy. Porque sé que tenemos conocimiento, recursos y capacidad para llevarlo a cabo, y porque estoy harto de escuchar discursos sietemesinos de líderes que son incapaces ni siquiera de soñar.

Enfermos y cansados

Hoy, mientras escuchaba al presidente en funciones dirigirse a la Cámara durante la sesión de investidura, no he podido evitar pensar en una mujer: Fannie Lou Hammer. Les cuento.

Hace ahora 52 años (22 de agosto de 1964) Fannie Lou Hammer, una mujer negra, enferma y cansada de estar enferma y cansada según sus propias palabras, aprovechó la oportunidad que le brindaba la Convención Nacional del Partido Demócrata que se celebraba en Atlantic City para dirigirse a los allí congregados. Su discurso, televisado a la nación, cambió de forma inesperada y para siempre el curso de la historia de la minoría negra en los Estados Unidos.

Fannie se dirigió a los delegados allí reunidos y les habló de la violencia que se ejercía sobre los afroamericanos en Mississippi para impedirles ejercer su derecho al voto. Fannie les habló de cómo ella misma, en 1962, hubo de superar toda una maraña de problemas y obstáculos para poder registrarse como votante en la Corte de Indianola (Mississippi). Fannie les contó cómo, al volver a su plantación, su jefe le dio dos opciones: o se daba de baja en la lista de votantes o tendría que abandonar la plantación y les habló también de cómo ella tuvo que elegir y eligió. Y, así, les contó, en fin, cómo hubo de abandonar la plantación y su trabajo por no renunciar a ejercer su derecho al voto.

Fannie habló también a los congregados de cómo los hombres y mujeres negras era sometidos diariamente a actos de violencia si persistían en su deseo de votar, y les habló de vejaciones, y de disparos e incendios…

Fannie, en el momento quizá más emotivo de su alocución, preguntó si esta América de la que ella les hablaba era esa patria de los hombres libres, ese hogar de los valientes, en el que sus oyentes creían.

En Washington, mientras tanto, el presidente Lyndon B. Johnson, consciente de la inmensa fuerza que tenía el discurso de Fannie, trató de evitar que las cadenas de TV siguieran retransmitiéndolo y para ello convocó a toda prisa una improvisada rueda de prensa, pero fue en vano. Muchas cadenas de TV emitieron íntegramente y en diferido el discurso de Fannie en horario de máxima audiencia y lo que pasó después es ya historia. La mujer que estaba enferma y cansada de estar enferma y cansada, sólo con la fuerza de su discurso, había cambiado la conciencia de muchos norteamericanos y probablemente la historia de la democracia en su país.

Hoy, sin embargo, he visto cómo un hombre que tenía la oportunidad de dirigirse no sólo a los representantes de la nación sino a la nación en su conjunto, despachaba el trámite con la misma pasión con que un registrador de la propiedad escribe una nota marginal en la hoja de un registro. Y he pensado en Fannie y en como ella no habría dejado pasar una oportunidad como esa para hablar de las cosas en las que creía, para tratar de cambiar conciencias, para señalar el camino. Y he pensado en cuántos votantes con muchas cosas que decir han sentado en esa cámara a personas que, llegado el momento, acaban no diciendo nada, ni sintiendo nada, ni, aparentemente, creyendo en nada; o, al menos, creyendo de forma tan tibia que pareciera que la posibilidad de dirigirse a la nación fuese poco más que un trámite burocrático para ellos.

Hemos hecho de la democracia un rito obsceno, da la sensación de que quienes nos gobiernan no creen en la fuerza de la democracia, da la sensación de que hay en ellos antes un sucedáneo de políticos que autenticidad.

Por eso me acordé de Fannie, porque prefiero la pasión y la verdad de una mujer enferma y cansada de estar enferma y cansada al cansino y enfermo discurrir de nuestras instituciones.