Las éticas protestante y católica y las Américas

Es un lugar común afirmar que los países anglosajones experimentaron un mayor desarrollo industrial durante el siglo XIX debido a la nueva ética protestante desarrollada en ellos a partir de la Reforma de Lutero y que les hacía superiores al resto de los países anclados en la ética propia del catolicismo.

Seguramente fue el sociólogo, economista, jurista, historiador y politólogo alemán, Max Weber quien en su obra «La ética protestante y el espíritu del capitalismo» (en alemán: Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus) dio carta de naturaleza a esta forma de pensar. En este libro Max Weber explica el surgimiento de la ética protestante en la incomodidad psicológica que la Reforma de Lutero producía en sus seguidores. La Iglesia católica aseguraba la salvación a las personas que aceptasen los sacramentos de la Iglesia y se sometiesen a la autoridad eclesiástica. La Reforma, en cambio, había eliminado efectivamente tales garantías. Desde un punto de vista psicológico la persona protestante promedio tuvo dificultades para «ajustarse» a esta nueva cosmovisión.

Según Weber, en ausencia de tales garantías por parte de la autoridad religiosa, los protestantes comenzaron a buscar otras «señales» de que eran salvos. Calvino y sus seguidores, además, enseñaron una doctrina de doble predestinación en la que, desde el principio, Dios escogió a algunas personas para salvación y a otras para condenación. Como pueden imaginar esta doctrina de la predestinación y la incapacidad del ser humano de influir en la propia salvación presentó un problema muy difícil para los seguidores de Calvino. Incluso dudar de que uno mismo fuese uno de los elegidos para la salvación era en sí misma un indicio de no ser salvo, por lo que se convirtió en un deber absoluto creer que uno era uno de los elegidos para la salvación: la falta de confianza en uno mismo era evidencia de una fe insuficiente y un signo de condenación. Así pues, la confianza en uno mismo reemplazó a la seguridad sacerdotal de la salvación que ofrecía la Iglesia Católica y se generaron éticas diferenciables entre los seguidores de ambas doctrinas.

Para los protestantes el éxito mundano se convirtió en una medida de esa confianza en uno mismo que era indicio de encontrarse entre los elegidos y esto tuvo efectos muy importantes.

Según esta nueva ética surgida de las docgrinas protestantes, un individuo estaba obligado religiosamente a seguir una vocación secular con tanto celo como le fuera posible y esto, claro, facilitaba —junto con una determinada forma ascética de vida— la acumulación de capital. Por otro lado, la doctrina luterana de la salvación por la fe sin necesidad de obras, hizo que la donación de dinero a los pobres o caridad fuese generalmente mal vista, ya que se consideraba que fomentaba la mendicidad, condición social esta de mendigo que se percibía como pereza, una carga para el prójimo y una afrenta a Dios porque, al no trabajar, uno dejaba de glorificar a ese mismo Dios.

Con estas claves puede usted comprender el ambiente social de las novelas de Charles Diciens o la actitud de los colonos ingleses en Norteamérica hacia los indígenas. Si el éxito profesional es indicio de salvación no es difícil concluir que la virtud está del lado de quienes tienen éxito profesional y que los pobres lo son precisamente por su falta de fe o de virtud; ni que decir tiene que los indígenas «salvajes» no estaban llamados de ningún modo a la salvación.

Y fue según Max Weber esta ética la que propulsó el mayor desarrollo de las naciones donde el protestantismo había calado, una idea que, como dije al principio, muy a menudo se acepta sin discusión.

A mí me gusta pensar en que, de otro lado, la «inferior» ética católica, adherida a la interpretación tradicional emanada de la jerarquía eclesiástica, seguía operando en el resto de América con sus principios de que la fe sin buenas obras no era suficiente para la salvación, de que la caridad (dar de comer al hambriento, dar de comer al sediento…) era una virtud y no una práctica innecesaria y sobre todo de que la salvación o condenación no estaba escrita sino que dependía de nuestras acciones. Esa «inferior» ética católica seguramente no facilitó la acumulación de capitales pero tampoco deshumanizó al pobre o al indígena y el resultado fueron dos Américas: una América segregada, de razas y clases sociales separadas (protestante) y una América mestiza, de razas entremezcladas mayoritariamente católica.

A veces pienso en esto y no lo hago tanto por averiguar si la ética protestante o católica fueron decisivas en el desarrollo del capitalismo sino porque me preguntó cuál de ambas éticas permitiría la convivencia y la vida feliz de los seres humanos en un mundo futuro.

Yo lo veo claro aunque igual es por mi sustrato cultural hispano: prefiero un mundo mestizo a un mundo segregado, prefiero un mundo donde todos se reconozcan dignidad («divinitas») a un mundo donde esa dignidad sólo se encuentre al alcance de una raza o de una clase social. No creo que ningún supremacismo pueda asegurar la vida en el planeta por más que ofrezca algún beneficio económico a corto plazo.

Y, dicho sea de paso, eso de que la ética protestante está en el origen del nacimiento del capitalismo pues… francamente, a estas alturas es más que discutible. Pero esa es otra historia.

¡Viva México, cabrones!

Cada uno tiene sus momentos favoritos de la historia y, como no, yo también tengo los míos.

Uno de los que me resultan más inspiradores ocurrió el día 13-águila del año 1-caña (23 de septiembre de 1519) cuando los nobles tlaxcaltecas ofrecieron a Cortés cinco mujeres.

Nos han contado mal la historia. Quienes la cuentan de un lado pintan a los tlaxcaltecas como unos salvajes que entregaban a sus mujeres como si fuesen mercancía y del otro se subraya la verriondez de Cortés y sus extremados extremeños.

Sí, nos han contado mal la historia.

Del mismo modo que en España la boda de una reina (Isabel) y un rey (Fernando) unió dos reinos hasta entonces independientes en la impecable lógica tlaxcalteca la intención era la misma.

«Casaos con estas mujeres y a partir de este momento vosotros y nosotros seremos familia y los hijos que nazcan ya no serán extraños sino hermanos».

Y así fue, las cinco mujeres —previo bautismo naturalmente— se casaron con capitanes de Cortés y esos matrimonios fueron estables y felices, muy lejos del comercio carnal con que historiadores poco informados han querido pintar el asunto.

Esta idea de fundir ambos pueblos y hacer de las nuevas generaciones mestizas un pueblo de hermanos funcionó maravillosamente, tanto que hoy, si México es algo, es ese país afortunado donde europeos e indígenas comparten su sangre. Si existe una «raza cósmica» como pretendió algún nacionalista es esta que hace a todos los seres humanos iguales.

A partir de aquel momento Castilla y Tlaxcala formaron un equipo imbatible. Sí te molestas en leer los textos, cuando Cortés marcha a Tenochtitlán a encontrarse con Moctezuma viaja acompañado de miles de guerreros tlaxcaltecas que son quienes infunden el miedo a los mexicas. Moctezuma no tiene ningún problema en dejar entrar a Cortés y sus castellanos en Tenochtitlán pero no a los tlaxcaltecas. Cortés, que sabe que no es nadie sin ellos, presiona y presiona hasta conseguir que Moctezuma le permita ser acompañado por una guardia de varios cientos de imponentes guerreros de Tlaxcala.

Este patrón de conducta se repetirá en Cortés con otros pueblos de forma que, cuando Castilla y Tlaxcala atacan Tenochtitlán ningún pueblo indígena quiere ayudar a los mexicas. Totonacas, cempoaltecas, mayas… Todos pelean con Cortés, un Cortés que no quiere volver a la vieja España, que quiere vivir y morir allí entre esos que le propusieron un convenio que cambió la historia:

«Casaos con estas mujeres y a partir de este momento vosotros y nosotros seremos familia y los hijos que nazcan ya no serán extraños sino hermanos».

Hoy esa España 2.0, esa España Reloaded y con esteroides que es México es ese pueblo de hermanos que un día quisieron los tlaxcaltecas. Y con Tlaxcala y el resto de los indígenas de la mano los novohispanos tomaron las islas Filipinas (sí, las islas Filipinas eran una capitanía de México) y hasta dominaron comercialmente todo el oriente de Asia haciendo del «Real de a Ocho» o «Peso fuerte» la primera divisa internacional. Para 1800 sólo París o Londres podían compararse con la ciudad de México. Ese sueño tlaxcalteca de «mezclémonos y seamos hermanos» cambió el mundo y dio origen a esa nación admirable que hoy llamamos México.

Ahora yo tendría que ponerles el «Huapango de Moncayo» y hacerles gritar eso de «¡Viva México, cabrones!», pero sospecho que en España nada de esto interesa demasiado y en México tienen una visión inventada donde los tlaxcaltecas no pasan de ser unos traidores a la patria (¿a qué patria, a esa que asesinaba veinticinco mil personas al año?) y donde difícilmente se reconocerá que inspiraron una epopeya virtualmente inigualable entre los pueblos del mundo. Una epopeya nacida de una idea genial: seamos mestizos, seamos hermanos.

Hoy México es un país que comparte un 45% de sangre europea, un 50% de sangre indígena y un 5% de sangre afroamericana, un país que descubrió algo que el mundo aún no ha entendido, la genialidad tlaxcalteca.

Y ahora sí ¡Viva México, cabrones!

Faltan 9 días para el 12 de octubre y estoy seguro que todavía está casi todo por descubrir.

De todas partes un poco

Los seres humanos manifestamos una perceptible inclinación hacia la «pureza» y es comprensible, percibir sabores puros (dulce, salado, amargo, umami…) es más sencillo que distinguir todos los complejos matices de un plato de alta cocina.

Sin embargo, los seres humanos somos mestizos, irremediablemente mestizos y en ese mestizaje está nuestra grandeza. Ocurre, sin embargo, que, a los imaginadores de identidades, siempre les han gustado más las identidades puras que las mestizas.

Fíjense, por ejemplo, en el caso de México. Las últimas pruebas de ADN realizadas entre la población mexicana demuestran que el 50% de sus genes son americanos mientras que algo más del 45% son europeos, el pequeño porcentaje restante corresponde a ADN de origen africano y, en mucha menor medida, a otros orígenes. Esta mezcla, curiosamente, se da incluso en las comunidades más aparentemente «indígenas» del país.

En España, recientemente, se ha descubierto que nuestro ADN por vía paterna es de origen indoeuropeo porque, en algún momento del pasado, este pueblo —cuyo idioma está en el origen de casi todas las lenguas europeas— llegó a la península y acabó con la población masculina autóctona mezclándose con la femenina.

No imagino a ningún español (aunque siempre hay una mata para un tiesto) reivindicando su pasado autóctono y tratando a esos malvados indoeuropeos como repugnantes invasores. Somos sus hijos, es la historia, no podemos ni debemos hacer nada a estas alturas.

Y si genéticamente todos los seres humanos somos mestizos, también lo somos culturalmente aunque, como en el caso de los sabores, seamos incapaces de distinguir la procedencia de cada uno de los millones de matices que componen nuestra cultura.

Hoy mientras contaba una anécdota de hace años he hablado del posible origen carthaginés del nombre de Barcelona. Ha sido una boutade.

Los rastros fenicios en la toponimia mediterránea (y recordemos que los carthagineses eran fenicios) son numerosísimos como lo son los rasgos culturales y religiosos. Me explico.

Los fenicios dieron al mundo una de las invenciones más admirables de la especie humana: el alfabeto. Mientras egipcios y mesopotámicos usaban complejos sistemas silabario-ideográficos los fenicios utilizaban un sistema sencillo de signos que representaban sonidos. El sistema era tan simple que incluso prescindían de escribir las vocales comprendiendo que la carga semántica de las palabras está en las consonantes y no en las vocales. Compruébenlo.

Si yo escribo «BRCLN» usted no tardará en entender que muy probablemente estoy refiriéndome a BaRCeLoNa; sin embargo, si escribo solo las vocales «AEOA», sospecho que usted jamás podrá estar seguro de lo que quiero decir. Es por eso que los fenicios decidieron escribir sin vocales y, a día de hoy, lenguas como el hebreo, el árabe y en general las lenguas semitas, siguen escribiendo sin vocales, aunque con el tiempo han ido incorporando signos especiales.

Esta incorporación se debe a que, cuando no conocemos el sonido de la palabra escrita, podemos entenderla pero no estamos seguros de como la pronunciamos lo que puede dar lugar a dudas; pongamos el ejemplo que me vino a la cabeza cuando pensé en Barcelona.

Al general carthaginés Amílcar le apodaban «Barca», según los textos que nos han llegado pero ello no es exactamente así. Un carthaginés sólo usaría consonantes que, transliteradas, serían «BRC». Pero ¿cómo suena BRC?.

Por los textos cananeos, fenicios, hebreos y arameos sabemos que «BRC» significa algo así como «rayo» pero en los textos antiguos encontramos esta secuencia BRC con muchas y diferentes pronunciaciones; así, por ejemplo, encontramos en la Biblia al profeta BaRuC, discípulo de Jeremías, pero BRC también se puede pronunciar BaRCa o puede dar lugar a un nombre famoso en los Estados Unidos actuales BaRaK (Obama). El alfabeto fenicio y su familia de alfabetos afines (hebreo, arameo, árabe…) era eficaz pero si las palabras no se pronunciaban podía olvidarse su significado y este es el caso del nombre de Dios cuyas consonantes conocemos perfectamente (YHWH) pero, al no pronunciarse su nombre, a día de hoy desconocemos cómo se pronuncia en realidad de forma que, poniendo las vocales de nuestra preferencia, lo mismo nos sale YaHWeH que YeHoWaH.

La falta de consonantes no sólo provoca dificultades de pronunciación sino que, a veces, genera ambigüedades. La secuencia MLK significa habitualmente «rey» y encontrarán numerosos ejemplos en la literatura antigua, por ejemplo en la Biblia en personajes como MeLKisedek, abiMeLeK, o en Fenicia con dioses como MeLKart, el cual, literalmente traducido, significa «el Rey» (MLK) «de la ciudad» (KRT). Sin embargo, al menos en torno al año 900AEC MLK (pronunciado MaLaK) significa también «caravana» de forma que si llega una MLK a Israel desde el Reino de Saba, tendremos dudas de si lo que llega es una caravan o una reina ¿me siguen?.

Estas ambigüedades las solucionaron los griegos utilizando como vocales las letras del alfabeto fenicio que no se usaban en griego y así, el alfabeto fenicio con unos cuantos retoques griegos pasó a ser el alfabeto sobre el que la mayor parte de la humanidad ha construido su cultura. Hebreos y árabes solucionaron las ambigüedades usando de pequeños signos que aclaran exactamentea pronunciación y fue así como los viejos judíos masoretas nos transmitieron los textos más cercanos al Antiguo Testamento que aún hoy usamos.

Pero los fenicios siguen aquí, si miras el nombre ze mi ciudad KRT HDST verás la secuencia KRT que significa ciudad y que ya vimos en MeLKaRT (el dios). HDST significa «nueva» y esa H de HaDaST es la que yo, por puro amor a mi ciudad y su historia, mantengo al escribir Carthago o Carthaginés.

La secuencia KRT la encontrarás en muchos lugares del Mediterráneo como también encontrarás la secuencia GDR (la «muralla», el «muro») que da nombre a la lugares como Gadir (Cádiz), Agadir, etc.

Los fenicios, los cananeos, viven entre nosotros y hasta el dios padre cananeo «El» sigue presente en los nombres que llevamos los españoles (MiguEl, RafaEl, GabriEl, Elias…) y las españolas (IsabEl, Elisa…). Ángeles, Leviathanes, infiernos y demás ideas cananeo-mesopotámicas siguen viviendo entre nosotros aunque somos incapaces de distinguirlas y es que son ya tan parte de nosotros que somos hijos de ellas.

Somos irremediablemente mestizos y si hubiésemos de señalar dónde está nuestra patria —la tierra de nuestros padres— probablemente habríamos de señalar a todas las partes del mundo.