Y nos convertiremos en historias

Es jodido encontrarle sentido a esta tragicomedia cuyo final conocemos de antemano y a la que llamamos vida.

Sabemos que no queremos morir pero al mismo tiempo sabemos con total certeza que moriremos y, de esa frustrante contradicción insoluble, nacen algunos de los más sofisticados (y sofísticos) razonamientos de los seres humanos sobre la vida y la muerte, así como algunas de las conductas más inequivocamente humanas de nuestra especie.

Creo que fue Aristóteles quien sugirió que el instinto reproductivo de los seres humanos obedecía a esa pulsión por la búsqueda de la inmortalidad; según él —si es que fue él quien lo dijo— de alguna forma nuestra vida se prolongaba en la de nuestros hijos, afirmación esta que habría satisfecho sin duda a Richard Dawkins quien vería de esta forma abonadas las tesis que mantiene en su libro de imprescindible lectura «El Gen Egoísta».

Yo en cambio veo toda esta cuestión de forma, digamos, más literaria.

En el fondo no somos más que memoria. Sabemos quien somos porque nos acordamos, sabemos quiénes son nuestros padres, cómo fue nuestra infancia y hasta nuestro propio nombre simplemente porque nos acordamos. Somos como los personajes de una novela no más que un conjunto de recuerdos que están presentes en el instante actual. Si pudiésemos retirar la memoria de un ser humano estoy convencido de que al mismo tiempo le retiraríamos su identidad.

Vivimos en nuestra memoria pero los demás también viven en ella. Sabemos que nuestros amigos viven porque los recordamos y porque los recordamos distinguimos a unos de otros. Mientras no nos digan que tal amigo ha muerto lo recordamos vivo y está para nosotros tan vivo como lo estuvo siempre. Todo es real para nosotros mientras habite en nuestra memoria y es por eso que, como planteaba Borges, Don Quijote y Cervantes pueden ser ambos personajes tan reales el uno como el otro a pesar de que Alonso Quijano fuese solo un personaje de ficción. La muerte igualó a Cervantes y a su personaje, hoy los dos viven de igual forma en esta memoria.

Seguramente por eso dijo Quevedo aquello de «no importa cuánto se vive sino de qué manera», porque aquel canalla tan bien dotado para la literatura, sabía que al final la única forma de inmortalidad es la que da la memoria de los hombres, que mientras vivamos en ella no nos extinguiremos aunque, como Cervantes y Don Quijote, vivamos ya sólamente en el mundo de la ficción.

Seguramente por eso autores sabios escribieron hace tiempo que la vida es el proceso mediante el cual los seres humanos nos convertimos en historias.

El sueño del paramecio

Últimamente pienso mucho en el paramecio y en sus peripecias vitales.

Sí, como lo oyen, la vida de este animal unicelular, cazador sin cerebro ni sistema nervioso pero de intensa y compleja vida sexual, me resulta apasionante. Si usted no conoce al paramecio está usted perdiendose un capítulo esencial de la vida, la filosofía y hasta de la teología, así que, por su bien, siga leyendo.

Creo que, de principio, podemos estar todos de acuerdo en que el paramecio no es un animal que tenga conciencia de su individualidad; carente de nada parecido a un cerebro, cuesta trabajo imaginarlo realizando profundas reflexiones filosóficas sobre el yo, el ello, el ser y la nada. Si ya es difícil observar ese tipo de reflexiones en la mayoría de los seres humanos, creo que podemos estar de acuerdo en que el paramecio tampoco debe de gastar mucho tiempo en esto, aunque…

Si observamos cazar al paramecio podemos llegar a la conclusión de que tiene una clara percepción de sí mismo porque, cuando crea flujos de agua con sus cilios para atraer bacterias a su boca, cuida muy mucho de acercarlas precisamente a «su» boca y no a la de ningún otro paramecio, lo cual implica que, de alguna manera, se distingue a sí mismo de los demás. Del mismo modo, cuando decide reproducirse sexualmente y «conjugarse» con una paramecia, cuida de ser él y no otro el que conjugue el verbo en todos los tiempos y modos precisos, lo que debe llevarnos al convencimiento de que el paramecio prefiere conjugar en primera persona (yo) que ejercitarse de sujetavelas o carabina paramecial.

Llegados a este punto debo aclarar que usar el lenguaje con desdoblamiento o tripartición es tan erróneo como innecesario en este asunto: ni hay paramecios, ni paramecias, ni paramecies… Aquí todos son iguales y cuando se conjugan (así se llama técnicamente a la coyunda en el mundo paramécico) no existe eso que los científicos llaman el «dimorfismo sexual». Podemos pues, apartar nuestros obsesivos problemas político-sexuales de la vida del paramecio y centrarnos en lo que de verdad nos importa:

¿De dónde le vienen las ganas de coyunda al paramecio? ¿por qué el paramecio, cuando caza, lo hace según las enseñanzas de Juan Palomo y caza para él y no para otro? ¿tiene acaso el paramecio conciencia de su individualidad o solo lo parece?

Antes de profundizar en las costumbres gastronómico-sexuales del paramecio es importante que sepamos cómo la naturaleza y la vida resuelven los problemas que se le plantean,
pues, muy a menudo, interpretamos muy mal la forma en que lo hacen. Trataré de poner un ejemplo.

Cuando los seres humanos decimos «para» la naturaleza suele decir «porque» y en general ese «porque» tiene que ver con el asunto de la coyunda. Veamos. Cuando un ser humano ve el largo cuello de la jirafa suele pensar: «tiene largo el cuello para alcanzar las hojas altas de los árboles». La naturaleza, en cambio —y suponiendo que el cuello largo tenga algo que ver con las hojas altas— «pensaría» de otro modo: «tiene largo el cuello porque sus padres, al tener largo el cuello, comieron las hojas altas de los árboles y pudieron reproducirse mejor y sacar adelante a sus crías que, como eran descendientes de animales de cuello largo, heredaron esta característica».

La naturaleza, pues, no planea nada ni piensa nada, la naturaleza funciona a base de replicación, herencia y mutación; propone una multitud de soluciones y es el mayor o menor éxito replicativo de cada una de ellas la que determina el resultado final. A esto se le llama «algoritmo genético», una forma de resolver problemas cada vez más imitada por los algoritmos de computación. La coyunda como «deus ex machina» de la vida y la evolución.

Y ahora volvamos a estudiar la vida sexual del paramecio. Y no es que a mí me atraiga mucho la biología kamasutricoparamecial pero, del mismo modo que «Dios se oculta en los pucheros» según decía Santa Teresa, tengo para mí que igual pueden ocultarse en la vida y costumbres del paramecio respuestas teológicas o filosóficas de calado.

Porque vamos a lo que vamos: ¿por qué los paramecios cazan para sí?

Un ser humano respondería que porque es su instinto, la naturaleza seguramente nos diría que porque son descendientes de paramecios que también cazaban para sí.

—Oiga ¿Y por qué no pueden ser descedientes de paramecios que no cazaban para sí?

—Hombre, no me fastidie, los paramecios que no cazaban para sí no comían y a los muertos de hambre la cosa de reproducirse se les pone muy cuesta arriba. Cazar para otro era una estrategia incorrecta en el entorno paramecial de forma que los paramecios que sobrevivieron y se reprodujeron fueron los que cazaban para sí… Sus descendientes heredaron este rasgo y ahora todos los paramecios cazan para sí. ¿Significa eso que los paramecios diferencian el yo del tú? Aparentemente pueden parecer tener conciencia del «yo» pero no se equivoque usted, es un rasgo heredado, el paramecio no es que caza para él porque tiene conciencia del yo, es que el paramecio es así, no le dé vueltas.

—Oiga ¿Y la coyunda sexual?

—Pues le diré, en primer lugar, que los animales que no se dan a la coyunda se extinguen, de forma que puede usted dar por seguro que todas cuantas formas de vida pueblan el planeta son hijas de eso que llamamos «reproducción» de forma que, siendo hijos suyos como somos, habremos heredado de ellos la afición a la coyunda… Y, si no la hemos heredado, no pasa nada, como no nos reproduciremos la próxima generación está garantizado que sentirá una irrefrenable inclinación por el asunto reproductivo.  En segundo lugar debo aclararle que el paramecio no solo se reproduce mezclando sus cromosomas con otro paramecio, también puede reproducirse asexualmente por fisión binaria o mitosis, como muchos otros organismos unicelulares, pero esto hace que la descendencia presente menor variabilidad cromosomática que la derivada de la «conjugación» (reproducción sexual) donde se mezclan en la coctelera cromosomas de dos orígenes distintos…

—¿Y qué ventaja tiene esto?

—Pues que las posibilidades de generar nuevas propuestas de solución a través de la reproducción sexual son mayores ya que las combinaciones cromosomáticas posibles aumentan, de forma que las posibilidades de encontrar soluciones para adaptarse a entornos cambiantes aumentan también… Pero, escúcheme, que tampoco es que la naturaleza haya «pensado» eso, simplemente la reproducción sexual tuvo en determinados entornos un éxito reproductivo notable. Nosotros, los seres humanos, descendemos de seres que, como el paramecio, tuvieron éxito mezclando sus cargamentos genéticos y por eso hemos heredado esta afición a las «conjugaciones».

—Vale, vale, pero ¿a dónde quiere usted llegar con todo esto?

—Pues, me crea o no, yo con todo esto quiero llegar a la creencia humana en el alma.

—Está usted como una chota.

—No le diré yo que no.

Idéntica percepción del «yo» como individuo diferenciado de otros que el paramecio van teniendo otros animales, digamos, más complejos como peces, reptiles, mamíferos e incluso… el ser humano.

Mire, desde aquel primer organismo vivo del que descienden todos los seres vivos y al que los científicos llaman «LUCA» (Last Universal Common Ancestor) hasta el ser humano más inteligente y aerodinámico de la actualidad, todos, absolutamente todos los seres vivos habidos entre él y nosotros, han sido seres vivos que se han reproducido, lo que hace que en los genes de todos los seres vivos del mundo esté escrita esa instrucción de replicarse. Si algún ser vivo carece de ella simplemente no se reproduce y esa inclinación, ese rasgo, no es transmitido a la siguiente generación. Del mismo modo y dado que para reproducirse hay que estar vivo somos descendientes de seres que procuraron sobrevivir al menos hasta el momento de reproducirse de forma que esa percepción del yo, primitiva en el paramecio, está también inscrita en el pez que huye del depredador o el ciervo que compite con otro ciervo por reproducirse.

¿Somos pues algo distinto de lo que la evolución ha hecho de nosotros?

Seguramente es duro de creer pero sospecho que nuestra conciencia de ser un individuo y no un mero conjunto ordenado de moléculas autorreplicantes no es más que una ficción creada en nosotros por la propia naturaleza; una ficción útil para preservar nuestra vida y para tener éxito reproductivo pero, con mucha probabilidad, esa percepción autoevidente a la que llamamos «yo» no sea más que una ilusión. Es verdad que las ilusiones existen y no son irreales, pero sospecho que se acaban cuando despertamos del sueño de la vida.

Desde antiguo muchos filósofos griegos, teólogos orientales, sacerdotes egipcios, gurús hindúes o monjes budistas han predicado un dualismo materia-espíritu que choca con esta visión unitaria de los seres vivos que ahora traigo ante ustedes para su consideración.

Pero ¿qué pasaría si esa dualidad tan asentada no existiese y los seres vivos, incluidos los seres humanos, fuesen una realidad sólo comprensible de forma unitaria?

La vida, la muerte, el alma y el cuerpo tendrían entonces sentidos muy distintos de los generalmente admitidos y nuestra actitud ante las grandes preguntas cambiaría radicalmente.

Y todo por culpa de la actividad sexual del paramecio.

Hay que joderse.

Muerte, corazón…

Sabes cómo te llamas porque lo recuerdas. Una vez, cuando eras niño, te dijeron cuál era tu nombre y mientras no lo olvides seguirás siendo esa persona. Sabes dónde estás porque lo recuerdas; entre las cuatro paredes de tu casa la ciudad en que estás es indiscernible pero recuerdas donde vives y, mientras no lo olvides, podrás decir a los demás dónde encontrarte. Entiendes lo que estás leyendo ahora porque lo recuerdas: recuerdas el sonido de cada letra que ves y recuerdas el significado de los sonidos que forman las palabras; mientras no los olvides podremos entendernos.

En realidad, toda tu vida, tú mismo, es toda ella un recuerdo. Somos lo que recordamos que somos y los demás existen también porque los recordamos. Sabes que tu madre, tu hermana o tus hijos viven porque, aunque no estén a tu lado, los recuerdas; recuerdas como contactar con ellos, recuerdas sus caras, sus nombres, sus historias…

Sí, en realidad todo es recuerdo, todo es memoria y por eso nadie muere en verdad sino hasta que le llega el trágico momento del olvido. Si no supieses que tus seres queridos han muerto les recordarías vivos y estarían perfectamente vivos para ti; es por eso que muchas personas no quieren recordar muertos a quienes fallecen sino llenos de vida; y hacen bien.

Los seres humanos somos una extraña mezcla de tierra y memoria. Vivimos en la memoria de los demás y sólo el olvido acaba con esta extraña realidad que es la existencia humana.

¿Y por qué les cuento hoy esto?

Verán, la hija de un amigo acaba de aprobar su «proficiency» en japonés, una muchacha joven, guapa y lista, y se me ocurrió preguntarle cómo era el kanji con el que se escribía en japonés la palabra «olvidar»; me quedé estupefacto cuando me dibujó un ideograma que incorporaba —según ella me explicó— las palabras «corazón» y «muerte» y pensé que era una civilización sabia la japonesa y que había sabido condensar en un único símbolo el significado profundo del olvido.

La chica me dibujó la palabra en un papel —wasu reru— y ahora, ese recuerdo, ya es parte de mí mismo. Gracias muchacha.