La ministra cofrade

España es un estado aconfesional, no existe ninguna religión oficial del estado y rige el principio de libertad religiosa. Conforme a tales principios el estado no debe inmiscuirse en actividades religiosas de ninguno de los cultos existentes y permanecer ajeno a ellas.

Ocurre sin embargo que España no es un país surgido de la nada pues nuestro país, España, ha sido un estado de fuerte tradición católica y donde muchas de nuestras costumbres están permeadas por tradiciones de naturaleza religiosa y la Semana Santa es una de ellas.

Con el advenimiento de la democracia se cuestionó la legalidad de la presencia de corporaciones públicas en manifestaciones de naturaleza religiosa y, en virtud de las primeras y vacilantes interpretaciones de las relaciones iglesia-estado muchas situaciones en que el estado intervenía en, por ejemplo, procesiones se redujeron drásticamente. Finalmente la jurisprudencia fijó una entente lógica y razonable que, básicamente consistía en que, para que una corporación pública pudiese participar en una manifestación religiosa, se exigían tres requisitos:

Primero. Que la participación de la corporación pública en esa manifestación tuviese una tradición acreditada. Así, por ejemplo, en Cartagena el piquete de la Infantería de Marina escolta al tercio y trono de San Pedro porque es tradición inveterada y todos lo sabemos.

Segundo. Que dicha participación tenga algún mínimo enlace lógico con la manifestación religiosa en que se produce. Así por ejemplo en muchas procesiones de el Entierro de Jesús la corporación municipal marcha tras el trono del Santo Entierro.

Tercero. Que la presencia de la corporación pública en la manifestación religiosa en ningún caso tenga una finalidad proselitista ni de superioridad del credo en que se produce.

Y digo todo esto porque hoy, mirando el Timeline de twitter de la Ministra de Justicia Pilar Llop la veo en Sevilla haciéndose fotos en todo tipo de acto religioso. Y me rechina.

Porque, que yo sepa, no existe una tradición acreditada de presencia de los Ministros de Justicia en tales actos ni veo conexión lógica entre la presencia de la ministra y el acto, a salvo de… La pura propaganda electoral.

Hoy la Ministra se ha hecho unas fotos en Sevilla con «La Estrella» una virgen a la que los sevillanos conocen con la advocación de «La Valiente» y he reparado que, si Pilar Llop, miembro de un gobierno especialmente vinculado con la llamada memoria histórica, conociese la historia de por qué a La Estrella la llaman «La Valiente» quizá hubiese hecho bien ahorrándose la visita.

A esta virgen se le llama «La Valiente» porque en 1932 —si no recuerdo mal— tras la quema de iglesias e imágenes habida en Sevilla muchas hermandades decidieron cancelar su salida en la semana santa de ese año. Pero en la calle de San Jacinto, en Triana, esta hermandad decidió salir a pesar del riesgo. Y salió y entró en Sevilla por el Altozano.

A su paso se le arrojaron objetos, hubo tensión y miedo, pero para cuando la Estrella entró en Campana la calle era un clamor de vítores. De vuelta a su barrio volvió la tensión y hasta se disparó contra el paso.

Yo no estaba allí, obviamente, pero como me lo contaron te lo cuento y esta es la historia que corre por Sevilla con pocas variantes.

Hoy la ministra y muchos otros ministrillos y ministrables, concejalillos y concejalables de todos los partidos andan por España buscando un paso o trono que les garantice una imagen amable que difundir por las redes sociales y a mí todo eso me suena a la muy pascual figura de los hipócritas fariseos.

Los hermanos mayores de las cofradías tampoco ponen coto a esta pasarela cibeles política primaveral; a ellos esto le gusta, se dan tono, sacan barriga.

Si el lunes de pasión se conmemora la violenta expulsión de los mercaderes del templo a latigazos, igual este año debiera recordarse por los hermanos de las cofradías y aplicarlo a los políticos de todos los partidos —todos, que a la derecha también le gusta y mucho el puchero— que acuden a las iglesias a hacerse publicidad electoral.

Ya, ya sé que todos pueden decir que van a título particular, pero la cara de una ministra resulta inescindible de su cargo.

Me horrorizó ver a Catalá (PP) con la varita en la mano besando cruces en una procesión y me horroriza ver a Pilar Llop (PSOE) ministra de justicia manejando el llamador para ordenar que los costaleros levanten el paso.

Sí, pueden ir a título particular, pero cuando alguien va a la procesión a título particular y no a convertir en un acto electoral una tradición confesional lo ha de hacer como en Sevilla está mandado: con la cara tapada y desde tu casa a la iglesia por el camino más corto, pero, en estas condiciones, las procesiones no le interesan a ningún político.

Los jueces amenazan huelga, los funcionarios de justicia amenazan huelga, los abogados de oficio trabando en régimen de esclavitud y la ministra, en lugar de ordenar esta pasión según san Mateo que es la justicia española, se va a tomarse fotos con olvido de cuál es el papel que debe jugar un cargo público en una manifestación confesional.

Ni es el momento, ni es la ocasión, pero para los políticos cualquier momento, cualquier motivo y cualquier medio es bueno para ganar unos votos.

No puedo con ello.

Habladme del futuro

Pronto entraremos en año electoral y los políticos de nuestro entorno comenzarán a gritarnos desde los medios de comunicación que el futuro les preocupa.

Pero es mentira.

Del futuro solo les interesa su suerte electoral, ganar o mantener su cargo, porque, por lo demás, el futuro es un espacio vacío para ellos.

Dicen que les preocupa nuestro futuro, pero es mentira; carentes de toda imaginación los candidatos sólo son capaces de llenar el futuro con frases estereotipadas y ajenas a toda concreción… «Contra el paro fomentaremos el empleo», «queremos «lo mejor» para nuestra ciudad», «nuestra ciudad es lo único importante»… Y así hasta llenar de vacío discursos interminables, tan absurdos y huecos como las declaraciones de un delantero centro tras un partido de fútbol.

Lo que a ellos les gusta no es el futuro, sino el pasado; les gusta el pasado porque no han de hacer esfuerzo alguno para inventar nada, el pasado está lleno de historias que ellos pueden seleccionar a su gusto hasta construir el pasado que les interesa. Con él nos irritan, nos adulan, nos adormecen la razón y, si alguien les critica su irremediable adicción al pasado, responden eso de que «el pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo». Y es por eso por lo que, para que no olvidemos, ellos nos repiten su pasado, el pasado que ellos mismos han construido espigando de aquí y de allá los hechos, reales o inventados, que convienen a sus intereses electorales.

Es por eso también por lo que, cuando un político comienza a hablar de historia, dejo de escucharle. Me gusta la historia y dedico muchas horas de mi vida a escuchar a historiadores hablar de historia y es por eso que sé que, cuando un político me habla de historia, lo mejor que puedo hacer es dejarle hablando solo.

De los políticos no espero que me hablen del pasado, sino del futuro, de ese espacio vacío y sin escribir que hay ante nosotros y en el que pasaremos el resto de nuestra vida. Y es ahí donde me desespero porque, cuando repaso la «obra literaria» de todos estos políticos ágrafos que me rodean, adquiero la certeza de que, quienes son incapaces de escribir sin contratar a alguien que lo haga por ellos, jamás podrán escribir un futuro que merezca la pena ser vivido, de hecho no serán capaces de escribir futuro alguno y simplemente dejarán que la sociedad lo escriba viendo desde su sillón cómo el mundo evoluciona a pesar de ellos. Y lo harán cobrando, naturalmente.

Necesitamos soñar futuros colectivos, necesitamos empresas que realizar juntos, necesitamos definir objetivos para trazar luego los caminos que nos llevarán a ellos. Si te vas a presentar a una elecciones no me hables de lo que fue, mejor cuéntame lo que sueñas.

Y escríbelo, pero escríbelo tú.

El pensamiento enajenado

En política discrepar es una acción inadmisible.

Los votantes, en España, tradicionalmente han castigado la desunión en los partidos y por eso en estos no se admiten discrepantes; si alguien piensa algo distinto de lo que piensa la cúpula dirigente sabe que no tendrá lugar en el partido y será condenado al ostracismo.

Es por eso también que, quienes desean triunfar en un partido, saben que, antes o después, deberán dimitir de la facultad de pensar por sí mismos y que deberán abdicar también de la libertad de decir lo que piensan. Se piensa como dice el partido y solo se dice lo que la cúpula del partido desea que sea transmitido.

Gracias a todo esto en España, hoy, los políticos entran en los parlamentos de la misma forma que los dementes entran en los manicomios: enajenados.

Y olvidan que no hay nada más patriótico ni más sano para la nación que un discrepante, sobre todo si no le mueve ningún interés personal; porque el discrepante no va a ganar nada dando su opinión, si acaso, sentir la incómoda mirada de muchos o afrontar el abierto rechazo de los dirigentes. No, no es cómodo discrepar.

Pero en quienes discrepan fundadamente y no por sistema está la evidencia de que las sociedades las forman personas y no rebaños y la esperanza de que, cuando las cosas van mal, otras soluciones son posibles.

Políticas macabeas

Hay momentos cruciales en la historia cuyos efectos se dejan sentir durante milenios y uno de ellos es, con toda seguridad, ese lapso de diez años en que Alejandro Magno conquistó un imperio mundial que abarcaba desde los balcanes en Europa hasta la ribera del Ganges en la India. Las dos grandes regiones que habían forjado los cimientos de la civilización hasta ese momento, Egipto y Mesopotamia, quedaron bajo dominio griego, como también quedó bajo dominio griego una región vital para lo que ha sido después la cultura del mundo occidental: Canaán y, singularmente, las regiones que hoy ocupa el estado de Israel y por entonces poblaban los restos que habían quedado de las tribus de Israel tras los sucesivos exilios (Judá, Benjamín…), Samaría, Galilea, Perea, Idumea… En fin, toda esa geografía que aparece en unos textos decisivos para civilización occidental: los que componen la Biblia Hebrea o Antiguo Testamento.

Las conquistas de Alejandro Magno fletaron un concepto que hoy nos resulta muy familiar asociado a los fenomenos religiosos: la «ecumene».

Verdaderamente Alejandro Magno fue el creador de la aldeal global, algo que nosotros llamamos ahora el «mundo helenístico».

Tras esos diez años de fulgurantes conquistas de Alejandro Magno que les he mencionado el mundo cambió por completo. De un mundo donde las gentes se identificaban en virtud de una etnia y un territorio se pasó a un mundo donde las personas se identificaban en virtud de una cultura. Si usted hablaba griego koiné podía viajar desde Atenas a Etiopía o desde Jerusalén a Bactriana sin demasiada necesidad de usar otra lengua. Podía usted además reconocer en las ciudades por donde pasase el modelo de ciudad estado griega y podría ver cómo en sus teatros se representaban obras griegas con igual o superior magnificencia.

La helenificación de los pueblos que cayeron primero bajo el dominio de Alejadro y posteriormente bajo el de sus generales Seleuco y Ptolomeo fue tan importante que, por ejemplo, para la época del nacimiento de Cristo, nuestro Antiguo Testamento (la Biblia Hebrea) hacía dos siglos que había sido traducida al griego koiné por orden de Ptolomeo II, pues los propios judíos habían dejado mayoritariamente de hablar hebreo durante el exilio en Babilonia de donde volvieron hablando arameo y, tras la conquista de Alejandro Magno, griego koiné.

Hablar hebrero o arameo llego a ser en cierto momento algo excepcional incluso para los propios judíos y, tal y como puede leerse en los «Hechos de los Apóstoles», el hecho de que Pablo pudiese hablar en arameo a la multitud resultó a muchos sorprendente.

Ese traducción del Antiguo Testamento al griego, iniciada dos siglos antes del nacimiento de Cristo por orden de un faraón griego de nombre griego (Ptolomeo II Filadelfo) y llevada a cabo en una ciudad significativamente llamada Alejandría, es una buena ilustración de cómo la cultura griega había invadido todo el oriente dando lugar a eso que llamamos el mundo helenístico y que sería el ecosistema en el que nacería y desarrollaría esa religión sobre la que se construyó lo que hoy se conoce como la «civlización occidental».

Sin embargo, ese mundo donde las gentes se identificaban por factores biológico-geográficos, (una etnia, un territorio) no había muerto y mucho menos entre los pertenecientes a un pueblo que se consideraba «el pueblo elegido» y que creía habitar una tierra que les había legado el mismo Yahweh; y en esa situación aparecieron los insurgentes contra la cultura y la dominación griega, unos hombres a los que la historia conoce como los Macabeos, gentes que sublevaron a su etnia contra aquella nueva realidad, gentes que no deseaban pertenecer a la ecumene alejandrina.

Si lo piensa usted bien la situación de la Judea del siglo primero antes de Cristo es muy parecida a la actual.

Las olimpiadas griegas ahora ya no eran griegas pues ahora eran patrimonio de todo el mundo helenizado; de ahí que Gasol pudiese entonces jugar en la NBA y que no hubiese problema alguno en que el auriga Fernando Alonso compitiese en el hipódromo, eso sí, dando las ruedas de prensa en griego koiné.

A la gente le encantaba ponerse nombres griegos como signo de estatus y si hoy la moda es llamarse John, Samantha o Jennifer, entonces un rey podía llamarse Antíoco Epífanes o Cleopatra, nombres griegos ambos.

Ideas, religiones, comida, dinero, textos filosóficos y científicos, navegaban entonces y ahora por aquella aldea global y por esta, las modas se propagaban y, frente a la idea tribal de etnia y territorio, apareció por primera vez la idea de cultura que, poco después, los romanos llevarían a su máxima expresión incorporando dentro de un solo inperior multitud de razas, religiones y territorios.

Pero, la misma pulsion étnico-territorial que en Judea llevó a los Macabeos a alzarse en contra de la ecumene helenística, ha estado siempre presente en nuestra civilización y esa pugna entre la aldea global y el estado tribal nunca ha acabado de extinguirse.

Ese binomio pueblo (etnia) y territorio (estado) está presente y en la base de muchos de los conflictos del siglo XX y no cuesta trabajo encontrarlo bajo eslóganes cultivadísimos como el «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» de infausto recuerdo.

La dinastía Asmonea, la raza de los Macabeos, jamás se ha extinguido y puebla todos los estados de la tierra y esa pulsión macabea, a poco que se rasque, igual aparece bajo cualquier brexit que bajo cualquier apelación a «la patria» sea esta la patria que sea que defienda el que la invoca.

La humanidad es en esto, sí, muy griega y dual: mundo de las ideas y de la materia, bien y mal, alma y cuerpo… Pero también grecolatinos o macabeos.

Y ahora que he escrito esto (que inevitablemente alguno de ustedes calificará de «rollo macabeo») me quedo interrogándome sobre cuánto hay en mí de ecumenista grecolatino o de particularista macabeo.

Y no, creo que no; creo que a mí me gustan muy poco los rollos macabeos, esos que, sin embargo, sirven a muchos políticos que no necesitan más ideas (quizá no las tienen) que saber que pertenecen a un pueblo y que nacieron en un lugar.

Gobernantes

Tiendo a creer que la gente común es mucho mejor de lo que se le supone o, al menos, que nunca ni en nada es peor que esa otra gente que la gobierna. Hay quien cree que soy un iluso por eso pero, al menos para mí, no es esa la cuestión.

Las visiones del ser humano como un ser egoísta o que busca principalmente su interés personal han sido siempre el fundamento teórico de los sistemas autoritarios: son necesarios estados y normas fuertes que controlen las tendencias innatamente egoístas del ser humano. Sin normas y sin estados la sociedad se convertirá —profetizan— en la ley del más fuerte.

Nunca me gustaron tal tipo de visiones y siempre me pregunté si, quienes gobernaban o hacían las normas, se creían hechos de un material distinto del que ellos pensaban que estaban hechos los gobernados.

Lo llevo viviendo toda mi vida: el gobernante elegido —en muchas ocasiones un tonto con credenciales— cree que él puede decidir mejor que esa masa inconsciente a la que llama «la gente». Unas veces porque cree que él está más capacitado para decidir (como si los votos aumentasen el cociente intelectual) otras porque piensa que dispone de más información (información que, por supuesto, obtiene de su cargo, no de su capacidad y que no comparte porque esa posesión exclusiva de la información aumenta su poder y su ridícula sensación de “saber más”) y, otras más, porque piensa que él es el encargado de decidir, como si eso excluyese la participación de alguien en el proceso de toma de decisiones.

Gracias a esta forma de pensar una abigarrada cantidad de tontos con certificación ISO nos gobiernan desde la noche de los tiempos. Y lo peor es que no son tontos cualesquiera: son tontos que piensan ser más listos que los demás; lo cual es la peor especie de tontuna que puede padecerse, pues, a la estulticia propia de la tontera añade la semilla de la maldad.

La apuesta de Pascal

¿Creer en Dios o no creer en Dios? La pregunta puede plantearse en términos filosóficos, teológicos, antropológicos… Pero también puede plantearse desde el punto de vista de la mera conveniencia o de la teoría de juegos. En este sentido es famosa la llamada «apuesta de Pascal», una visión práctica del asunto donde al polímata Pascal lo que menos le preocupa es si dios existe o no, sino cual es la postura humana más práctica al respecto y concluye que esta es creer en dios, pues, aunque no se conoce de modo seguro si Dios existe o no, lo racional es apostar a que sí existe.

«La razón es que, aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, o sea, la gloria eterna».

Lo malo de este asunto es que, cualquiera que te prometa la vida eterna, jugará con ventaja en la apuesta de Pascal y elegir entre Enlil, Enki, El, Ra, Atón, Yahveh, Ahura Mazda, Brahma o las enseñanzas de Confucio, Buda o Lao-Tse (por solo citar unos pocos) se convertirá en misión imposible pues, prometiendo todos la eternidad, conviene estar a bien con todos.

Creo que con los dioses me pasa a mí como con los políticos, que, prometiendo todos muchos, ninguno me inspira total confianza; aunque quizá haya un matiz importante: hay cosas que se saben y cosas que se creen. Lo de los dioses se cree, lo de los políticos se sabe.

Y siguen sin hablar de justicia.

Váis a tener que mentirnos

Leo los discursos electorales de los partidos que se presentan a las elecciones, escucho a sus líderes, escudriño las reacciones de su militancia y no descubro en ninguno de ellos el más mínimo interés por la justicia.

En un país donde banqueros inicuos han mandado a la ruina a millones de ciudadanos honrados, donde políticos infames se pavonean de doctorados y másteres que jamás estudiaron, donde las administraciones han sido oficinas de recalificar terrenos en favor de los amigos, de vender negocios al tres per cent, de colocar familiares o buscarse jubilaciones; donde los partidos han sido oficinas de recaudación para regocijo de sus líderes, donde —para triunfar— es mejor tener amigos que méritos; en un país así, que está buscando justicia como el enfermo que agoniza busca una bocanada más de aire, quienes pretenden decidir nuestro futuro no incluyen en él la justicia.

Sabemos que los programas electorales son como ese whatsapp que el rufián manda a su amada jurando quererla siempre y permanecer siempre a su lado mientras, entre mensaje y mensaje, busca pareja eventual en Tinder. Sabemos que esos programas son una colección de mentiras que sólo se cumplirán si resulta conveniente para los intereses de esos cuantos que gobiernan los partidos. Pero sabemos también que, si ni siquiera te mencionan en ellos, ya no es que no les importes ni les importe engañarte, es que no existes para ellos.

Los abogados y abogadas son parte decisiva de un país donde la justicia importe, aunque sea poco. Los abogados y abogadas de oficio son parte decisiva de un país donde la justicia de los más desfavorecidos importe, aunque sea menos que poco. Por eso, cuando veo que los abogados de oficio llevan un año en la calle reclamando que se les paguen sus miserables retribuciones y veo también que en ningún discurso electoral, ni siquiera les mienten y les dicen que cobrarán a tiempo cantidades dignas, es entonces cuando sé que les importamos menos que nada. Que todos estos políticos, criados y educados en la escuela de los másteres y doctorados de paripé, en el seminario de las inagotables tarjetas black, en la academia del tres por ciento, en el liceo de las recalificaciones urbanísticas, en el colegio del soborno y en la universidad de la corrupción; a estos políticos no les interesan ni los abogados de oficio, ni la justicia de los desfavorecidos, ni la justicia a secas y en mayúscula porque sólo ella es capaz de acabar con tanta tropelía y en el fondo bastantes de entre ellos, de quienes les precedieron o de quienes precedieron a los que les precedieron, habrían de dar cuentas muy incómodas ante una administración de justicia capaz de pedírselas.

Pero yerran, un estado de disgusto y de decepción se extiende y es ya general, un consenso cada vez más firme se asienta sobre la convicción de su dudosa honestidad, una hartazón cada vez mayor alcanza al electorado y ese consenso general ya no puede deshacerse sin apelar a la justicia.

Mentiréis, volveréis a prometer lo que no pensáis cumplir, volveréis a empeñar la palabra que hace tiempo perdísteis en la casa de empeños; pero vais a tener que mentirnos y, para entonces, podéis tener la seguridad de que una red de abogados y abogadas os estará esperando para pasar cuentas a limpio.