Este año —como los anteriores— habré de pasar mis vacaciones de agosto en Cartagena, un lugar, dicho sea de paso, en nada inferior para esto a cualquier otro. Tengo, además, la suerte de que una buena parte de mis amigos son viajeros infatigables y, gracias a ellos y a las fotografías que me mandan o colocan en redes, puedo disfrutar lo mismo de un paseo por Mallorca, que de navegar el estrecho de Bonifacio o subirme a los Alpes como en el caso del que voy a hablarles.
Esto del turismo, aunque ustedes no lo crean, es también una actividad que debemos al romanticismo y a su mediato origen la Reforma de Lutero. Sí, cuestionada la idea de Dios nuevas doctrinas y fes fueron tratando de sustituir a la vieja religión y una de las que más éxito tuvo fue una especie de panteísmo naturalista que veía en la naturaleza la expresión de lo sagrado.
Los paisajes, en cuanto que la más altas imágenes sagradas de una religión sin Dios, fueron muy populares en el romanticismo y constituyen una buena porción de las obras de Friedrich, el autor del cuadro que ilustró el post de ayer.
Pero los románticos habían renunciado al arte como mímesis, como copia, del mundo y de la realidad; ellos ya no pintaban el mundo copiando como era sino cómo lo veían con su mirada transformadora, de forma que el arte ya no estaba en la exacta y fidedigna representación de lo exterior sino en la expresión de su particular mirada transformadora y, quizá por eso, los cuadros comienzan a poblarse de personajes que nos dan la espalda y miran al mundo invitándonos a que miremos la naturaleza no con nuestros ojos sino con los suyos. Este tipo de imágenes de personas de espaldas tienen en pintura un nombre esppecífico, «rūkenfigur», y de entre estas rükenfigur quizá el tipo más popular fuera el de los «wanderer», los caminantes, los peregrinos de esta nueva religión.
Por eso le pedí a mi amigo Aurelio, que anda andando por los Alpes, que se tomase una fotografía al estilo del más famoso de los wanderer de Friedrich, el del cuadro del post de ayer, de forma que ahora puedo tratar de mirar los Alpes con sus ojos de devoto de esta religión de la naturaleza además de con los míos y reflexionar cómo cambia nuestra visión del mundo dependiendo de los ojos con que lo miremos y dependiendo de lo que conozcamos de la personalidad del dueño de la mirada.
Los Alpes no son iguales si los mira él que si los mira otra persona y es por eso que el viaje nunca es el mismo si el viajero es diferente.
Gracias a mis amigos puedo viajar sin salir de mi ciudad y gracias a ellos también puedo ver los Alpes y el mundo siempre de forma diferente.
No está nada mal para un mes de agosto.