Carabí hurí, carabí hurá.

Siempre me atrajeron las canciones infantiles de los juegos tradicionales, sobre todo las de las niñas. Canciones del tipo «Quisiera ser tan alta como la luna…» o aquella de «A un capitán sevillano siete hijas le dio Dios…» me fascinaban, me parecía que había mucha historia oculta tras esas canciones y me admiraba su perdurabilidad tan solo apoyada en juegos infantiles. Consideraba que algunas de estas canciones superaban los dos siglos y otras podían entenderse incluso anteriores.

Durante un tiempo las investigué como material de experimentación de la evolución memética pero hoy me he llevado una sorpresa leyendo el discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua de Don Federico Corriente, en el cual se examinan palabras usuales en castellano que tuvieron su origen en el dialecto andalusí del árabe, palabras y expresiones tan sorprendentes como «que si quieres arroz Catalina», a quien nadie atribuiría un origen nupcial andalusí. Pero de eso hablaré otro día porque en el discurso se me ha aparecido una expresión mil veces escuchada en una canción infantil: Elisa de Mambrú.

Yo no sé si ustedes han oído una canción que dice, entre otras estrofas:

«Qué hermoso pelo tiene,

carabí;

qué hermoso pelo tiene,

carabí;

¿quién se lo peinará?

carabí hurí, carabí hurá»

Aunque tiene muchas letras y estrofas la canción original es triste pues la niña muere (si buscan en youtube la niña en cambio vive y juega, cosas de esta sociedad que oculta la muerte a todo trance) pero lo más característico de ella es la repetición como antífona, estribillo o salmo responsorial del «carabí», «carabí hurí, carabí hurá».

Durante años juzgué que no se trataba más que de una onomatopeya (otras canciones —como el «caramba, carambita», otra palabra de origen árabe, de Los Chunguitos— la han usado) pero hoy Don Federico Corriente me ha sacado de dudas: «Carabí hurí carabí hurá» es una expresión árabe andalusí que ha permanecido en las canciones de las niñas por influjo de las nodrizas moriscas.

«Carabí hurí carabí hurá» es expresión que proviene del andalusí «kárbi urí, kárb yurá»; literalmente traducido «mi pena se ha visto, mi pena se verá».

Traten de pensar la expresión con este sentido en la canción Elisa de Mambrú, en su triste versión original…

«Elisa ya se ha muerto

carabí

la llevan a enterrar

carabí hurí carabí hurá

Encima de la caja

carabí

un pajarillo va

carabí hurí carabí hurá…»

…y, sin duda, la que antes pensábamos onomatopeya ahora cobra todo su sentido profundo.

Leyendo a Federico Corriente uno tiene la sensación de que lo árabe, lo andalusí, se oculta en nuestra cultura casi en cualquier parte, desde las matemáticas (pí, algoritmo, álgebra…) a los juegos serios o de azar (ajedrez, naipes, dados…) y hasta a los infantiles (cichemonete —ajusta el lomo— o el «guá»); aunque, ciertamente, es en las canciones infantiles donde parece haberse escondido para dar de sí un profundo sentido lírico a nuestra infancia; una infancia a la que hoy día veo cantar cada vez menos.

Les dejo con una almibarada versión del romance Elisa de Mambrú donde, en el mejor estilo Disney, se han sustituído los pasajes fúnebres por pasajes felices mucho más del gusto de los padres actuales, dispuestos a ahorrar a sus hijos cualquier visión triste de la realidad.

Los oficios de dios

Dice el Génesis (1:26) que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza aunque tengo para mí que la cosa fue al revés y quien creo a dios a su imagen y semejanza fue el hombre.

El ser humano empezó viendo a dios con tanta frecuencia en la naturaleza que casi cada cosa tenía su dios: el árbol, el búfalo, la fuente… Con un sinfín de dioses el hombre fue tirando durante milenios y según abandonaba su status de cazador-recolector fue haciendo disminuir el número de dioses a adorar: en la Atenas clásica ya no adoraba a un dios para cada cosa sino que les reservaba tareas, digamos, más abstractas: ahora tenía dioses para el amor, la guerra, la muerte, la belleza…

Con las grandes religiones monoteístas se resolvió la hiperabundancia de dioses pero la historia se encargó de ir adecuando sus trabajos a las necesidades humanas. Así, mientras que en el momento de escribirse el Génesis el oficio de Dios era verdaderamente prolijo y hubo de ir creando una por una todas las cosas llegando incluso a ejercer de alfarero para crear al hombre y a la mujer; con el Imperio Romano y Bizancio adoptó visos de basileus y convirtió el cielo en corte celestial. Avanzó el tiempo y con Newton y su universo determinista ya no tuvo necesidad de crear las cosas una por una sino que le bastó con enunciar las leyes físicas que movían al universo para hacerlo funcionar y, en nuestros días, su función creadora va poco más allá de definir las ecuaciones que gobiernan el universo que conocemos. Hemos reservado a dios un puesto de supremo programador del universo.

Esta variabilidad de las tareas divinas en función de los descubrimientos científicos más recientes no es exclusiva del concepto de dios sino que se extiende a otros muchos ámbitos. Por ejemplo, mientras el cielo de los judíos —habitantes de un país seco— era un huerto con frutales, para algunos escandinavos era un cerdo que nunca se consumía por más filetes que se le cortasen, para los musulmanes ya lo saben ustedes y supongo que, para un milenial, el cielo será una especie de sofisticada experiencia de realidad virtual.

También las organizaciones humanas han caído en esta correlación: si para los bizantinos la corte del emperador era un trasunto del reino de dios (a su vez copia de la corte), tras la Ilustración las organizaciones eran relojes que funcionaban con precisión newtoniana (Timon Cormenin) y tras la revolución industrial máquinas bien engrasadas. En la actualidad las buenas organizaciones tienden a ser imaginadas como redes y, en general, seguimos haciendo de dioses, cielos y organizaciones, metáforas de nuestros últimos avances tecnológicos.

En el fondo quizá nosotros mismos no escapemos a ese fenómeno y resulte que las tecnologías que vamos adquiriendo nos vayan modificando, aunque, bien mirado, esto último es una pura obviedad.