Tengo veintiséis años

Un día menos y mil seiscientos kilómetros más en el cuerpo, un juicio más, un eslabón menos en la cadena de este proceso. Llego a casa cansado de carretera, miro el instagram y veo mis fotos de hombre de sesenta años. Miro el instagram y veo parejas de jovenes que se fotografían enamorados dispuestos a empezar una vida juntos y pienso que es bonito, que por qué un día de estos no hago yo lo mismo y vuelvo a recuperar esos veintiséis años que he tenido siempre hasta hoy. Y me doy cuenta de que, quizá, haya ido cumpliendo años sin darme cuenta.

Salvo que me esfuerce en repensar quién soy en verdad, yo, en mi inconsciente, soy un joven abogado que empieza y que está obligado a demostrar que vale para esto y puede vivir una vida de esto. Salvo que me esfuerce en recontar cuántos años llevo ya vividos, yo, en mi inconsciente, soy un joven que está aprendiendo a vivir y al que aún le queda mucho que aprender. Salvo que me esfuerce en recordar a cuántas mujeres he querido y cuántas me han querido a mí, aún sigo esperando encontrar a esa joven que me hable y me haga saber que es a ella a quien espero.

Recordar es una palabra bonita pues, recordar, lleva dentro el corazón (cor-cordis), recordar es como volver a llevar a alguien en el corazón pero esto, siempre, es peligroso porque suele conducir a la melancolía.

La melancolía (como la saudade) es un bien que se padece y es un mal que se disfruta; pero suele enredarte con su manto cálido y amable y eso —ya les digo— es peligroso.

Porque yo tengo 26 años y soy un joven abogado que empieza y está aprendiendo a vivir.

El canto postal del cisne

Dicen que el del cisne al morir es el canto más bello y, mientras esta tarde abría un sobre de correo postal que me llegaba de Donosti, esa idea me ha emoezado a rondar por la cabeza.

Entenderán ustedes que en estos tiempos uno ya no recibe más correo postal que los requerimientos del banco y que, recibir una carta de un ser humano, ya es algo extraordinario; pero mucho más lo es que, en ese sobre, vengan dos postales manuscritas de San Sebastián, una de las ciudades más bellas del mundo.

Manuscritas, sí, han leído ustedes bien.

En estos tiempos en que las postales han muerto a manos de Instagram y la caligrafía ha sido incinerada por la infame letra arial de microsoft, lo que he experimentado yo hoy, probablemente, sea el canto del cisne del correo postal.

Cuando mi amigo Joaquín ha visto lo que yo estaba leyendo me ha dicho:

—Léela despacio, probablemente será la última postal que recibas.

Y es probable que tenga razón, pero, si eso es así, esta será, como el último canto del cisne, la postal más bella.

Junto a la postal viene un CD con marchas y músicas de la tamborrada de San Sebastián que ahora, mientras escribo esto, estoy escuchando.

Pero de esas músicas y de los granaderos y cocineros de Donosti hablaremos otro día porque, esa, es otra historia y otro post.

Muchas gracias compañera, tu tinta huele a afecto.

El sintoísmo y el Ministerio de Justicia

Aproximadamente el 12% de las nuevas madres desarrollan una patología denominada «depresión postparto», cifra esta que sube al 17% si incluímos en la cuenta a aquellas mujeres cuya depresión comienza durante el embarazo.

Muchos padres también sufren de depresión tras el nacimiento de un hijo, si bien, los porcentajes de afectados son sensiblemente inferiores al de las mujeres: un 8%.

Tres son los factores que influyen especialmente en que las madres padezcan esta patología y son, el primero, la ansiedad sufrida durante el embarazo; el segundo la falta de apoyo social y el tercero es el estrés: una mujer estresada es especialmente proclive a padecer depresión postparto.

Los daños que causa la depresión postparto no se limitan a la salud de la madre sino que se extienden a la del hijo, provocando, a corto plazo, el deterioro del vínculo con los padres así como el aumento de los problemas de conducta, así como la reducción de las capacidades cognitivas a largo plazo.

Esta extensión de los efectos negativos de la depresión postparto de la madre al hijo puede tener efectos amplificadores pues, la madre, consciente del daño que puede causar a su hijo, a menudo se siente culpable de tal situación y cae en una depresión más profunda aún.

Un problema que afecta a casi una de cada cinco madres en mayor o menor grado no debiera ser tomado a la ligera y es por eso que, desde la más remota antigüedad, todas las culturas y civilizaciones han buscado, de un modo u otro, proteger a las nuevas madres de esta amenaza.

La protección de las nuevas madres incluso ha alcanzado la categoría de institución religiosa, como si protegerlas fuese una orden emanada desde lo más profundo de los cielos. Para el sintoismo, por ejemplo, ayudar a las madres en las semanas siguientes al parto evitándoles cualquier estrés y procurándoles toda la ayuda posible, era un ritual sagrado al que llamaban «zuo yue zi».

Hoy día el «zuo yue zi» es visto como un arma de doble filo pues, muchas mujeres, consideran que la observancia de ese período de descanso puede perjudicar su carrera profesional y esto hace que consideren tal ritual una especie de cárcel, pero, por otro lado, su eficacia como ritual previsor de la depresión postparto parece haber quedado demostrada a lo largo de los siglos.

Obviamente, pensarán mis lectoras, ese es un ritual del pasado… Y puede que tengan razón.

Porque en España, si algo no se les ahorra a las madres abogadas o procuradoras, es el estrés, la ansiedad y la falta de apoyo social; los tres grandes campeones de esta amenaza para su salud y la de sus hijos.

Estrés porque ni un solo plazo deja de correrles, ansiedad por la responsabilidad personal en que pueden incurrir y falta de apoyo social porque, resolución judicial tras resolución judicial, se les rechazan solicitudes básicas y de pura humanidad, viendo como la legislación procesal, en lugar de apoyarlas, trata minuciosamente de aumentar su ansiedad y su estrés.

Ciertamente el «zuo yue zi», el respeto sagrado a la madre que ha dado a luz, es algo anticuado, lo que no sé es si nuestra administración de justicia y nuestra legislación procesal no están miles de años más anticuados que esa vieja tradición, visto el trato salvaje e inhumano que deparan a personas que solo piden eso: ser tratadas como personas.

Hoy voy a echar un ratito con cargos del ministerio de justicia y espero poder hablarles, entre otras cosas, de esto. Quizá les convenza para que remedien de una vez esta salvaje forma de conducta aunque, vistos los años que lleva implantada sin que nadie la cambie, igual me es más fácil convencerles para que se conviertan al sintoismo.

La máquina de las emociones

Vivimos sólo una vez y nos esforzamos (al menos yo me esfuerzo) por vivir nuestra vida de forma auténtica, procurando hacer aquello que, con mayor o menor acierto, consideramos adecuado y tratando de no seguir acríticamente la verdad establecida o eso que se suele llamar las convenciones sociales. La idea es vivir con conciencia tu vida y no vivir vidas ya vividas por otros. Sin embargo es difícil, muy difícil.

El ser humano, en el fondo, es apenas un pequeño animalillo social, ve su vida dirigida por pulsiones a menudo muy superiores a sus propias fuerzas.

No necesito explicar lo que es el enamoramiento en la adolescencia porque todos ustedes lo conocen suficientemente, la emoción es tan fuerte que domina a las personas; pero no es sólo el amor, la naturaleza ha incrustado en nuestros genes emociones que se disparan en cuanto reciben el estímulo apropiado: el miedo, la ira, el instinto de protección de los hijos, la venganza, el orgullo. Todas las anteriores son emociones presentes, en mayor o menor medida, en todas las especies sociales y, en el caso del hombre, también.

No necesito contarles cómo la naturaleza se encarga de que los padres sientan por sus hijos un amor tan acrítico e indisimulado —sobre todo en sus primeros años de vida— que los ven los seres más hermosos del universo; y no se empeñe usted en discutir eso con una madre o un padre porque, aunque le reconozcan en un conato de lucidez que todos los niños son iguales, sus hijos, en su mirada y su mente, son únicos y es una de esas causas por las que mujeres y hombres se trasmutan.

No necesito contarle tampoco cómo ese muchacho feo, canijo y poco agraciado, del que su hija se ha enamorado es para ella el ser más adorable del mundo y, aunque sea un majadero notable, ella juzgará cualquier idiotez suya como una gracia y hasta le parecerá artística la roña de sus tobillos, las espinillas grasientas de su cara o la pelusa mal afeitada de su barba adolescente. Es el amor, las emociones como esta o como la de paternidad/maternidad cambian ennlas perdonas hasta la forma en que ven el mundo.

Marvin Minsky, un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana, llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque en la base de todo su comportamiento y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones. Incluso propugnó que, si habíamos de diseñar una máquina inteligente, habríamos de dotarla de emociones pues son un recurso absolutamente genial para economizar y administrar eficazmente los escasos recursos de que disponen los seres humanos. Si un león nos ataca nuestro organismo disparará la emoción llamada «miedo» y, a partir de ese momento, todos los recursos de nuestro organismo se destinarán a correr como alma que lleva el diablo; si lo piensan un gran invento de la evolución.

Sólo estas emociones, por sí mismas, condicionan la parte más importante del comportamiento humano y determinan en gran medida nuestros patrones de conducta pero, a esta programación biológica que nos ha deparado la evolución, hemos de añadir la programación cultural que instala en nosotros nuestra educación por parte de la familia y la sociedad.

Con las dos programaciones anteriores en mente podemos concluir que, aunque los seres humanos nos tenemos por racionales, la realidad es que, en las 24 horas que tiene el día, muy raramente usamos de eso a lo que llamamos «razonamiento». Incluso en actividades que uno supondría altamente reflexivas,como juzgar conductas ajenas, uno descubre en cuanto rasca un poco una motivación emocional y cultural tal, que asfixia cualquier conato de razonamiento previo. Los seres humanos, en realidad, no somos seres racionales, sino racionalizadores, y si en algo brillamos a gran altura es en nuestra capacidad para racionalizar, defender y argumentar nuestras decisiones.

Nuestro juicio moral de las conductas ajenas, nuestro juicio sobre las intenciones de otros, se fundan más en rasgos evolutivos que en una actividad racional: decidido el fallo ya buscaremos los fundamentos jurídicos que lo sustenten, diríamos en jerga jurídica.

Con todo esto a cuestas es difícil decir que vivimos «nuestra» vida. Heredamos emociones, patrones culturales, lenguaje con el que razonar, valores compartidos en mayor o menor medida y, si bien se examina, no resulta sencillo afirmar que nuestra vida ha sido nuestra y que no hemos vivido la vida de ningún otro, porque en muy buena parte sí lo hemos hecho.

Supongo que, cuando llegue la hora de ajustar cuentas, a uno le quedará muy poco más que tratar de justificarse explicándose que trató de vivir su vida conscientemente y con pleno conocimiento de lo que hacía.

Pero eso no cambiará mucho las cosas, en el fondo no haremos otra cosa que lo que hemos hecho siempre, justificar una decisión previa.

Quizá como yo estoy haciendo ahora.

Las redes del futuro

El futuro no pertenece a las redes centralizadas, el futuro pertenece a las redes distribuidas; y esto, que es válido para las redes informáticas, es también válido para las redes humanas, incluidas, naturalmente,las de gobierno, las legislativas, las jurídicas y, naturalmente, las de los abogados. Sin embargo aún estamos en el albor de las técnicas que permiten que las redes distribuidas se impongan a las caducas redes jerarquizadas de forma que, ese futuro del que les hablo, será tanto más cercano o lejano cuanto más pronto o más tarde los seres humanos aprendan a dominar las tecnologías que lo permiten.

Hoy, que me he levantado temprano, me he dedicado a explorar una de esas iniciativas distribuidas que me gustan, una cadena de bloques (un «blockchain») llamado «Arweave» y que promete almacenar eternamente los contenidos depositados en él.

La promesa es fuerte (los abogados y abogadas mejor que nadie sabemos cuán débiles son las promesas «para siempre»), pero sus promotores la justifican matemáticamente de forma tan compleja como convincente y, además, la forma en que pretenden llevarla a cabo encaja exactamente con las estrategias de red distribuida (de hecho en el siglo XXI ya nadie -salvo nuestro políticos- peinsa de otra forma). Déjenme que me explique.

Quizá no hayan ustedes oído hablar nunca del telescopio de Arecibo de forma que, aquellos que sí lo conocen, permítanme un párrafo para explicar a los que no que el radiotelescopio de Arecibo fue el mayor telescopio jamás construido gracias a sus 305 metros de diámetro, hasta la construcción del RATAN-600 (Rusia) con su antena circular de 576 metros de diámetro. Uno de sus usos (quizá el más conocido) fue buscar señales de radio o de vida extraterrestre. Si sienten curiosidad búsquenlo en internet y, ahora que sabemos lo que fue el telescopio de Arecibo, déjenme que les cuente una historia.

Los científicos a cargo del telescopio se dieron cuenta que, debido a su tremendo tamaño, el telescopio recogía ingentes cantidades de datos para cuyo procesamiento se precisaba una tremenda capacidad de computación y, una de las soluciones que pensaron, ilustra perfectamente lo que quiero decir cuando les hablo de redes distribuidas. Los científicos responsables de Arecibo, en lugar de pensar en comprar un montón de ordenadores para procesar datos simplemente fabricaron un software para ejecutar protectores de pantalla, pero de una forma especial. Cuando un ciudadano dejaba de utilizar su ordenador se ponía en marcha el protector de pantalla programado por estos científicos y, a partir de ese momento, el ordenador que estaba parado y sin su dueño delante cedía su capacidad de procesamiento a los responsables del telescopio de Arecibo. Muchos miles de personas participaron de forma altruista en este proyecto y eso permitió el procesado de enormes cantidades de datos que, de otra forma, hubiese sido imposible procesar.

SETI@home («SETI at home», «SETI en casa» en inglés), fue el nombre que se dio al proyecto del que les hablo y fue un proyecto de computación distribuida que funcionaba (y funciona) en la plataforma informática Berkeley Open Infrastructure for Network Computing (BOINC), desarrollado por el Space Sciences Laboratory, en la Universidad de California en Berkeley (Estados Unidos). SETI es un acrónimo en inglés para Search for extraterrestrial intelligence (Búsqueda de inteligencia extraterrestre). Su propósito es analizar señales de radio buscando señales de inteligencia extraterrestre y es una de las muchas actividades llevadas a cabo como parte de SETI.

Pues bien, ahora que saben qué es SETI permítanme que les pregunte: ¿qué renimiento o provecho producen los miles de ordenadores existentes en las diversas administraciones y qu permanecen apagados ocho o dieciséis horas al día? ¿a nadie se le ha ocurrido una mejor forma de aprovechar su capacidad de computación o almacenamiento?

Los responsables de la blockchain de que les hablo esta mañana (Arweave) parten de una idea muy similar a la de SETI pero, en lugar de compartir capacidad de procesamiento, se centran en la capacidad de almacenamiento. Todos nosotros disponemos de recursos de almacenamiento de datos que no usamos (espacio libre en tus discos duros por ejemplo) ¿por qué no preparar un software -blockchain- que permita a los ususarios compartir su espacio de almacenamiento sobrante para archivar en él datos ajenos?

La complejidad del proyecto es importante. Además de la necesaria infraestructura de cadena de bloques es preciso que los datos a almacenar permanezcan cifrados e inaccesibles para su anfitrión el cual, maravillas del blockchai, recibirá en compensación por el servicio prestado unos tokens (criptomonedas) que retribuirán su compromiso con el proyecto.

De momento convertir a su ordenador en un nodo más de esa red no es un trabajo al alcance de cualquiera, es complejo y, como primera providencia, es preciso que cambie usted de sistema operativo e instale Linux en vez de Windows, algo que -con Arweave o sin Arweave- debería usted hacer antes temprano que tarde, algo a lo que le estimulo encarecidamente.

Toda esta largísima introducción me sirve para decirles que ya hay plataforma de blogging que permiten colocar sus post sobre arweave de forma que duren «para siempre» (e incluso convertirlos en token NFT) y eso es lo que acabo de hacer esta mañana. He echado un vistazo a los muchísimos post que, desde 2010 llevo escritos sobre a abogacía y los abogados, y he elegido uno al azar para publicar mi primer post «inmortal». Quizá no se vea tan bonito como en mi plataforma wordpress pero, ciertamente, la filosofía que se oculta tras la plataforma que ahora lo sustentan es de las que harán cambiar el mundo y la visión de la sociedad que tenemos los seres humanos.

Les dejo el link.

https://mirror.xyz/0xb5bF77b790f8185a6968F0B26f7Ff2610c1aAe42/PFhkZWUBgaVvtdxR30xZcM2H8XgTMlN3hGvOsUpU80k

Providencias

Cuando yo era un chaval y aún creía en lo que me enseñaban las personas mayores era un chaval calmado; sentía muy poco estrés: «¿No ves las aves del cielo cómo no siembran ni siegan y su padre celestial las alimenta?» —me habían enseñado— y yo, claro, lo creía.

Sí, yo creía en la divina providencia; luego, me colegié de abogado.

Luego me colegié de abogado y descubrí que, quien en verdad proveía, era la administración de justicia y que sus providencias tendían a ser muy poco divinas: las providencias de nuestra administración solían llegar tarde.

Y el estrés volvió a mí.

Las providencias, autos y sentencias, llegaban tan tarde que, en los 90, muchos de mis clientes encontraron antes la justicia divina que la humana y fueron juzgados en el cielo cuando aún no les habían pedido en la tierra los habituales 4 años, 2 meses y un día, por la fractura de la ventanilla del coche y el subsiguiente robo del radiocassette.

Recuerdo bien cuando, a primeros de los noventa, me llamó un amigo forense en Cataluña y me dijo, «tened cuidado porque está llegando una partida de heroína extremadamente pura y están cayendo como chinches por sobredosis»; y así fue, muchos de mis clientes de entonces —mayoritariamente de oficio— dejaron de serlo en aquellos meses porque, aunque eran tipos capaces de inyectarse estricnina en vena, lo que se estaban inyectando en ese momento no lo habían probado nunca.

En los años 90 fue la heroína, en 2020 fue el Covid el que hizo comparecer a presencia divina a personas que llevaban 6 años esperando comparecer en sala. Sé de qué y de quiénes te hablo.

No sé si en el cielo les juzgarían mejor, lo seguro es que les juzgaron antes.

Gastamos años, lustros, en decididir si una persona es culpable o inocente, como si eso fuese normal, cuando, ni para el acusado, ni para el acusador, ni para la sociedad eso es admisible. Es inadmisible que personas inocentes contra quienes se ha dirigido una acusación infame puedan pasar años con sus vida embargada por una querella abyecta; es intolerable que acusaciones fundadas no se vean resueltas de forma rápida y, ambas cosas, son impresentables ante una sociedad que manifiesta «fe» en la justicia porque es evidente que ha de creer en ella aunque no la vea por ningún lado.

Pero nos hemos acostumbrado a que las cosas sean como no deben ser: «no le des vueltas, Pepe» me dijo un fiscal amigo «esto es como es», y nos hemos acostumbrado tanto que hasta lo anormal nos parece normal.

Y acostumbrados a la anormalidad corremos el riesgo de volvernos anormales incluso nosotros, tan anormales como una clase política que permite y hasta fomenta que el primer valor defendido en la Constitución sea, en España y en el siglo XXI, poco menos que un trampantojo de sí mismo.