La cera que arde

Vivir es ir eligiendo a cada instante una opción y renunciando a todas las demás, descartar miles de biografías posibles para escribir sólo una: la tuya.

Es por eso que cuando, avanzada la vida, tomas conciencia de lo que eres, muy a menudo añoras esa lejana edad de oro en que todo era posible, en que, como diría el maestro Landero, no había proyecto que excediera los límites de nuestro afán.

Pero esa edad de oro era solo un espejismo, podías vivir cualquier vida, sí, pero habías de elegir una y elegir siempre es renunciar.

Ahora que ya has elegido y sientes que ya no puedes ser lo que quieras, que eres lo que eres (lo que has ido eligiendo ser) y que esa es la cera que arde y se consume, seguramente añoras ese momento mágico en que la vida se mostraba ante ti para que tomases de ella lo que prefirieses.

Pero ya te lo dije, vivir es elegir una de entre todas las vidas posibles e ir escribiendo, elección a elección, una única biografía: la tuya.

Y nos convertiremos en historias

Es jodido encontrarle sentido a esta tragicomedia cuyo final conocemos de antemano y a la que llamamos vida.

Sabemos que no queremos morir pero al mismo tiempo sabemos con total certeza que moriremos y, de esa frustrante contradicción insoluble, nacen algunos de los más sofisticados (y sofísticos) razonamientos de los seres humanos sobre la vida y la muerte, así como algunas de las conductas más inequivocamente humanas de nuestra especie.

Creo que fue Aristóteles quien sugirió que el instinto reproductivo de los seres humanos obedecía a esa pulsión por la búsqueda de la inmortalidad; según él —si es que fue él quien lo dijo— de alguna forma nuestra vida se prolongaba en la de nuestros hijos, afirmación esta que habría satisfecho sin duda a Richard Dawkins quien vería de esta forma abonadas las tesis que mantiene en su libro de imprescindible lectura «El Gen Egoísta».

Yo en cambio veo toda esta cuestión de forma, digamos, más literaria.

En el fondo no somos más que memoria. Sabemos quien somos porque nos acordamos, sabemos quiénes son nuestros padres, cómo fue nuestra infancia y hasta nuestro propio nombre simplemente porque nos acordamos. Somos como los personajes de una novela no más que un conjunto de recuerdos que están presentes en el instante actual. Si pudiésemos retirar la memoria de un ser humano estoy convencido de que al mismo tiempo le retiraríamos su identidad.

Vivimos en nuestra memoria pero los demás también viven en ella. Sabemos que nuestros amigos viven porque los recordamos y porque los recordamos distinguimos a unos de otros. Mientras no nos digan que tal amigo ha muerto lo recordamos vivo y está para nosotros tan vivo como lo estuvo siempre. Todo es real para nosotros mientras habite en nuestra memoria y es por eso que, como planteaba Borges, Don Quijote y Cervantes pueden ser ambos personajes tan reales el uno como el otro a pesar de que Alonso Quijano fuese solo un personaje de ficción. La muerte igualó a Cervantes y a su personaje, hoy los dos viven de igual forma en esta memoria.

Seguramente por eso dijo Quevedo aquello de «no importa cuánto se vive sino de qué manera», porque aquel canalla tan bien dotado para la literatura, sabía que al final la única forma de inmortalidad es la que da la memoria de los hombres, que mientras vivamos en ella no nos extinguiremos aunque, como Cervantes y Don Quijote, vivamos ya sólamente en el mundo de la ficción.

Seguramente por eso autores sabios escribieron hace tiempo que la vida es el proceso mediante el cual los seres humanos nos convertimos en historias.

Patatas fritas

Últimamente se me está haciendo difícil subir fotos de mi comida; algunas de mis followers son tan observadoras que, si bautizo el plato como «pollo con champiñones» y no lleva champiñones, se apresuran a desenmascararme y a denunciar la superchería.

Hoy se ve el pollo (se ve), se ven los champiñones (bajo él) y se ven… Patatas fritas, sí, patatas fritas.

Mi doctora me ha aconsejado que me guarde de los hidratos de carbono de inmediata disposición y que sea cicatero en el consumo de harinas, pastas y tubérculos como las patatas, lo que desconoce mi doctora es que las patatas fritas son como la misma vida.

Cuando te enfrentas a un plato de patatas fritas sabiendo que es una ocasión extraordinaria, atacas el plato con ansia y comes sin tasa hasta que ves que, como sin sentirlo, te has comido medio plato y las patatas que quedan comienzan a menguar. Es entonces cuando las empiezas a comer despacio, morosamente, disfrutando cada patata, masticando lento y saboreando profundo.

Sí: no hay nada como un buen plato de patatas fritas.

Con la vida pasa algo parecido, cuando ya te has comido medio plato y te quedan menos años por vivir que los ya vividos, también empiezas a masticar despacio y a saborear profundo. Ya no estás para que nadie te quite patatas dándote la tabarra con cosas que tienen importancia para ellos pero que no son importantes para ti; ya no pierdes tu tiempo compartiendo las pocas patatas que te quedan con gentes sin fondo. No, no estás para desperdiciar patatas, cada año que te queda quieres disfrutarlo —aunque venga malo, como este 2020— y vivirlo profundamente, tan profunda e intensamente como sea posible. Y no quieres que te distraigan pues a estas alturas ya solo quieres vivir cosas que te atraigan.

La fortuna, por el momento, me es favorable y aún me quedan años y patatas en la despensa, así que, con su permiso, voy a concentrarme.

Va por ustedes.