Esta va por ti Laura

Sería injusto que yo no escribiese ahora nada sobre Laura porque, sin haber conocido nunca a Laura, Laura De Los Santos Martínez ha representado cosas importantes en mi vida.

Laura era ese calendario que, con precisión de procuradora buena, llegaba por navidades para que yo pudiera contar los plazos al estilo de la vieja escuela, con cartón y rotulador. Su detalle no era ninguno de esos odiosos envíos masivos por whatsapp con los que personas que no te aprecian te hacen saber que no gastarán un segundo en ti. En los almanaques navideños de Laura unas manos humanas habían introducido un regalo en un sobre que cerraban con saliva de su boca. Laura era real.

Nunca vi en persona a Laura, pero la quise y la quiero.

Laura fue la mujer que, cuando estábamos en plena pelea contra las tasas, acudía a los actos públicos de las más importantes corporaciones con su camiseta negra y la estrella roja con la #T de la Brigada Tuitera, esa que reunió a los mejores corazones de la abogacía y la procura. Laura no peleaba por ella, o al menos no solo por ella, Laura peleaba por todos, por una justicia de todos en un país de todos.

España hoy es un país con más injusticias que en 2013 cuando la Brigada comenzó a cabalgar y sin embargo, hoy, Laura ya no puede seguir ganándose la vida como la procuradora que fue durante su vida activa y las circunstanias la obligan a dejar la profesión a la que ha dedicado su existencia para buscar su sustento no sé bien en qué nuevos territorios de caza.

Es sorprendente.

Es sorprendente que, en un país donde el número de procedimientos aumenta año a año, para abogados y procuradores sea cada vez más complicado ganarse la vida. Es sorprendente que, en lugar de trabajar porque exista una administración de justicia capaz de resolver en un tiempo razonable cualquier demanda de justicia de los ciudadanos, lo que se trabaja es por evitar que los asuntos lleguen a ella. Es sorprendente que, lejos de garantizar una justicia de calidad para todas las partes en un proceso, se asuma que existe una justicia low-cost para pobres y una justicia «gold» para ricos y corporaciones.

Nuestra constitución empieza con las siguientes palabras: «La nación española deseando establecer la justicia…» y parece que aquí ya nadie cree ni en la constitución ni en el primer anhelo de los españoles que en ella se recoge.

Laura deja la profesión a la que ha dedicado su vida no porque no sea una magnífica profesional sino porque quienes han gobernado y gobiernan esta nación son unos políticos deleznables.

Por eso sería injusto que yo no escribiese hoy de Laura, una de las nuestras, una de esas profesionales que, ademas de hacer su trabajo, aún tuvo el coraje de pelear por los derechos de todos los españoles comprometiendo su esfuerzo y su imagen.

Ninguno de todos esos que se reparten entre ellos la bisutería jurídica con que se premian las amistades y las influencias en las altas esferas van a hacer justicia a Laura, por eso, hoy, me apetece entregarle una de esas condecoraciones con las que los juristas agradecemos a nuestros compañeros y compañeras que exIstan y sean como son; hecha de una aleación de cariño, admiración y respeto hacia ti, Laura, uno de los mejores sables que jamás tuvo ni tendrá la Brigada.

Va por ti Laura y espero que no te moleste: siempre procuradora en mi alma y en mi mente.

El auténtico padre de la patria

Hablaba hoy con un joven político de la Región de Murcia a propósito de eso que llaman las «identidades» regionales y debatíamos sobre por qué esta región carece de esa identidad compartida por todos que otras regiones sí tienen.

Ustedes ya saben lo que yo pienso sobre las «identidades» nacionales y regionales, el fundamento ideológico y los relatos que las sustentan —pues ya lo he contado en post anteriores— pero, interpelado esta mañana sobre por qué toda esa tramoya no funciona en el caso de la Región de Murcia, no me ha quedado más remedio que jugar con unas reglas que no comparto y decirle

—Toda la culpa la tiene Leandro.

El hombre me ha mirado con cierta curiosidad —cosa rara pues jamás me hace el menor caso— y he tenido que recordar todos los libros del colegio de mi niñez para justificar mi respuesta.

Mira, cuando en el siglo XIX se construyó la identidad española en este relato el momento inaugural corresponde al reino visigodo y eso se aprecia en las historias de España y en las lecciones de nuestras viejas enciclopedias de «Álvarez».

Para los niños de los 60 (y de los 20, los 30, los 40 y los 50 y aún de décadas anteriores) la historia de España no comenzaba sino hasta el reinado del rey godo Recaredo. Durante las lecciones anteriores los niños estudiábamos cómo los saguntinos, numantinos y cántabros demostraban frente a cartagineses y romanos el celtibérico valor de los protohispanos; cómo Trajano o Séneca demostraban la sabiduría y conocimiento de los hispanorromanos y cómo una panda de salvajes, llamados «los bárbaros del norte», finalmente, llegaban a la península ibérica destrozándolo todo porque eran unos bestias que, además, eran unos herejes del carajo que yacían en el piélago de la herejía arriana. Recuerdo bien la ilustración de aquella lección en mis libros infantiles: un sujeto a caballo, espada en mano, cabalgaba sobre un fondo de destrucción y casas en llamas.

Sin embargo, estos «bárbaros del norte», un par de lecciones después, aparecían ya como los titulares del reino de forma que los alumnos de entonces estudiábamos la lista de los reyes godos como los primeros «Reyes de España». Si tienes dudas acércate a la Plaza de Oriente en Madrid y verás que allí están sus estatuas como reyes de una España que acababa de nacer.

¿Qué había pasado para que estos que no eran sino unos «bárbaros» pasasen a ser los legítimos titulares del reino de España?

Pues eso, que intervino Leandro, pero, para entender lo que hizo, hay que leer ese par de lecciones que separaban la intitulada «los bárbaros del norte» de esa otra que nos contaba cómo el rey Don Rodrigo (el último rey godo) había perdido España a manos de los musulmanes.

En ese par de lecciones los niños leíamos primero cómo Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo, se convirtió al cristianismo neto y católico mientras que su padre se arriscó en la nefanda herejía arriana. Leovigildo acabó degollando a su hijo —los visigodos eran así— el cual, conseguida la palma del martirio merced a su violenta muerte, fue proclamado santo: San Hermenegildo.

Afortunadamente para las Españas en Sevilla acababan de nombrar obispo a un zagal de Cartagena llamado Leandro. Cómo y por qué había tenido Leandro que huir de Cartagena y marchar a Sevilla da para dos o tres novelas pero eso lo dejaremos para otro día, hoy toca contar que Leandro, un tipo listo y de sólida cultura, convenció al rey godo Recaredo de que eso del arrianismo era una catetada muy grande y que lo que tenía que hacer era convertirse al catolicismo neto y de este modo conformar sus creencias con las de la población hispana.

Recaredo le hizo caso, se convirtió y, desde entonces, gracias a Leandro y al burro de Recaredo, la monarquía visigoda pasó a ser monarquia hispánica.

Sí, no le den vueltas, para nuestros viejos libros de historia si no eras católico no eras español por mucho que te empeñaras y fue por eso que los árabes, por más que se tiraron ocho siglos en la península ibérica, nunca fueron considerados españoles por nuestros libros mientras que los visigodos, con apenas dos siglos de presencia en la península, se convirtieron en el núcleo fundacional de la nación española, con sus Rodrigos perdiendo España y sus Pelayos echándose al monte en las Asturias.

Desde entonces acá la historia de España es la historia de los reinos del norte peleando contra unos árabes que, a pesar de sus ochocientos años de presencia en la península, nunca se ganaron en nuestros libros de historia la condición de «españoles».

¿Y quién fue pues el padre de la patria española?

Pues un cartagenero, Leandro (San Leandro), que, al convertir a Recaredo al cristianismo, produjo las condiciones idóneas para el relato que ahora conocemos. Leandro, ese zagal cartagenero que hubo de huir con sus hermanos a Sevilla, es un tipo al que se rinde culto en Sevilla, en toda España y, naturalmente, también en la Región de Murcia, a pesar de que, cuando él vivió, ni la ciudad de Murcia existía ni mucho menos ninguna comunidad política con ese nombre que Leandro jamás alcanzó a oír ni pronunciar.

Leandro, con su III Concilio de Toledo, también la lió parda en el asunto de los credos los cismas y el filioque y hasta tiene su cuota parte de responsabilidad en la no tan lejana guerra serbo-croata, pero eso ya lo conté otro día.

Y ahora… Ahora ya no les voy a contar más, se me ha enfriado el café y voy a pedirme otro para tomármelo calentico que es como a mí me gusta.

Otro día les cuento lo de la identidad (o falta de identidad) de esa Comunidad Autónoma que coincide con la diócesis carthaginense; ahora me voy a tomar el cafelico a gusto.

El gambito ucraniano

Hoy he leído que, en un periódico norteamericano, llamaban a la guerra de Ucrania «gambito».

Gambito (del italiano «gambetto» —zancadilla—) es una forma clásica de juego en ajedrez en la que uno de los bandos ofrece un sacrificio material a cambio de iniciativa, desarrollo o alguna otra clase de ventaja.

La forma clásica de defenderse de un gambito es aceptar el sacrificio —si es que se trata de un gambito real— para más adelante devolver el material ganado a fin de igualar las posibilidades dinámicas.

¿Qué quiere decir la prensa norteamericana cuando habla de este «Gambito Ucraniano»?

La verdad no lo sé, ni siquiera sé si el periodista es un buen jugador de ajedrez, pero me ha llamado a considerar toda la guerra de Ucrania como un gambito ofrecido por occidente a Rusia y que esta ha aceptado.

Parece evidente que Rusia, a cambio de la ganancia material, ha perdido muchas posibilidades dinámicas y se enfrenta a una batalla larga con ganancia material —sí— pero en peor posición estratégica. No me cabe duda de que alguien en Moscú está buscando la mejor forma de devolver el gambito, Rusia ha sido tradicionalmente la gran potencia ajedrecística mundial y no les van a faltar estrategas que entiendan bien este tipo de posiciones aunque, todo hay que decirlo, la tradicional hegemonía rusa, en los últimos años ha sido puesta en cuestión por el indiscutible número uno mundial, el noruego Magnus Carlssen… O sea que, si de ajedrez se trata, la superioridad rusa ya no es tan clara frente a occidente.

Y… Si quieren algo más de oscuridad en el análisis de este gambito tampoco podemos perder de vista que el actual campeón mundial es…

Chino.

Ding Lireng (conocido en España como «Cuidading Lirén» debido al fértil ingenio del Gran Maestro Pepe Cuenca y a la inspiración celestial de Chiquito de la Calzada) se proclamó campeón del mundo tras de que Magnus Carlssen renunciase a defender su título.

Si al final resulta que el campeón mundial es chino ¿quién está dando el gambito?

Todo por la patria

Cuando los franceses le cortaron el cuello al rey y tuvieron que buscar una legitimación para el poder distinta de la de dios eligieron la nación.

La soberanía radica en la nación pero… ¿qué es una nación?

La nación es solo una invención ideológica pero, de entre todas las invenciones humanas, la nación —quizá solo superada por los dioses— ha sido la justificación para las mayores atrocidades y, sin embargo, tras doscientos años de existencia y a pesar de su acientífica naturaleza, la nación está tan presente en nuestras vidas que somos incapaces de entender el mundo sin ella.

Los campeonatos del mundo de fútbol se celebran «por naciones», si Fernando Alonso ganase este domingo en Montmeló se izaría en los mástiles la bandera de España y sonaría en la megafonía la vieja marcha granadera, actual himno de España. Hablamos de las naciones cual si fuesen entes reales y vivos que nos exigen dar o quitar la vida por ellas y siempre alrededor de ellas aparecen una serie de adalides-sacerdotes dispuestos a enseñarnos lo que es ser español, catalán, vasco o francés. Son como los sacerdotes del dios, portavoces frente a la comunidad de lo que el dios desea; estos nuevos sacerdotes —patriotas dicen ellos— definen la patria, le otorgan características y deciden qué es y qué no es patriótico.

Cambiaron a dios por la nación pero los modos y maneras de proceder permanecieron. Por dios se muere y se mata y por la patria también.

La nación, una especie de personaje inmortal que siempre ha estado presente a lo largo de la historia aunque no lo viésemos, atraviesa con los siglos con una facilidad que asombra.

«Historia de la Región de Murcia» leo como título de una magna obra y, cuando abro el primer tomo, veo que empieza por la prehistoria. What????

No, la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia es una construcción política que no alcanza a cumplir 50 años; la Región sólo unos cuantos más y cualquier reino o entidad que llevase el nombre de Murcia solo unos cuantos siglos más. Pero no, los iberos ni sabían lo que era Murcia ni sabían siquiera qué palabra era esa; Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina desconocían absolutamente ninguna realidad que se llamase Murcia —simplemente no existía— y no puede haber una Historia de Murcia en época romana por idéntica razón. Y esto que digo de Murcia lo puedo decir de España, Francia o Inglaterra ¿O es que acaso, Séneca o Trajano eran españoles? ¿Era Viriato español? ¿Acaso los numantinos o los saguntinos murieron defendiendo España?

Sí, sé lo que me van a decir, es solo una forma de hablar… Pero no, no es una forma de hablar. Ayer sin ir más lejos vi a un historiador sosteniendo la superioridad española frente a los franceses pues César derrotó «a los franceses» en un plis-plas.

Los estados y los partidos políticos buscan cultivar «la identidad nacional» y, en lugar de ponderar la infinitud de rasgos que hace iguales a todos los seres humanos, lo que hacen es exagerar y exacerbar diferencias que, vistas desde la lejanía, son ridículas: si este baila la jota o aquel la sardana, si este come el cocido tomando primero la sopa o al final, y de cosas como esta extraen la disparatada conclusión de que esto les autoriza a sentirse distintos y a construir estados propios con los que trazar rayas en suelos donde nunca las hubo (que es el caso del mundo entero).

Pero esa idea vende, esa forma de construir un nosotros y un ellos aunque sea solo con fundamento en los colores de un club deportivo, esa forma de sentir que perteneces a una comunidad tranquiliza a esos espíritus, la mayoría, que no sabrían caminar solos.

Y no me entienda mal, las diferentes culturas crean formas de ser, costumbres y hábitos mentales. Si usted me pregunta a mí le diré que soy español y que sintiéndome español es como me entiendo. Sin embargo no creo que ser español, o francés, o católico, o protestante, o catalán, o bretón, confiera a nadie ningún derecho de naturaleza política.

Alemanes y franceses hubieron de invertir varios millones de vidas humanas para entender que en realidad no eran enemigos sino aliados y que un muerto francés y un muerto alemán no se distinguen en nada.

Vivimos en un mundo que nos educa en la competitividad, en la diferencia, en la división. Y a mí me parece que en este tipo de mundo lo que no hay es educación.

Si el ser humano ha alcanzado las cotas de desarrollo que ha alcanzado no ha sido compitiendo sino cooperando (a veces incluso a su pesar) pero a eso no parece que dediquemos tanto esfuerzo ni nos produzca tanta emoción como la competencia. De hecho, si existen animales, si existimos los humanos, es porque en algún remoto momento de la historia del planeta tierra dos células cooperaron y formaron los seres eucariotas. Cada vez que miramos una célula animal al microscopio estamos viendo un prodigio de cooperación y de creación de vida pero eso no se cuenta.

En fin, que del mismo modo que a finales del siglo XVIII se cortó la cabeza al rey y se mató a dios como legitimador del poder, en algún momento alguien acabará decapitando ese relato al que llamamos nación y el futuro nos verá tan insensatos como aquellos que dieron la vida por wl dios RA en combate. Esperemos que, cuando la humanidad acabe con este relato, sea capaz de sustituirlo por algún otro menos cainita.

Decano Manolo in memoriam

Manolo Hernández era el hombre que más veces había caminado hasta Santiago, no hablo de decenas o centenas de veces, creo no equivocarme si digo miles. Manolo era un hombre valiente y tuvo el coraje como decano de contar su verdad en los plenos del CGAE, algo que casi nadie es capaz de hacer si no tiene el valor que tenía Manolo.

Fue tres veces decano de Sabadell y siempre supo el lado del que debía estar un decano, que es al lado de los suyos, de los abogados y abogadas de a pie. Cuando vi que aparecía por el Congreso de Córdoba de 2019 supe que habíamos acertado porque si Manolo estaba allí es porque estábamos en el camino y en lugar correctos.

Hoy me entero que ha muerto en Santiago, el lugar hasta el que caminó más que nadie en el mundo y algo se me rompe en el corazón porque, seguramente, nunca aprovechamos bastante su coraje y su ilusión. Si algo me consuela es que murió en ese lugar hasta el que caminó tantas veces, supongo que él no habría querido que fuese de otra forma.

Manolo, te recordaré siempre.

El congreso que viene

El jueves y el viernes se celebrará el congreso oficial de la abogacía institucional y su presidenta, Victoria Ortega, llega adornada de todos los problemas que ella misma ha creado y en los que ha sumido a toda la abogacía española.

Ella lo sabe y, como siempre, recurrirá a la vieja coartada de efectuar llamamientos a la unidad a través de sus jefes de centuria.

Pero… ¿unidad en torno a qué? ¿a ella?

Permítanme que les cuente una historia y me explique. Cuando yo era niño formaba parte de nuestro programa educativo la asignatura llamada de «Formación del Espíritu Nacional» (FEN). A través de esa asignatura el régimen nos adoctrinaba en lo que ellos llamaban «democracia orgánica», una forma de «democracia» en la cual la representación popular no se ejercía a través del sufragio universal sino a través de las relaciones sociales que la dictadura consideraba «naturales»: familia, municipio, sindicato y movimiento; grupos (“tercios” los llamaba el régimen) de entre los que resultaba particularmente curiosa aquella organización a la que el régimen llamaba «sindicato».

Los sindicatos del franquismo a mí, aunque era un niño, me resultaban sorprendentes, pues, lejos de ser sindicatos de trabajadores eran sindicatos donde estaban juntos los obreros, los «técnicos» (obreros cualificados) y los empresarios. Yo no entendía bien como iban a reclamar los obreros de un sindicato vertical de esos un aumento de sueldo, no veía yo a trabajadores y empresarios compartiendo objetivos y sentados en el mismo bando en esa negociación.

El régimen cantaba las virtudes de la «unidad» de estos sindicatos verticales (recuerdo algún discurso delirante del ministro José Solís Ruíz sobre la «fraternal» unión de empresarios, técnicos y obreros) pero la realidad es que esta organización sindical no servía para canalizar los intereses de los trabajadores sino solo para silenciar la protesta y domesticar cualquier intento de reforma. Anualmente en el Bernabeu se celebraba una «Demostración Sindical» donde unos atléticos y domesticados obreros ilustraban las virtudes de la «unidad» realizando tablas de gimnasia.

Aquella democracia «orgánica» (tan elocuentemente cantada en el preámbulo de la vigente Ley de Colegios que aún regula nuestros colegios y consejos generales) y aquellos sindicatos «verticales» que el régimen se empeñaba en mantener cantando las virtudes de la «unidad» estaban fuera de lo que el mundo libre consideraba como sindicatos o democracia de verdad, pero con ellos se fue tirando hasta que la Constitución de 1978 los borró de un plumazo.

Hija de aquel régimen político orgánico de familia, municipio, sindicato y movimiento, es nuestra Ley 2/1974 de 13 de febrero que regula los Colegios Profesionales (sí, ha leído usted bien, 13 de febrero de 1974) y, si bien muchos de sus artículos han sido derogados por inconstitucionales, hay modos y maneras en las personas que ocupan los cargos dirigentes de esas agrupaciones que parecen haberse perpetuado hasta nuestros días.

De hecho son tan parecidos que, cuando reciben alguna crítica, reaccionan exactamente igual que aquellos sindicatos verticales: llamando a la «unidad».

Usar la «unidad» como coartada es precisamente lo que hacía aquel viejo sindicato vertical del que les hablo; si el trabajador exigía mejores condiciones, ser hartaba de no ser escuchado y se manifestaba, el sindicato vertical le acusaba de romper la «unidad», como si la unidad, por si sola, fuese algún tipo de valor sagrado.

Es por eso que, cuando alguien me habla de unidad, no me queda más remedio que preguntarle:

¿Unidad en torno a qué?

Porque puede ocurrir que la unidad que usted me pide esté más cerca de omertá mafiosa que de la real y genuina cooperación en torno a ideas y principios.

Hay formas de conducta (responder a la crítica pidiendo «unidad», considerar las peticiones de transparencia como una afrenta, reputar malintencionada cualquier opinión discrepante…) que tienen mejor encaje en la España de 1974 que en la de 2022.

En la república de las abogadas y abogados, todos son iguales a todos y nadie es más que nadie y es por eso por lo que criticar la discrepancia es una repugnante forma de defender la posición o la prebenda propia.

La principal obligación de cualquier miembro de un grupo social es ser honesto consigo mismo y manifestar lo que piensa, porque es de este modo y no de otro es como mejor sirve a los intereses del grupo, diciendo en cada momento lo que cree más conveniente y mejor para todos.

Si alguien cree que quien así procede atenta contra la «unidad» es que aún no ha entendido los principios básicos de la vida en democracia; o peor aún: pretende mantener un status quo del que se beneficia personalmente.

Por eso en la igualitaria república de las abogadas y abogados todas las opiniones caben y son tan valiosas la opiniones discrepantes porque, cuando lo que se persigue es el interés del grupo, no importa que existan caminos distintos para alcanzar el destino compartido.

Espero que la libertad y la valentía gobiernen las acciones de los participantes en ese congreso antes que el miedo y el interés personal.

Y por la justicia ¿alguien hace huelga?

Denuncio en una red social que un país no puede tener su justicia paralizada seis meses y un funcionario me responde

«La justicia lleva dejada de la mano del Gobierno de turno desde hace decadas lo que ocurre es que ahora, cuando los funcionarios han dicho «hasta aqui» por tema de pasta no ha salido a la luz. Mientras …todos asumiamos la situacion como borregos. Que sirva esto al menos».

Y pienso, sí, la Justicia lleva dejada de la mano hace décadas, es verdad, pero lo que se reivindica —seguramente con justicia— no es que se la cuide sino más salario.

Leo, más tarde, a una amiga, Ana Maria Acero Velasco, escribir sobre una entrevista radiofónica a una fiscal que resume diciendo:

Hoy en la radio una representante de una Asociación de Fiscales denuncia que hay mucha carga de trabajo, que se necesitan más fiscales, que es caótica la situación… Pero que en la huelga lo que exigen es más dinero no más fiscales.

Y pienso que, en realidad, la justicia parece importarnos a todos un carajo, que el centro de nuestras reivindicaciones es siempre nuestro dinero y que lo demás siempre puede esperar. Una justicia fallida pareciera ser solo una parte del argumentario para reivindicar mejoras económicas para los «operadores».

Y no digo que las reclamaciones económicas no sean justas —lo son— sólo pienso que los seres humanos estamos siempre más dispuestos a llevar adelante medidas de presión para defender el interés propio que el interés común.

Y pienso que, si todos los operadores jurídicos defendiésemos conjuntamente la justicia, nuestra razón de ser, muy probablemente no necesitaríamos andar en conflicto por los intereses económicos propios de nuestor sector. La falta de fiscales, jueces o funcionarios no genera movilizaciones, las retribuciones sí.

Y no digo que esté mal, es legítimo reclamar lo propio, pero me embarga el temor de que, si los sueldos suben, seguiremos durante años con una justicia deleznable pero, eso sí, sostenida por operadores satisfechos.

Igual es que la justicia a todos nos importa poco y es sólo y de tanto en tanto, no más que una coartada.

La ministra cofrade

España es un estado aconfesional, no existe ninguna religión oficial del estado y rige el principio de libertad religiosa. Conforme a tales principios el estado no debe inmiscuirse en actividades religiosas de ninguno de los cultos existentes y permanecer ajeno a ellas.

Ocurre sin embargo que España no es un país surgido de la nada pues nuestro país, España, ha sido un estado de fuerte tradición católica y donde muchas de nuestras costumbres están permeadas por tradiciones de naturaleza religiosa y la Semana Santa es una de ellas.

Con el advenimiento de la democracia se cuestionó la legalidad de la presencia de corporaciones públicas en manifestaciones de naturaleza religiosa y, en virtud de las primeras y vacilantes interpretaciones de las relaciones iglesia-estado muchas situaciones en que el estado intervenía en, por ejemplo, procesiones se redujeron drásticamente. Finalmente la jurisprudencia fijó una entente lógica y razonable que, básicamente consistía en que, para que una corporación pública pudiese participar en una manifestación religiosa, se exigían tres requisitos:

Primero. Que la participación de la corporación pública en esa manifestación tuviese una tradición acreditada. Así, por ejemplo, en Cartagena el piquete de la Infantería de Marina escolta al tercio y trono de San Pedro porque es tradición inveterada y todos lo sabemos.

Segundo. Que dicha participación tenga algún mínimo enlace lógico con la manifestación religiosa en que se produce. Así por ejemplo en muchas procesiones de el Entierro de Jesús la corporación municipal marcha tras el trono del Santo Entierro.

Tercero. Que la presencia de la corporación pública en la manifestación religiosa en ningún caso tenga una finalidad proselitista ni de superioridad del credo en que se produce.

Y digo todo esto porque hoy, mirando el Timeline de twitter de la Ministra de Justicia Pilar Llop la veo en Sevilla haciéndose fotos en todo tipo de acto religioso. Y me rechina.

Porque, que yo sepa, no existe una tradición acreditada de presencia de los Ministros de Justicia en tales actos ni veo conexión lógica entre la presencia de la ministra y el acto, a salvo de… La pura propaganda electoral.

Hoy la Ministra se ha hecho unas fotos en Sevilla con «La Estrella» una virgen a la que los sevillanos conocen con la advocación de «La Valiente» y he reparado que, si Pilar Llop, miembro de un gobierno especialmente vinculado con la llamada memoria histórica, conociese la historia de por qué a La Estrella la llaman «La Valiente» quizá hubiese hecho bien ahorrándose la visita.

A esta virgen se le llama «La Valiente» porque en 1932 —si no recuerdo mal— tras la quema de iglesias e imágenes habida en Sevilla muchas hermandades decidieron cancelar su salida en la semana santa de ese año. Pero en la calle de San Jacinto, en Triana, esta hermandad decidió salir a pesar del riesgo. Y salió y entró en Sevilla por el Altozano.

A su paso se le arrojaron objetos, hubo tensión y miedo, pero para cuando la Estrella entró en Campana la calle era un clamor de vítores. De vuelta a su barrio volvió la tensión y hasta se disparó contra el paso.

Yo no estaba allí, obviamente, pero como me lo contaron te lo cuento y esta es la historia que corre por Sevilla con pocas variantes.

Hoy la ministra y muchos otros ministrillos y ministrables, concejalillos y concejalables de todos los partidos andan por España buscando un paso o trono que les garantice una imagen amable que difundir por las redes sociales y a mí todo eso me suena a la muy pascual figura de los hipócritas fariseos.

Los hermanos mayores de las cofradías tampoco ponen coto a esta pasarela cibeles política primaveral; a ellos esto le gusta, se dan tono, sacan barriga.

Si el lunes de pasión se conmemora la violenta expulsión de los mercaderes del templo a latigazos, igual este año debiera recordarse por los hermanos de las cofradías y aplicarlo a los políticos de todos los partidos —todos, que a la derecha también le gusta y mucho el puchero— que acuden a las iglesias a hacerse publicidad electoral.

Ya, ya sé que todos pueden decir que van a título particular, pero la cara de una ministra resulta inescindible de su cargo.

Me horrorizó ver a Catalá (PP) con la varita en la mano besando cruces en una procesión y me horroriza ver a Pilar Llop (PSOE) ministra de justicia manejando el llamador para ordenar que los costaleros levanten el paso.

Sí, pueden ir a título particular, pero cuando alguien va a la procesión a título particular y no a convertir en un acto electoral una tradición confesional lo ha de hacer como en Sevilla está mandado: con la cara tapada y desde tu casa a la iglesia por el camino más corto, pero, en estas condiciones, las procesiones no le interesan a ningún político.

Los jueces amenazan huelga, los funcionarios de justicia amenazan huelga, los abogados de oficio trabando en régimen de esclavitud y la ministra, en lugar de ordenar esta pasión según san Mateo que es la justicia española, se va a tomarse fotos con olvido de cuál es el papel que debe jugar un cargo público en una manifestación confesional.

Ni es el momento, ni es la ocasión, pero para los políticos cualquier momento, cualquier motivo y cualquier medio es bueno para ganar unos votos.

No puedo con ello.

Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

La libertad de expresión no es la libertad de decir lo primero que se te ocurra; decir majaderías, emitir rebuznos o lanzar ladridos es algo para lo que, muy probablemente, la libertad de expresión no fue pensada.

Los rebuznos más habituales del discurso humano son las falacias de entre las cuales destaca, antes que ninguna otra, la falacia «ad hominem», esa que se caracteriza por intentar desacreditar a la persona que defiende una postura, señalando una característica o creencia impopular de esa persona, en vez de analizar el contenido del argumento que defiende la postura contraria.

La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, decían los antiguos sabios, la falacia «ad hominem» trata de desacreditar al porquero por su trabajo, no por la veracidad o inveracidad de sus afirmaciones; la falacia «ad hominem» es esa que cuando te acusan de corrupto te hace ladrar ¡fascista! o ¡perroflauta! a tu interlocutor… es la falacia del «¡y tú más!». Es esa que cuando se analizan las acciones del Tito Berni responde Rato o cuando se juzga Gürtel responde ERE.

La falacia «ad hominem» jamás conduce a la verdad sino sólo a la bronca; es una falacia tabernaria, grosera, faltona e incapaz de generar nada bueno para la convivencia. La falacia «ad hominem» es propia de mala gente y es por eso lamentable que no se enseñe en el colegio desde las edades más tiernas a despreciar a quien la usa, sería una enorme contribución a la mejora de este país.

Hay muchos más tipos de rebuznos habituales en el entendimiento humano, desde el «ad hoc ergo propter hoc» al casi siempre mal utilizado argumento de autoridad, pero, seguramente, ninguno tan disolvente y despreciable como este de la falacia «ad hominem».

Toda libertad lleva aparejada una responsabilidad y cuando la libertad es grande la responsabilidad es grande también. Si la libertad de expresión es grande tu responsabilidad antes de usarla es pensar y trabajar tu pensamiento con la misma grandeza con que te es permitido expresarlo para que, aquello que expreses, sirva para generar una sociedad mejor y no sirva solo para envenenarla.

Economía de mercado y abogacía

Cuando en tercero de derecho me tocó estudiar Economía Política me pareció un sinsentido pero, como yo venía de un bachiller de ciencias, aquello de las gráficas y las curvas representó una oportunidad para mí. A la edad en que se cursa la carrera los seres humanos no estamos para muchos estudios pues nos preocupan mucho más otros asuntos de forma que, a mí, aquella asignatura, sólo me gustaba porque me ofrecía la posibilidad de explicarle a alguna compañera —que en otras circunstancias ni me hubiese mirado— qué significaba eso de que «el coste marginal se calcula como la derivada de la función del coste total con respecto a la cantidad». En realidad yo creo que el profe, cuando soltaba esa retahíla, era plenamente consciente de que ni era necesaria ni nadie le entendía pero —como él también era joven— no dejaba pasar la oportunidad de darse tono y a mí, la verdad, no me venía mal aquello porque, el haber estudiado matemáticas hasta COU y haberme peleado con Rouché-Frobenius o con el Polinomio de Lagrange, ahora tenía para mí una utilidad práctica jamás pensada por Don Antonio, mi inolvidable profesor de matemáticas.

Sin embargo, a mí, las bases de toda aquella construcción económica me parecían una absoluta filfa.

Todavía guardo en la biblioteca de mi despacho los manuales de economía de Spencer y de Lipsey que, curiosamente, me compré después de acabada la asignatura, porque a mí las cosas por obligación no me salen pero perder el tiempo se me da genial, así que, años después de aprobada la asignatura, me compré dos de los tres manuales clásicos (Samuelson, Spencer y Lipsey) para tratar de ver si mis percepciones eran erróneas; pero no, de entonces a hoy sigo pensando que los principios sobre los que se construye esa teoría (casi una religión para muchos) no me convencen en absoluto sin perjuicio de reconocer que algo —o mucho— de razón pueden tener, sobre todo en economías primitivas.

Ahora, al cabo de los años, me encuentro con que el sanedrín de tal teoría económica ha encargado al Santo Oficio de su muy mercantil iglesia —la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia— pronunciarse sobre un aspecto económico de la profesión a la que he dedicado mi vida y, por lo que veo, esta lo ha hecho con inquisitorial fe en los dogmas de su secta, incapaz de comprender que su doctrina tiene límites. Y el Santo Oficio ha actuado convirtiendo todos los problemas que presenta la faceta económica de una profesión que no entienden en clavos aptos para ser machacados con su martillo ideológico.

Sí, me doy cuenta de que el párrafo anterior me ha quedado del todo barroco y que lo del martillo me la ha dejado botando para hacer un juego de palabras con la inquisitorial CNMC y el «Malleus Maleficarum» del Santo Oficio; pero me contendré, el Santo Oficio no sé si merece que le haga ahora este feo.

Y dicho todo lo anterior —que muy bien pudiera haberme ahorrado— vamos a hablar de lo que quiero hablar: de las costas de los abogados. Pero antes, vamos a repasar un poco esa doctrina económica que ha servido de base para poner en tela de juicio la forma en que actualmente se tasan las costas de los abogados.

En 1776 un profesor escocés, Adam Smith, publicó «The wealth of nations», un libro de capital importancia para la civilización occidental. Este libro consiguió para él el título de «fundador de la economía moderna» porque en él enunciaba claramente su principio de la «Mano Invisible»; es decir, la idea de que, si se permite a cada individuo que persiga su propio interés sin interferencia del gobierno, estos individuos se verían llevados, como dirigidos por una mano invisible, a conseguir lo que es mejor para la sociedad. Veamos cómo lo dice Adam Smith:

«Un individuo no intenta promover el interés público ni sabe que lo está promoviendo… Él pretende sólamente su propia ganancia y es conducido por una mano invisible a promover un fin que no formaba parte de su intención. No es de la benevolencia del carnicero, ni de la del vendedor de cervezas o del panadero, de la que esperamos nuestra comida, sino de su consideración de su interés propio. No apelamos a su filantropía sino a su egoísmo personal y no le hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas».

Este planteamiento, defendido con fe evangélica por muchos prohombres (vgr. Ronald Reagan) y muchas promujeres (vgr. Margaret Thatcher) ha caracterizado a la civilización occidental y, sin duda, alguna noche habrá sido objeto de debate para ti y tus amigos y amigas. ¿Por qué hacen las cosas los seres humanos? ¿Por interés propio o acaso existen el altruismo y otras motivaciones no monetarias? ¿Es el interés económico lo único que mueve al ser humano?

Seguro que este debate ha aparecido en algún momento de tu vida en tu círculo más cercano y estoy seguro también que ha dado lugar a intensas discusiones.

De ser cierto que un individuo «pretende solamente su propia ganancia» habremos de reconocer que todas las consecuencias extraídas de este principio por Adam Smith y los economistas que siguen sus postulados son más o menos acertadas pero, de ser falso, todas las consecuencias, filosóficas, lógicas y legales extraídas del mismo deben ser puestas en cuestión.

Adam Smith, para analizar algunos de sus postulados utilizó como ejemplo una fábrica de alfileres y con este ejemplo ilustró aspectos como la división del trabajo y otros. Ocurre sin embargo que el ejercicio de la abogacía no guarda demasiada relación con la fabricación de alfileres, ni con la manufactura de mercancias textiles o el cultivo de cucurbitáceas; el ejercicio de la abogacía está sometido a principios distintos. Vamos a echarles un vistazo.

Si eres abogado seguro que te ha pasado: la parte contraria te propone un acuerdo favorable para tu parte, tu cliente cobrará y tú cobrarás, pero tu cliente te ordena proseguir el pleito pues, movido por el odio o la simple avidez, él quiere más aunque, tú, sabes que la victoria es dudosa e incluso corres el riesgo de perder y ser condenado en costas.

Tu cliente te ordena que prosigas y entonces tú… ¿qué haces? ¿seguir tu interés económico u obedecer sus instrucciones? ¿Qué haría Adam Smith en ese caso?

No, muy a menudo los seres humanos no buscan solo «su propia ganancia», impulsos morales, deberes deontológicos e incluso legales les imponen tomar decisiones contrarias a ese interés egoista de la búsqueda de la propia ganancia. Pregunten a los sanitarios que arriesgaron su salud en la epidemia del Covid-19; pregunten a un bombero que, cuando todos huyen, tiene el deber de dirigirse al fuego; pregunten al policía, al guardia civil o al soldado que, en situación de riesgo vital, deben hacer frente a la situación aumentando su propio riesgo. No, no en todos los casos el «propio interés» es el criterio a perseguir —aunque ciertamente se desee— sino que, en muchas actividades, el interés económico debe ceder, en virtud de un mandato moral o legal, ante un valor superior y distinto. ¿Es este el caso de la abogacía?

Y no pensemos que el principio de «seguir su propia ganancia» se quiebra solo en el caso de los servidores públicos que he citado, pensemos también —¿por qué no?— en activistas que anteponen la defensa de determinados derechos y principios no sólo a su propio interés económico sino incluso a su interés vital y es que, de ese tipo de personas, también encontramos muchos y muy buenos ejemplos entre los abogados y abogadas del mundo; por no ir más lejos déjenme mencionar aquí el caso de un abogado que, en defensa de la igualdad de todos los seres humanos, permaneció 27 años de su vida encarcelado; se llamaba Nelson Mandela y sí, era abogado… como tú.

No, no en todas las ocasiones los seres humanos anteponen «su propia ganancia» a cualquier otra consideración y en el caso del ejercicio de la abogacía esta es una situación que se produce mucho más a menudo de lo que puede pensar cualquier inquisidor de la CNMC y es precisamente por eso por lo que la ley sanciona determinadas conductas de los letrados, para que tal no ocurra y letrados y letradas hayamos de defender siempre la justicia o el interés del cliente con preferencia al interés propio.

Y es precisamente porque no es el interés o la propia ganancia el principio que gobierna la labor de un abogado o abogada por lo que no pueden aplicarse sin matización las reglas básicas de la economía clásica, pues hay un interés superior al del propio interés de las partes que defender.

En un proceso hay principios que se deben respetar siempre y eso es así porque el proceso debe ser, antes que nada, justo; se trata de defender el primer valor de nuestro ordenamiento jurídico: la justicia.  Es algo parecido a lo que pasa con una intervención médica, no es el interés del cirujano el primer valor en juego sino la salud del paciente y es por eso que si un cirujano ofreciese operaciones de apendicitis a 150€ todos sabríamos que el paciente que aceptase ese presupuesto no tendría derecho ni a ser anestesiado. En el caso de los procesos judiciales pasa lo mismo ¿le parece a usted que defender un homicidio por 150€ es razonable? ¿y un divorcio? ¿Y si la ley de la oferta y la demanda así lo determinan, lo aceptaremos?

Los estados han establecido sistemas públicos de sanidad (algo contrario a los principios extremos de la pura economía de mercado) porque hay principios superiores al de «la propia ganancia» y, del mismo modo, los estados, para asegurar la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos independientemente de su capacidad económica, ofrecen un sistema de asistencia jurídica gratuita que… que… que…

Que es una vergüenza y una ofensa para cualquier gobierno que haya puesto sus posaderas en el banco azul de la Carrera de San Jerónimo o para cualquier ministro de justicia que haya contaminado con su presencia el palacete de la Calle San Bernardo 21 de Madrid.

Ese derecho constitucional a la asistencia jurídica gratuita se ha construido sobre la explotación infame y desvergonzada de los miembros de una profesión estableciendo como obligatorio un servicio que se retribuye según le da la gana —y siempre le da muy poca gana— al gobernante. En tiempos pasados les llamaban esclavos, ahora les llaman «profesionales que prestan el servicio de asistencia jurídica gratuita». ¿Eso no contraviene los dogmas de la economía de mercado? ¿eso no infringe las más elementales exigencias de la vergüenza?

¿Cómo puede pretenderse que en España exista igualdad de armas en un proceso donde se pagan al letrado cantidades que ni permiten dedicar al caso el tiempo necesario ni acercase siquiera a ver al cliente a prisión? ¿Igualdad de armas dice usted? Si existe la igualdad de armas es porque esa doctrina de Adam Smith que asume como dogma la CNMC no rige en el caso de la abogacía de oficio porque, esta, al «principio del propio interés» antepone la vieja virtud de la vergüenza, ese valor —la vergüenza— que es ajeno a los ministros y consejeros de justicia de España cuando de justicia gratuita se trata.

En la justicia gratuita y en la no gratuita, sépase y no se olvide, el principio del «propio interés» cede siempre a las exigencias de principios y valores que no se encuentran en la fábrica de alfileres de Adam Smith pero que aún existen en el alma y en la mente de una abogacía que se resiste a desaparecer, que se resiste a ser absorbida por empresas que, camuflándose bajo el manto ilustre de la abogacía, no son sino traficantes de carne.

Hay un plan bien trazado para acabar con nuestra profesión por quienes quieren hacer de ella un negocio y que deje de ser el «oficio» (officium) del que les hablaba en el post anterior. Quienes impulsan este plan, obviamente, no son abogados sino estos sedicentes «grandes» bufetes manejados por los titiriteros habituales, los bancos y compañías de seguros que financian los partidos de quienes luego hacen las leyes. Ellos tienen acceso e interlocución con los gobiernos y tienen bien establecidos sus lobbies y grupos de presión.

Es por eso por lo que los sucesivos gobiernos quieren reducir la planta judicial, porque esos «grandes» bufetes pueden tener sedes en las 50 grandes ciudades pero no en los 433 partidos judiciales donde todas las mañanas pelea la abogacía que amo: la abogacía de verdad. Para estos mercaderes hay que hacer que los ciudadanos, los consumidores, sean los que se desplacen en busca de justicia para que ellos puedan hacer un mejor negocio abriendo pocas tiendas y esperan que el estado les ayude —y de hecho les ayuda— en tal tarea.

Es por eso que se redujo a poco más de 50 los juzgados hipotecarios, no para acercar las justicia a la parte débil, los consumidores, sino para alejarla en beneficio de los bancos.

Es por eso también que no se arregla la conciliación laboral y familiar en el mundo de la abogacía, porque para los «grandes» despachos los abogados son elementos fungibles y no es problema alguno, mientras que para la abogacía de verdad la relación cliente-letrado es personalísima y por ello la conciliación es un problema vital.

Es por eso también que se prepara la legislación reguladora de grandes litigios colectivos de forma que los fondos de inversión —que hace años que presionan en este sentido— puedan financiar grandes procedimientos con los que hacer grandes negocios manejando grandes masas de consumidores.

Es por eso también que quisieron introducir las tasas judiciales mientras el ministro mentía como un bellaco soltando los infundios de que los españoles eran querulantes o que el dinero se destinaría a la justicia gratuita. Ese infame nunca pagó su vesania.

Es por eso que las costas son rebajadas o puestas en cuestión cuando han de cobrarlas los particulares, pero ni a una voz se le ha oído decir que es un abuso intolerable que los bancos, por una demanda a multicopista, presupuesten y embarguen desde el primer momento en sus ejecutivos un 30% para intereses, gastos y costas.

Es por eso que las aseguradoras y su lobby limitaron la libre valoración del daño corporal mediante un baremo que valoraba todos los casos igual e impedía a la judicatura juzgar el caso concreto. En 1995 la indemnización por día de baja era de unas 8000-10000 pesetas, hoy, casi 30 años después sigue siendo siendo lo mismo.

Es por eso que bancos y compañías de seguros establecen baremos leoninos para pagar a sus abogados teóricamente externos, quienes, debido al volumen de trabajo que reciben quedan convertidos virtualmente en trabajadores fijos del banco o la compañía pues, con todos los huevos en esa cesta, su capacidad de negociación es inexistente.

Es por eso que todas las compañías de seguros rebajaron la cobertura del seguro de defensa jurídica a límites ridículos y combaten un día sí y otro también el derecho de los consumidores a la libre elección de letrado.

Y es también por eso que no se cuestiona que bancos y aseguradoras usen de la lentitud de la justicia como parapeto frente a los consumidores, provocando un uso intensivo de la administración de justicia, mientras ellos, a través de sus rápidos juicios ejecutivos, la utilizan como un barato cobrador del frac.

Y podría seguir «ad infinitum»… aunque quizá no sea nada de esto lo peor, porque lo peor quizá sea que, quien debiera defender a la abogacía de verdad, a la auténtica, sigue de fiesta en fiesta y de medalla en medalla, cobrando dietas por comer canapés y sin querer decir a quienes le pagan las dietas cuanto se lleva de lo que todos ponen.

La abogacía de verdad se acaba y mientras muere de hambre y de abandono, a su alrededor, todo son festejos y mascaradas de quienes, por acción u omisión, la están matando.

Pero afortunadamente aún no ha muerto ese espíritu por el que merece la pena vivir y por el que, muchos y muchas, decidimos dedicar nuestras vidas a esa abogacía que, aunque herida, sigue viva y aún no ha dicho su última palabra.

(Continuará).