La escasez es un concepto central para la economía y ha sido subrayado en mayor o menor medida por todas las escuelas económicas. La definición clásica de lo que sea la economía es de Lionel Robbins, quien afirma:
«La economía es la ciencia que se encarga del estudio de la satisfacción de las necesidades humanas mediante bienes que, siendo escasos, tienen usos alternativos entre los cuales hay que optar«.
La propiedad es un concepto que sigue de forma lógica a la escasez: cuando un bien no es escaso y se encuentra a disposición de de todos en cantidades inagotables el derecho de propiedad se torna innecesario; es por eso que, hasta hoy, el aire ha sido gratis y nadie ha tratado de ostentar sobre el mismo un derecho de propiedad. Ciertamente, algún puntilloso me dirá que en estos tiempos el aire limpio se está volviendo escaso, y yo, por mi parte, no podré sino responderle que precisamente por eso ya se empieza a comerciar con él, aunque sea en forma de cupos de emisiones de gases derivados del protocolo de Kioto.
En fin, no nos apartemos del tema, la propiedad sólo tiene sentido respecto de los bienes escasos, los bienes superabundantes, inagotables, son bienes para los cuales no fue pensado el derecho de propiedad.
El derecho de propiedad se configura como un juego de suma cero; es decir, un juego en que la ganancia o pérdida de un participante se equilibra con exactitud con las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Dicho de otro modo, si yo te vendo una mesa tú tendrás la mesa y yo no; si tú me entregas dinero a cambio de la mesa yo tendré el dinero y tú no. Simple y efectivo, hasta un niño lo entendería.
Ahora bien ¿qué ocurre cuando los bienes no son escasos, sino inagotables, y están a disposición de todos, en todo momento y en la cantidad en que los necesiten?
Entonces la propiedad ya no es necesaria, es sólo una enfermedad. Nadie pagaría por respirar un aire del que nadie puede privarme; ni nadie, que no fuese un estafador o un artista, sería capaz de vender «porciones de inmaterialidad» a cambio de oro o de otra cosa.
Dicho esto pasemos a lo que nos ocupa. Como ya tuve ocasión de reflexionar en otro post de éste blog existen unos bienes (a los que llamé informacionales) que no pueden ser objeto de propiedad en el sentido clásico, pues ni pueden reivindicarse ni mucho menos transmitirse como un juego de suma cero. Es el caso de los bienes informacionales, de las ideas, de la educación.
Como escribió Thomas Jefferson (él mismo un inventor, así como el primer Examinador de Patentes de EE.UU.):
“El que recibe una idea de mí, recibe instrucción sin que yo pierda la mía, igual que quien enciende su lámpara en la mina, recibe luz sin dejarme a mí en la oscuridad.”(1)
Es decir que si yo le entrego a usted una idea yo no tengo por qué quedarme sin la idea (de hecho la conservo) aunque usted, si paga por ella, ciertamente sí se queda sin su dinero porque, al menos hasta hoy, el dinero es un bien bastante escaso y no parece que eso vaya a cambiar en el futuro. La idea así entregada se propaga y puede propagarse tanto como sea preciso, nunca habrá escasez.
Éste tipo de bienes informacionales, por tanto, no son susceptibles de ser analizados ni regulados desde el prisma de la economía clásica o del derecho clásico y esto, naturalmente, planteaba un problema grave para los capitalistas de la época ¿si no podemos ser propietarios de las ideas cómo podremos comerciar con ellas?
Para poder comerciar y sujetar a los bienes informacionales a las reglas de la economía clásica era preciso, antes que nada, que fuesen escasos y, para ello, se ideó un sistema para crear la escasez artificial de estos bienes. La herramienta fue el derecho.
Primero el derecho declaró que estos bienes eran susceptibles de ser poseídos y decidió que, puesto que no eran una propiedad común, serían una propiedad «especial» (artículos 428 y 429 del Código Civil). Como tampoco había forma de otorgar a los «propietarios» de estos bienes las facultades que cualquier propietario tiene sobre cualquier bien mueble o inmueble, se les concedió a estos «propietarios» de bienes informacionales una especie de patente o monopolio legal. Y así, donde no hubo nunca escasez ahora la había, y donde no existían las palabras de «tuyo» y «mío» ya pudieron pronunciarse, y venderse y comprarse y arrendarse a cambio de dinero bienes que, como el aire, hasta ese momento habían fluído libremente.
Como toda decisión legislativa, éste sistema de «propiedad especial» no es neutral, favorece a unos y perjudica a otros. Comprobar a quienes favorece y a quienes perjudica será objeto de otros post aunque, a estas alturas, supongo que se imaginarán que esta regulación, como la crisis, como el paro, perjudica a ese grupo de personas a los que hemos dado en llamar «los mismos de siempre».
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(1) Thomas Jefferson a Isaac McPherson, 13 de agosto de 1813, carta incluida en The Writings of Thomas Jefferson, vol. 13, ed. A.A. Lipscomb andA.E. Bergh (Washington, D.C.: Thomas Jefferson Memorial Association, 1904), pp. 326–38. Jefferson reconocía que puesto que las ideas no son escasas, la patente y los derechos de autor no son derechos naturales y sólo pueden justificarse, si es posible hacerlo, desde la postura utilitaria de promover invenciones útiles y obras literarias (e incluso en este caso, deben crearse por ley, puesto que no son derechos naturales). Ver Palmer, “Intellectual Property: A Non-Posnerian Law and Economics Approach,” p. 278 n. 53. Tampoco esto significa que Jefferson apoyara las patentes, ni desde el punto de vista utilitarista. El historiador sobre patentes Edward C. Walterscheid explica que “a lo largo de su vida, [Jefferson] mantuvo un saludable escepticismo acerca del valor del sistema de patentes.” “Thomas Jefferson and the Patent Act of 1793,” Essays in History 40 (1998).
http://www.carmenpouget.wordpress.com
🙂
Sencillamente excelente análisis.
Ciertamente las ideas nunca podrán ser vendidas. Es por eso que siempre existirán parodias, adaptaciones y refritos de toda clase de eventos u objetos producidos a través de una idea.
Si yo escribo un libro de apariencia muy original, nadie puede saber con precisión, en la medida en que lo logre camuflar bien, si su contenido fue inspirado en ideas anteriores, o en un quimérico desborde de genuinidad pura. Por eso resulta errado decir que la propiedad intelectual alude a la idea en sí. La propiedad intelectual alude a la configuración tangible de esa idea.
Si se trata de un champú para la calvicie realizado con ingredientes naturales y exhibido en un paquete con forma de palmera, la patente sólo puede incluir la mezcla precisa de los ingredientes y la forma exacta del pote. Cualquiera puede aprovechar la idea en su estado puro y realizar un champú para la calvicie con otros ingredientes naturales, incluidos algunos de los del mencionado champú, y exhibirlo en una botella en forma de helecho.
De la misma forma sucede con los libros, la música y todos esos bienes donde resulta tan preciada la propiedad intelectual. Lo único que le pertenece al autor es la configuración exacta de las palabras, espacios y signos usados para transmitir su idea, la cual de hecho, fue tomada del entorno real sin pagar algún tipo de concesión por su uso. Si otro autor quiere usar la misma idea, únicamente debe cambiar la configuración de palabras, signos y espacios, para constituir un texto diferente.
Es así como tenemos cientos de libros sobre vampiros, e incluso cientos de libros sobre vampiros adolescentes, enmarcados en historias de amor. Nadie puede contra la libertad indomable de una idea. Pero le hemos encontrado la vuelta protegiendo sus formas objetivas. Si esto no es una hazaña apoteósica del sistema capitalista, entonces no sé qué lo sea.