La mente humana es, al mismo tiempo, brillante y patética. Hemos descubierto la energía nuclear, hemos curado la viruela y muchas otras enfermedades, hemos mandado naves a otros planetas e incluso fuera del sistema solar, pero, en el fondo, individualmente, somos unos perfectos ignorantes cuya supervivencia depende principalmente de los demás.
Un indio apache sabía procurarse alimento, confeccionarse ropa, construir su vivienda, domesticar caballos y pastorear pequeños animales; además tenía sus rudimentarios conocimientos de medicina, de la climatología, botánica y fauna de su entorno así como de determinados recursos minerales e hidrológicos y, en fin, era mucho más autosuficiente que cualquiera de nosotros.
Nosotros usamos un iPhone y nos sentimos sabios cuando desconocemos absolutamente cómo funciona ese cachivache.
Steven Sloman y Philip Fernbach en «The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone» nos cuentan cómo en un experimento se preguntó a un grupo de personas cuánto sabían de una cremallera. Todos respondieron que las usaban a diario pero casi ninguno mostró el menor conocimiento sobre los procesos que una cremallera llevaba a acabo para abrirse o cerrarse.
El ser humano, individualmente, es de una ignorancia supina y sólo cuando produce ideas en equipo alcanza los rasgos de genialidad que han llevado a nuestra especie a los confines de la galaxia —por arriba— y a conocer las más mágicas reglas de la física cuántica por abajo.
Por eso, ver a esos líderes —que no saben cómo funciona una cremallera— o a esas presidencias que mantienen en secreto todo cuanto hacen para reservarse para sí las parcelas de su miserable poder, me produce repugnancia.
La grandeza de una nación o de un colectivo jamás está en sus ignorantes líderes, sino en el conocimiento brillante y profundo de una sociedad que coopera.
Observa cuánto poder trata de acumular un individuo para sí y eso te dará la exacta medida de su estupidez.