De todas partes un poco

Los seres humanos manifestamos una perceptible inclinación hacia la «pureza» y es comprensible, percibir sabores puros (dulce, salado, amargo, umami…) es más sencillo que distinguir todos los complejos matices de un plato de alta cocina.

Sin embargo, los seres humanos somos mestizos, irremediablemente mestizos y en ese mestizaje está nuestra grandeza. Ocurre, sin embargo, que, a los imaginadores de identidades, siempre les han gustado más las identidades puras que las mestizas.

Fíjense, por ejemplo, en el caso de México. Las últimas pruebas de ADN realizadas entre la población mexicana demuestran que el 50% de sus genes son americanos mientras que algo más del 45% son europeos, el pequeño porcentaje restante corresponde a ADN de origen africano y, en mucha menor medida, a otros orígenes. Esta mezcla, curiosamente, se da incluso en las comunidades más aparentemente «indígenas» del país.

En España, recientemente, se ha descubierto que nuestro ADN por vía paterna es de origen indoeuropeo porque, en algún momento del pasado, este pueblo —cuyo idioma está en el origen de casi todas las lenguas europeas— llegó a la península y acabó con la población masculina autóctona mezclándose con la femenina.

No imagino a ningún español (aunque siempre hay una mata para un tiesto) reivindicando su pasado autóctono y tratando a esos malvados indoeuropeos como repugnantes invasores. Somos sus hijos, es la historia, no podemos ni debemos hacer nada a estas alturas.

Y si genéticamente todos los seres humanos somos mestizos, también lo somos culturalmente aunque, como en el caso de los sabores, seamos incapaces de distinguir la procedencia de cada uno de los millones de matices que componen nuestra cultura.

Hoy mientras contaba una anécdota de hace años he hablado del posible origen carthaginés del nombre de Barcelona. Ha sido una boutade.

Los rastros fenicios en la toponimia mediterránea (y recordemos que los carthagineses eran fenicios) son numerosísimos como lo son los rasgos culturales y religiosos. Me explico.

Los fenicios dieron al mundo una de las invenciones más admirables de la especie humana: el alfabeto. Mientras egipcios y mesopotámicos usaban complejos sistemas silabario-ideográficos los fenicios utilizaban un sistema sencillo de signos que representaban sonidos. El sistema era tan simple que incluso prescindían de escribir las vocales comprendiendo que la carga semántica de las palabras está en las consonantes y no en las vocales. Compruébenlo.

Si yo escribo «BRCLN» usted no tardará en entender que muy probablemente estoy refiriéndome a BaRCeLoNa; sin embargo, si escribo solo las vocales «AEOA», sospecho que usted jamás podrá estar seguro de lo que quiero decir. Es por eso que los fenicios decidieron escribir sin vocales y, a día de hoy, lenguas como el hebreo, el árabe y en general las lenguas semitas, siguen escribiendo sin vocales, aunque con el tiempo han ido incorporando signos especiales.

Esta incorporación se debe a que, cuando no conocemos el sonido de la palabra escrita, podemos entenderla pero no estamos seguros de como la pronunciamos lo que puede dar lugar a dudas; pongamos el ejemplo que me vino a la cabeza cuando pensé en Barcelona.

Al general carthaginés Amílcar le apodaban «Barca», según los textos que nos han llegado pero ello no es exactamente así. Un carthaginés sólo usaría consonantes que, transliteradas, serían «BRC». Pero ¿cómo suena BRC?.

Por los textos cananeos, fenicios, hebreos y arameos sabemos que «BRC» significa algo así como «rayo» pero en los textos antiguos encontramos esta secuencia BRC con muchas y diferentes pronunciaciones; así, por ejemplo, encontramos en la Biblia al profeta BaRuC, discípulo de Jeremías, pero BRC también se puede pronunciar BaRCa o puede dar lugar a un nombre famoso en los Estados Unidos actuales BaRaK (Obama). El alfabeto fenicio y su familia de alfabetos afines (hebreo, arameo, árabe…) era eficaz pero si las palabras no se pronunciaban podía olvidarse su significado y este es el caso del nombre de Dios cuyas consonantes conocemos perfectamente (YHWH) pero, al no pronunciarse su nombre, a día de hoy desconocemos cómo se pronuncia en realidad de forma que, poniendo las vocales de nuestra preferencia, lo mismo nos sale YaHWeH que YeHoWaH.

La falta de consonantes no sólo provoca dificultades de pronunciación sino que, a veces, genera ambigüedades. La secuencia MLK significa habitualmente «rey» y encontrarán numerosos ejemplos en la literatura antigua, por ejemplo en la Biblia en personajes como MeLKisedek, abiMeLeK, o en Fenicia con dioses como MeLKart, el cual, literalmente traducido, significa «el Rey» (MLK) «de la ciudad» (KRT). Sin embargo, al menos en torno al año 900AEC MLK (pronunciado MaLaK) significa también «caravana» de forma que si llega una MLK a Israel desde el Reino de Saba, tendremos dudas de si lo que llega es una caravan o una reina ¿me siguen?.

Estas ambigüedades las solucionaron los griegos utilizando como vocales las letras del alfabeto fenicio que no se usaban en griego y así, el alfabeto fenicio con unos cuantos retoques griegos pasó a ser el alfabeto sobre el que la mayor parte de la humanidad ha construido su cultura. Hebreos y árabes solucionaron las ambigüedades usando de pequeños signos que aclaran exactamentea pronunciación y fue así como los viejos judíos masoretas nos transmitieron los textos más cercanos al Antiguo Testamento que aún hoy usamos.

Pero los fenicios siguen aquí, si miras el nombre ze mi ciudad KRT HDST verás la secuencia KRT que significa ciudad y que ya vimos en MeLKaRT (el dios). HDST significa «nueva» y esa H de HaDaST es la que yo, por puro amor a mi ciudad y su historia, mantengo al escribir Carthago o Carthaginés.

La secuencia KRT la encontrarás en muchos lugares del Mediterráneo como también encontrarás la secuencia GDR (la «muralla», el «muro») que da nombre a la lugares como Gadir (Cádiz), Agadir, etc.

Los fenicios, los cananeos, viven entre nosotros y hasta el dios padre cananeo «El» sigue presente en los nombres que llevamos los españoles (MiguEl, RafaEl, GabriEl, Elias…) y las españolas (IsabEl, Elisa…). Ángeles, Leviathanes, infiernos y demás ideas cananeo-mesopotámicas siguen viviendo entre nosotros aunque somos incapaces de distinguirlas y es que son ya tan parte de nosotros que somos hijos de ellas.

Somos irremediablemente mestizos y si hubiésemos de señalar dónde está nuestra patria —la tierra de nuestros padres— probablemente habríamos de señalar a todas las partes del mundo.

Café con leche y barroco

Suelo ilustrar las cosas que escribo con alguna fotografía de lo que estoy comiendo o voy a comerme y es por eso que, muchos amigos que me leen, piensan que escribo de comida, pero no es así. Si escribiese de comida se me habría agotado hace tiempo el combustible literario (vivo solo, tengo poco tiempo para cocinar y mi repertorio es escaso) pero yo, en realidad, lo que sucede es que escribo de otra cosa para la cual la comida sólo me sirve de pretexto; pre-texto en el sentido literal de la palabra, pues la comida no es más que la puerta para escaparme hacia otros territorios.

Daría igual la comida, que la música, que la pintura o que la entomología; en realidad todas las cosas del universo están contenidas en cada una de las cosas que lo componen de forma que, uno, puede mirar lo que tenga más mano y escribir acto seguido, por ejemplo, de los sumerios… Sí, creo que eso me pasa bastante.

Sin embargo esta mañana es distinto; he encontrado la ocasión de quedarme solo un ratito y me he venido, como cualquier turista japonés de medio pelo, a desayunar a la Plaza Mayor y a pagar el impuesto revolucionario turístico que los aborígenes vetones tienen instituído para cuantos extranjeros quieren disfrutar del entorno.

Y merece la pena, a qué negarlo.

Porque esta mañana no necesito de las tostadas el café o el aceite como excusa para sumergirme en mi particular universo cultural; esta mañana el entorno de la Plaza ya te sumerge por sí mismo en una burbuja cultural de la cual, tristemente, habré de salir en unos minutos.

Volveré, claro que sí, probablemente en septiembre.

Vermú con epojé

Me sirvo un vermut mientras leo y el libro me habla y me dice:

«Cuando un hombre lee un libro no lee lo que el autor del libro dice, sino aquello que el propio lector piensa».

Y tiene razón.

Para Filón de Alejandría las sagradas escrituras eran un texto neoplatónico, en cambio, para el cordobés Maimónides eran un texto Aristotélico. Ni que decir tiene que el primero era neoplatónico y el segundo aristotélico.

Para comprender necesitamos olvidar todo conocimiento previo y tratar de escuchar lo que se nos dice sin juzgar. Necesitamos usar de la epojé, suspender nuestro conocimiento previo y comprender sin juzgar.

Para entender a otras culturas o a otras religiones, filosofías o formas de  pensar debemos «suspender» (epojé) nuestro conocimiento y juicio previos y escuchar y estudiar hasta comprender. Cuando hayamos comprendido ya habrá lugar a otras cosas.

Mientras no hagamos eso no leeremos el libro de nadie, sino nuestro propio libro, nunca escucharemos un discurso de nadie, sino nuestro propio discurso y nunca entenderemos nada, ni siquiera a nosotros mismos.

Hay quien se toma el vermú con una rodaja de naranja, yo lo acompaño con estas otras cosas.

#epojé #neoplatonismo #aristotelismo #vermú #vermouth #vermut #cinzano

Sólo se gana lo que se da

«En cuestiones de cultura y de saber, sólo se pierde lo que se guarda; sólo se gana lo que se da», la frase, de una sorprendente profundidad, es de un poeta que, a partir de la pasada nochevieja, ya nos pertenece un poco más a todos.

Digo lo anterior porque, este año, han pasado al dominio público las obras de Antonio Machado, el autor de la frase, y es que este año se cumplen 80 desde la muerte de este poeta en el exilio. Conforme a lo que él nos enseñó han tenido que pasar 80 años para que su obra haya podido ser entregada a la humanidad y él haya podido ganar su última batalla.

La frase de Don Antonio, sin duda, la firmaría el más radical de los militantes del partido pirata y es por eso llamativo que fuese pronunciada en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, la frase, se enmarca en una vieja tradición del pensamiento español. Déjenme que les cuente una historia.

Cuando en el siglo XVIII en Inglaterra la Reina Ana aprobó la que pasa por ser la primera ley en materia de propiedad intelectual (el llamado «Estatuto de Ana» y oficialmente «An Act for the Encouragement of Learning, by vesting the Copies of Printed Books in the Authors or purchasers of such Copies, during the Times therein mentioned») se enfrentó radicalmente a la posición de la española Escuela de Salamanca en este punto.

Los sabios de Salamanca sabían que la educación, la cultura y las ideas no eran juegos de suma cero. Si un intelectual daba a otras personas sus ideas él no perdería el conocimiento que entregaba. Las ideas y la cultura, a diferencia de las mercaderías, podías darlas sin perderlas y esto hacía que en el mundo de la cultura no existiese la escasez por lo que la forma de comerciar con la cultura, el conocimiento o las ideas debería ser sustancialmente distinto a la forma en que se comerciaba con la materia.

Esta visión de la realidad, absolutamente correcta desde el punto de vista intelectual y filosófico, chocaba con la más tosca percepción de otros pensadores que, a la vista de que en el mundo de la cultura y la ideas no existía escasez, decidieron crearla artificialmente dictando leyes que prohibiesen la difusión de las ideas.

Antes de la aparición de estas leyes, si usted oía una canción bella, podía usted silbarla, cantarla o incluso hacerse juglar e interpretarla libremente y ganarse así la vida. A partir de estas leyes usted ya no podía hacerlo o, al menos, no podía hacerlo sin pagar algún tipo de canon o regalía. Los juristas inventamos la escasez con esas leyes y así pudimos sentirnos tranquilos y seguir aplicando las ideas y los conceptos que habíamos aprendido en el Digesto.

A día de hoy esto de pagar derechos por cualquier producto cultural nos parece natural y obvio y nos parece que esa es la forma correcta de defender la cultura. Sin embargo, antes de dar nada por sentado, quizá deberíamos preguntarnos por qué, sin derechos de autor de ninguna especie, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Virgilio, Horacio, Julio César, Plauto, Terencio, Aristóteles, Platón o el mismísimo Homero escribieron sus obras. Deberíamos preguntarnos por qué las obras de los escultores griegos se reprodujeron sin restricciones en Roma (gracias a esas copias romanas conocemos los originales griegos) o por qué las copias de cuadros clásicos se han llevado a cabo con el beneplácito de la sociedad. ¿Acaso fueron sus obras peores o menos transcendentes que las escritas bajo la vigencia de las leyes de propiedad intelectual?

Consideremos la obra de uno de los creadores modernos por antonomasia: Walt Disney. Su trabajo tuvo tal éxito y ha generado tales ingresos que, hoy, los superhéroes de Marvel, Luke Skywalker y todos los personajes del universo «Star Wars» están en su nómina y ello sin contar a los Mickey Mouse, Pluto o el Pato Donald. Pero ¿Cómo construyó su imperio Disney? Veamos cómo lo cuenta Lawrence Lessig:

En 1928 nació un personaje de dibujos animados. Un temprano Mickey Mouse hizo su debut en mayo de aquel año, en un corto mudo llamado “Plane Crazy”. En noviembre de ese mismo año, en el Cine Colonia de la ciudad de Nueva York, en la primera cinta de dibujos animados sincronizados con sonido, “Steamboat Willie” dio a luz al personaje que se convertiría en Mickey Mouse.

El sonido sincronizado se había introducido en el cine un año antes con la película “El cantor de jazz“. Su éxito llevó a que Walt Disney copiara la técnica y mezclara el sonido con los dibujos animados. Nadie sabía si funcionaría o, si funcionaba, si llegaría a ganarse un público. Pero, cuando Disney hizo una prueba en el verano de 1928, los resultados no dejaron lugar a dudas. Disney describió así aquel experimento:

“Dos de mis muchachos sabían leer música, y uno de ellos sabía tocar el órgano. Los pusimos en una habitación en la que no podían ver la pantalla y lo arreglamos todo para llevar el sonido a la habitación en la que nuestras esposas y amigos iban a ver la película. Los muchachos trabajaban a partir de una partitura con música y efectos sonoros. Después de varias salidas en falso, el sonido y la acción echaron a correr juntos. El organista tocaba la melodía, el resto de nosotros en el departamento de sonido golpeábamos cacerolas y soplábamos silbatos. La sincronización era muy buena.

El efecto en nuestro pequeño público no fue nada menos que electrizante. Respondieron casi instintivamente a esta unión de sonido y animación. Pensé que se estaban burlando de mí. De manera que me senté entre el público y lo hicimos todo otra vez. ¡Era terrible, pero era maravilloso! ¡Y era algo nuevo!”

El socio de entonces de Disney, y uno de los talentos más extraordinarios en el campo de la animación, Ub Iwerks, lo explica con mayor intensidad:

“Nunca he recibido una emoción mayor en mi vida. Nada desde entonces ha estado a la misma altura”.

Disney había creado algo muy nuevo, basándose en algo relativamente nuevo. El sonido sincronizado dio vida a una forma de creatividad que raramente había sido –excepto en manos de Disney– algo más que un relleno para otras películas. Durante toda la historia temprana de la animación, fue la invención de Disney la que marcó el estándar que otros se esforzaron por alcanzar. Y bastante a menudo el gran genio de Disney, su chispa de creatividad, se basó en el trabajo de otros.

Todo esto es algo familiar. Lo que quizá ya no sepas es que 1928 también marcó otra transición importante. Ese año, otro genio, no de la animación sino de la comedia, creo su última película muda producida de forma independiente. Ése genio era Buster Keaton y la película era… “Steamboat Bill Jr.“.

Buster Keaton nació en una familia de actores de Vodevil en 1895. En la era del cine mudo había sido el rey, usando la comedia corporal como forma de arrancarle incontenibles carcajadas a su público. “Steamboat Bill, Jr.” era un clásico de este estilo, famoso entre los cinéfilos por sus números increíbles. La película era puro Keaton, extremadamente popular y de las mejores en su género. “Steamboat Bill, Jr.” apareció antes que la película de dibujos animados de Disney, “Steamboat Willie”.

La coincidencia de títulos no es casual. “Steamboat Willie” es una parodia directa en dibujos animados de “Steamboat Bill”, y ambas tienen como fuente una misma canción. No es solo a partir de la invención del sonido sincronizado en “El cantor de jazz” que obtenemos “Steamboat Willie”. Es también a partir de la invención por parte de Buster Keaton de “Steamboat Bill, Jr.”, inspirado a su vez en la canción “Steamboat Bill”. Y a partir de Steamboat Willie obtenemos Mickey Mouse.

https://youtube.com/watch?v=RexXDDA8RoI%3Ffs%3D1%26hl%3Des_ES%26color1%3D0x3a3a3a%26color2%3D0x999999

Este “préstamo” no era algo único, ni para Disney ni para la industria. Disney estaba siempre repitiendo como un loro los largometrajes para el gran público de su tiempo. Lo mismo hacían muchos otros. Los primeros dibujos animados están llenos de obras derivadas, ligeras variaciones de los temas populares; historias antiguas narradas de nuevo. La clave para el éxito era la brillantez de las diferencias. Con Disney, fue el sonido lo que les dio la chispa a sus animaciones. Más tarde, fue la calidad de su trabajo en comparación con los dibujos animados producidos en masa con los que competía. Sin embargo, estos añadidos fueron creados sobre una base que había tomado prestada. Disney añadió cosas al trabajo de otros antes que él, creando algo nuevo a partir de algo que era apenas viejo.

A veces el préstamo era poca cosa, otras era significativo. Piensa en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Si tienes la misma mala memoria que yo, seguramente pensarás que estos cuentos son historias dulces y felices, apropiadas para cualquier niño a la hora de acostarse. En realidad, los cuentos de hadas de los hermanos Grimm nos resultan, bueno, bastante siniestros. Solamente unos pocos padres pasados de ambición se atreverán a leerles a sus hijos, a la de hora de acostarse o a cualquier otra hora, esas historias llenas de sangre y moralina. Disney tomó estas historias y las volvió a contar de una manera que las llevó a una nueva era. Las animó convirtiéndolas en dibujos animados, con personajes y luz. Sin eliminar los elementos de miedo y peligro por completo, hizo que lo oscuro fuera divertido e inyectó compasión genuina donde antes solo había terror. Y esto no lo hizo únicamente con la obra de los hermanos Grimm. De hecho, el catálogo de las obras de Disney que se basan en la obra de otros, es asombroso cuando se repasa el catálogo completo: Blancanieves (1937), Fantasía (1940), Pinocho (1940), Dumbo (1941), Bambi (1942), Canción del sur (1946), Cenicienta (1950), Alicia en el país de las maravillas (1951), Robin Hood (1952), Peter Pan (1953), La dama y el vagabundo (1955), Mulan (1998), La bella durmiente (1959), 101 dalmatas (1961), Merlín el encantador (1963) y El libro de la selva (1967), sin mencionar un ejemplo reciente del que quizá nos deberíamos olvidar, El planeta del tesoro (2003). En todos estos casos, Disney (o Disney, Inc.) tomó creatividad de la cultura en torno suyo, mezcló esa creatividad con su propio talento extraordinario, y luego copió esa mezcla en el alma de su cultura. Toma, mezcla y copia.

Esto es un tipo de creatividad. Es una creatividad que deberíamos recordar y celebrar. Hay quien dice que no hay creatividad alguna excepto ésta. No tenemos que ir tan lejos para reconocer su importancia. Podemos llamarla creatividad de Disney, aunque eso sería un poco engañoso. Es, para ser más preciso, “la creatividad de Walt Disney”, una forma de expresión y de genio que se basa en la cultura que nos rodea y que la convierte en algo diferente.

En 1928, la cultura de la que Disney tenía la libertad de nutrirse era relativamente fresca. El dominio público en 1928 no era muy antiguo y por tanto estaba muy vivo. El plazo medio de copyright era aproximadamente treinta años, para esa minoría de obras creativas que efectivamente tenían copyright.

Eso significaba que durante treinta años en promedio los autores y los dueños de copyright de una obra creativa tenían un “derecho exclusivo” para controlar ciertos usos de esa obra, para hacerlo se requería el permiso del dueño del copyright.

Al final del plazo de copyright, una obra pasaba al dominio público. Entonces no se necesitaba permiso alguno para usarla o para basarse en esa obra. Ningún permiso y, por tanto, ningún abogado. El dominio público era una “zona libre de abogados”. Así, la mayoría de los contenidos del siglo XIX eran libres para que Disney los usara y se basase en ellos en 1928. Eran libres para que cualquiera –tuviera contactos o no, fuera rico o no, tuviera permiso o no– los usara y se basara en ellos. Ésta es la forma en la que las cosas siempre habían sido –hasta hace bien poco–. Durante la mayoría de nuestra historia, el dominio público estaba justo detrás del horizonte. Desde 1790 a 1978, el plazo medio de copyright nunca fue más de treinta y dos años, lo cual significaba que la mayoría de la creación cultural que tuviera apenas una generación y media era libre para que cualquiera se basara en ella sin necesitar permiso de nadie.

Hoy día el equivalente sería que las obras creativas de los sesenta y los setenta serían libres para que el próximo Walt Disney pudiera basarse en ellas sin permisos. Sin embargo, hoy el dominio público solo está presuntamente libre en lo que respecta a contenidos de la década de los 20, los años previos a la Gran Depresión.

La realidad es que hoy día nadie puede hacer con Disney lo que él hizo con los hermanos Grimm pues la propia Disney Inc. se ha encargado de que el Gobierno de los Estados Unidos dicte leyes que lo impidan. Fue el inmenso trabajo de lobby desarrollado por la Disney la que le valió a la reforma de 1998 el nombre peyorativo de Mickey Mouse Protection Act, ya que el interés de defender el copyright del dibujo nacido en el Vapor Willie, a su vez nacido del Vapor Bill Jr. que a su vez nació de la canción del Vapor Bill (supongo que este será el “senior”) era manifiesto.

En 1998 la Copyright Term Extension Act (CTEA) de 1998 – también conocida como Mickey Mouse Protection Act – extendió los plazos de copyright en los Estados Unidos durante 20 años. Antes del Acta (bajo la Copyright Act of 1976), el copyright duraba toda la vida del autor más 50 años, o 75 años para una obra de corporate authorship; el Acta extendió estos plazos durante la vida del autor más 70 años y para obras de corporate authorship durante 120 años tras la creación o 95 años tras la publicación, independientemente de la anterioridad del punto final creativo.

Así pues el imperio Disney no sólo se construyó sobre el ingenio de su fundador sino, sobre todo, por el aprovechamiento de obras previas de otros autores que, ahora, han sido fagocitadas por Disney al provocar sucesivas extensiones del plazo del copyright. Hoy no sólo nadie podría crear en la forma que lo hizo Walt Disney sino que toda la industria de un país, Estados Unidos, se fundamenta en el respeto mundial de unas leyes: las leyes del copyright. Si esas leyes no son respetadas en todas las partes del mundo ¿Qué pasará con la industria del software, de los videojuegos, de Hollywood, materialmente en poder de los Estados Unidos?

Quizá ahora comprendan por qué los Estados Unidos llegan a espiar a los jueces españoles para comprobar si aplican o no estrictamente las leyes de copyright.

Los sabios de la Escuela de Salamanca, si viesen a dónde ha llegado la humanidad, se revolverían en sus tumbas y no precisamente de gozo.

Sin embargo la sociedad se cuestiona cada vez más que este tipo de legislación «contra natura» (contra la naturaleza de la cultura y las ideas) sea beneficiosa o mínimamente buena para la cultura. Les pongo un ejemplo.

Si uno observa en las tiendas de libros, por ejemplo en Amazon, los libros que hay a la venta descubrirá -y esto no es una sorpresa- que los libros más ofertados suelen ser los más recientes; es decir, que los libros escritos entre el año 2000 y 2010 se ofertan más que los escritos en la década comprendida entre los años 1990 y 2000. Nada sorprendente, como digo, pues parece razonable que los libros más recientes se vendan más y esta regla se cumple perfectamente según viajamos hacia atrás en el tiempo, pues, los libros de la década de los 80 se ofertan más que los de la decada de los 70 y así sucesivamente.

Esta constante se cumple perfectamente según exploramos el pasado pero, ¡Oh!, llegados a la década de 1920, al menos en Amazon, los libros de aquella década se venden más que los de la década de los 30 y, si analizamos los libros que se ofrecen de las décadas anteriores, observaremos que la oferta de los mismos aumenta exponencialmente.

La cantidad de libros de cada década ofertados por Amazon puede verse en la siguiente gráfica, presentada públicamente por Paul Heald, profesor de derecho de la Universidad de Illinois. Para realizarla un alumno suyo escribió un programa de ordenador que recogió el número de libros ofertados en Amazon y los clasificó según la década en que fueron escritos. Los resultados fueron expuestos en una conferencia dada por el propio Paul Heald el 16 de marzo pasado en la Universidad de Canterbury.

Oferta de libros según la década en que fueron escritos
Oferta de libros en Amazon según la década en que fueron escritos
Como pueden observar los libros de la década de los 10, se ofertan diez veces más que los de la década de los 60.

La explicación a este curioso fenómeno se encuentra en la regulación del copyright, pues, los libros que se escribieron en la década de los 20 ya están casi todos en el dominio público -su copyright ha expirado- y Amazon puede ponerlos a disposición del público sin problemas. No ocurre lo mismo con los de las décadas siguientes, de forma que los lectores quedan dramáticamente privados de la posibilidad de comprarlos.

Como puede observarse en la gráfica el copyright ha convertido el siglo XX en un erial cultural, privando de todo sentido a la legislación en materia de copyright que, como vemos, no sólo no estimula la cultura sino que, simplemente, la bloquea haciendo caer en el olvido a decenas de miles de títulos que los lectores, eventualmente, podrían leer.

Sí, parece que los datos dan la razón a Don Antonio; en materia de cultura solo se gana lo que se da —los libros anteriores a la década de los años 20-30 del siglo pasado— y sólo se pierde lo que se guarda —los libros editados con posterioridad—.

A día de hoy dos concepciones libran una lucha a muerte: la que considera la cultura como una mercancia sujeta a las reglas del mercado y la que considera la cultura algo distinto de un mera mercancía con que comerciar y fija su atención en sus capacidades para promover el desarrollo humano.

Es obligación de los juristas imaginar una regulación acorde con la naturaleza del mundo de la cultura y las ideas que resulte beneficiosa para la sociedad en su conjunto y no para unos pocos (¿Hablamos de las patentes de fármacos?) y, sobre todo, que no lastre el desarrollo y la felicidad de todos para enriquecer a unos cuantos.

Afortunadamente, a partir de este año, resultará más fácil leer a Machado.

Cómo el copyright perjudica a la cultura

Si uno observa en las tiendas de libros, por ejemplo en Amazon, los libros que hay a la venta descubrirá -y esto no es una sorpresa- que los libros más ofertados suelen ser los más recientes; es decir, que los libros escritos entre el año 2000 y 2010 se ofertan más que los escritos en la década comprendida entre los años 1990 y 2000. Nada sorprendente, como digo, pues parece razonable que los libros más recientes se vendan más y esta regla se cumple perfectamente según viajamos hacia atrás en el tiempo, pues, los libros de la década de los 80 se ofertan más que los de la decada de los 70 y así sucesivamente.

Esta constante se cumple perfectamente según exploramos el pasado pero, ¡Oh!, llegados a la década de 1920, al menos en Amazon, los libros de aquella década se venden más que los de la década de los 30 y, si analizamos los libros que se ofrecen de las décadas anteriores, observaremos que la oferta de los mismos aumenta exponencialmente.

La cantidad de libros de cada década ofertados por Amazon puede verse en la siguiente gráfica, presentada públicamente por Paul Heald, profesor de derecho de la Universidad de Illinois. Para realizarla un alumno suyo escribió un programa de ordenador que recogió el número de libros ofertados en Amazon y los clasificó según la década en que fueron escritos. Los resultados fueron expuestos en una conferencia dada por el propio Paul Heald el 16 de marzo pasado en la Universidad de Canterbury.

Oferta de libros según la década en que fueron escritos
Oferta de libros en Amazon según la década en que fueron escritos

Como pueden observar los libros de la década de los 10, se ofertan diez veces más que los de la década de los 60.

La explicación a este curioso fenómeno se encuentra en la regulación del copyright, pues, los libros que se escribieron en la década de los 20 ya están casi todos en el dominio público -su copyright ha expirado- y Amazon puede ponerlos a disposición del público sin problemas. No ocurre lo mismo con los de las décadas siguientes, de forma que los lectores quedan dramáticamente privados de la posibilidad de comprarlos.

Como puede observarse en la gráfica el copyright ha convertido el siglo XX en un erial cultural, privando de todo sentido a la legislación en materia de copyright que, como vemos, no sólo no estimula la cultura sino que, simplemente, la bloquea haciendo caer en el olvido a decenas de miles de títulos que los lectores, eventualmente, podrían leer.

No creo que sea preciso añadir más.

Nota: Esta entrada se publicó el 31 de marzo de 2012 en «El otro blog de José Muelas»

Tecnologías nuevas, ideas viejas.


Los cambios tecnológicos suelen ir por delante de los cambios culturales. Los cambios tecnológicos abren posibilidades que no son descubiertas ni aprovechadas por el ser humano hasta bastante después. A menudo el cambio tecnológico coexiste con una forma de pensar periclitada y entonces los resultados pueden ser especialmente dramáticos. Los ejemplos son particularmente atroces en el caso de la guerra.

En la imagen que ven (tomada en 1917) unos soldados franceses que parecen sacados de 1870 (kepis rojo en la cabeza, vistosos unifomes azul marino) prueban una ametralladora St. Etienne. En el inicio de la 1ª Guerra Mundial la ametralladora era un arma nueva y los ejércitos nunca se habían enfrentado seriamente a su poder. Hasta la guerra de secesión norteamericana los soldados combatían casi igual que en la época de Napoleón… el ánima rayada de los fusiles mejoró muchísimo su eficacia pero las ideas ancladas en la mente de los generales norteamericanos que les mandaban hicieron que siguieran combatiendo de una forma que ya no servía más que para que los soldados muriesen a racimos. Con la ametralladora pasó otro tanto, hasta que los generales se convencieron de que este arma había cambiado la forma de hacer la guerra ellos siguieron aferrados a sus antiguas ideas y la mortandad provocada por las ametralladoras alcanzó cotas desconocidas. Soldados del XIX con armas del siglo XX, la foto ilustra bien la paradoja de cómo el ser humano no alcanza a comprender las consecuencias de los cambios tecnológicos hasta que la realidad le sacude en el rostro con toda su crudeza. En los últimos 30-40 años hemos venido viviendo una revolución tecnológica de dimensiones nunca vistas hasta ahora y, mientras pienso en ella, miro a estos soldados de kepis rojo y a los oficiales que les mandan y me pregunto si no estaremos reproduciendo el patrón de conducta que tantas desgracias ha causado. El coste esta vez, probablemente, no se pagará en vidas humanas pero sí, seguramente, en derechos y libertades. Otro día hablaremos de eso.

Y para finalizar una nota: la foto que ven arriba es una auténtica foto en color, no está pintada. Los hermanos Lumiere no sólo inventaron el cinematógrafo sino que además diseñaron un procedimiento más que decente para hacer fotos en color aprovechando (entre otras cosas) el almidón de la patata; llamaron al proceso «autochrome» y gracias a él tenemos fotografías en color de 1900 a 1930.

Libros de texto Creative Commons

No hay en una nación mayor riqueza que la de las personas que la integran; este capital humano es el mayor activo de que disponen los países para salir adelante y, a menudo, es el último activo que queda cuando todos los demás han sido agotados o dilapidados.

Este capital humano -primer y último recurso de los estados- es tanto más valioso cuanto mejor preparado está y es por eso que las naciones, en su inmensa mayoría, tratan de establecer programas que permitan acceder a todos sus ciudadanos a la educación.

No necesito ponderar los inmensos beneficios que se derivan de que los ciudadanos dispongan de elevados niveles de educación pues, si se reflexiona bien, es la educación la fuente de todas las demás riquezas y recursos materiales y morales; y es por eso que la educación se configura como un derecho por las Naciones Unidas en el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales. La gratuidad de la educación es, como consecuencia natural de lo anterior, una derecho y una meta que los estados deben aspirar a lo lograr y así lo declara el artículo 13 del Pacto Internacional citado:

La «enseñanza primaria debe ser obligatoria y accesible a todos gratuitamente»;
La «enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza secundaria técnica y profesional, debe ser generalizada y hacerse accesible a todos, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita»;
la «enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita»

Y si esto es así, como lo es, el derecho a la educación gratuita ¿no debería implicar el acceso gratuito a los materiales de estudio?.

Los poderes públicos pagan con dinero de todos el trabajo de profesores, catedráticos e investigadores y, si ese trabajo se paga con dinero de todos ¿no debería también pertenecernos a todos el fruto del trabajo así pagado?

No tiene sentido que los libros de texto, por ejemplo, no sean accesibles gratuitamente para el conjunto de la población. Impedir ese derecho de acceso gratuito en defensa de intereses particulares es una de las decisiones más torpes y equivocadas que pueden adoptarse. Y una de las más inmorales también.

Hoy he tenido conocimiento de que en California se ha aprobado una ley para que las universidades públicas usen libros de texto con licencia Creative Commons Estas cosas son las que me devuelven la fe en el género humano.

Una propiedad inventada: La «propiedad intelectual»

La escasez es un concepto central para la economía y ha sido subrayado en mayor o menor medida por todas las escuelas económicas. La definición clásica de lo que sea la economía es de Lionel Robbins, quien afirma:

«La economía es la ciencia que se encarga del estudio de la satisfacción de las necesidades humanas mediante bienes que, siendo escasos, tienen usos alternativos entre los cuales hay que optar«.

La propiedad es un concepto que sigue de forma lógica a la escasez: cuando un bien no es escaso y se encuentra a disposición de de todos en cantidades inagotables el derecho de propiedad se torna innecesario; es por eso que, hasta hoy, el aire ha sido gratis y nadie ha tratado de ostentar sobre el mismo un derecho de propiedad. Ciertamente, algún puntilloso me dirá que en estos tiempos el aire limpio se está volviendo escaso, y yo, por mi parte, no podré sino responderle que precisamente por eso ya se empieza a comerciar con él, aunque sea en forma de cupos de emisiones de gases derivados del protocolo de Kioto.

En fin, no nos apartemos del tema, la propiedad sólo tiene sentido respecto de los bienes escasos, los bienes superabundantes, inagotables, son bienes para los cuales no fue pensado el derecho de propiedad.

El derecho de propiedad se configura como un juego de suma cero; es decir, un juego en que la ganancia o pérdida de un participante se equilibra con exactitud con las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Dicho de otro modo, si yo te vendo una mesa tú tendrás la mesa y yo no; si tú me entregas dinero a cambio de la mesa yo tendré el dinero y tú no.  Simple y efectivo, hasta un niño lo entendería. Continuar leyendo «Una propiedad inventada: La «propiedad intelectual»»

El origen de la Justicia, evolución y teoría de juegos (III): Una historia de la prehistoria.

       En los post anteriores sobre éste tema vimos, gracias al dilema del prisionero y al juego de halcones y palomas que pueden aparecer conductas altruistas en un entorno donde la moralidad no está presente en absoluto.

En el caso del dilema del prisionero ya vimos que, si se jugaba de forma reiterada, finalmente los participantes acababan cooperando; vimos también que una conducta agresiva y de dominio no es siempre la mejor para tener éxito evolutivo y que la naturaleza sabe premiar también a los pacíficos frente a los más fuertes.

Los juegos y las situaciones que generan la necesidad de cooperar entre los hombres son mucho más frecuentes de lo que en principio pudiese pensarse aunque pueda parecer, y de hecho casi siempre lo parece, paradójico.

Partiendo de lo aprendido con esos juegos, permítanme proponerles un último juego antes de que pase a entrar de lleno en las conclusiones y en lo que yo pienso sobre el origen de la justicia. Éste último ejemplo de juego que voy a proponerles ocurrió hace unos 28.000 años, cuando la última familia de lo que fueron los restos de una tribu Cromagnon bajó desde la meseta y, caminando hacia el Sur, llegó hasta las cercanías de un enorme promontorio de piedra que, pasados los años, se llamaría Gibraltar. Continuar leyendo «El origen de la Justicia, evolución y teoría de juegos (III): Una historia de la prehistoria.»