El sueño del paramecio

Últimamente pienso mucho en el paramecio y en sus peripecias vitales.

Sí, como lo oyen, la vida de este animal unicelular, cazador sin cerebro ni sistema nervioso pero de intensa y compleja vida sexual, me resulta apasionante. Si usted no conoce al paramecio está usted perdiendose un capítulo esencial de la vida, la filosofía y hasta de la teología, así que, por su bien, siga leyendo.

Creo que, de principio, podemos estar todos de acuerdo en que el paramecio no es un animal que tenga conciencia de su individualidad; carente de nada parecido a un cerebro, cuesta trabajo imaginarlo realizando profundas reflexiones filosóficas sobre el yo, el ello, el ser y la nada. Si ya es difícil observar ese tipo de reflexiones en la mayoría de los seres humanos, creo que podemos estar de acuerdo en que el paramecio tampoco debe de gastar mucho tiempo en esto, aunque…

Si observamos cazar al paramecio podemos llegar a la conclusión de que tiene una clara percepción de sí mismo porque, cuando crea flujos de agua con sus cilios para atraer bacterias a su boca, cuida muy mucho de acercarlas precisamente a «su» boca y no a la de ningún otro paramecio, lo cual implica que, de alguna manera, se distingue a sí mismo de los demás. Del mismo modo, cuando decide reproducirse sexualmente y «conjugarse» con una paramecia, cuida de ser él y no otro el que conjugue el verbo en todos los tiempos y modos precisos, lo que debe llevarnos al convencimiento de que el paramecio prefiere conjugar en primera persona (yo) que ejercitarse de sujetavelas o carabina paramecial.

Llegados a este punto debo aclarar que usar el lenguaje con desdoblamiento o tripartición es tan erróneo como innecesario en este asunto: ni hay paramecios, ni paramecias, ni paramecies… Aquí todos son iguales y cuando se conjugan (así se llama técnicamente a la coyunda en el mundo paramécico) no existe eso que los científicos llaman el «dimorfismo sexual». Podemos pues, apartar nuestros obsesivos problemas político-sexuales de la vida del paramecio y centrarnos en lo que de verdad nos importa:

¿De dónde le vienen las ganas de coyunda al paramecio? ¿por qué el paramecio, cuando caza, lo hace según las enseñanzas de Juan Palomo y caza para él y no para otro? ¿tiene acaso el paramecio conciencia de su individualidad o solo lo parece?

Antes de profundizar en las costumbres gastronómico-sexuales del paramecio es importante que sepamos cómo la naturaleza y la vida resuelven los problemas que se le plantean,
pues, muy a menudo, interpretamos muy mal la forma en que lo hacen. Trataré de poner un ejemplo.

Cuando los seres humanos decimos «para» la naturaleza suele decir «porque» y en general ese «porque» tiene que ver con el asunto de la coyunda. Veamos. Cuando un ser humano ve el largo cuello de la jirafa suele pensar: «tiene largo el cuello para alcanzar las hojas altas de los árboles». La naturaleza, en cambio —y suponiendo que el cuello largo tenga algo que ver con las hojas altas— «pensaría» de otro modo: «tiene largo el cuello porque sus padres, al tener largo el cuello, comieron las hojas altas de los árboles y pudieron reproducirse mejor y sacar adelante a sus crías que, como eran descendientes de animales de cuello largo, heredaron esta característica».

La naturaleza, pues, no planea nada ni piensa nada, la naturaleza funciona a base de replicación, herencia y mutación; propone una multitud de soluciones y es el mayor o menor éxito replicativo de cada una de ellas la que determina el resultado final. A esto se le llama «algoritmo genético», una forma de resolver problemas cada vez más imitada por los algoritmos de computación. La coyunda como «deus ex machina» de la vida y la evolución.

Y ahora volvamos a estudiar la vida sexual del paramecio. Y no es que a mí me atraiga mucho la biología kamasutricoparamecial pero, del mismo modo que «Dios se oculta en los pucheros» según decía Santa Teresa, tengo para mí que igual pueden ocultarse en la vida y costumbres del paramecio respuestas teológicas o filosóficas de calado.

Porque vamos a lo que vamos: ¿por qué los paramecios cazan para sí?

Un ser humano respondería que porque es su instinto, la naturaleza seguramente nos diría que porque son descendientes de paramecios que también cazaban para sí.

—Oiga ¿Y por qué no pueden ser descedientes de paramecios que no cazaban para sí?

—Hombre, no me fastidie, los paramecios que no cazaban para sí no comían y a los muertos de hambre la cosa de reproducirse se les pone muy cuesta arriba. Cazar para otro era una estrategia incorrecta en el entorno paramecial de forma que los paramecios que sobrevivieron y se reprodujeron fueron los que cazaban para sí… Sus descendientes heredaron este rasgo y ahora todos los paramecios cazan para sí. ¿Significa eso que los paramecios diferencian el yo del tú? Aparentemente pueden parecer tener conciencia del «yo» pero no se equivoque usted, es un rasgo heredado, el paramecio no es que caza para él porque tiene conciencia del yo, es que el paramecio es así, no le dé vueltas.

—Oiga ¿Y la coyunda sexual?

—Pues le diré, en primer lugar, que los animales que no se dan a la coyunda se extinguen, de forma que puede usted dar por seguro que todas cuantas formas de vida pueblan el planeta son hijas de eso que llamamos «reproducción» de forma que, siendo hijos suyos como somos, habremos heredado de ellos la afición a la coyunda… Y, si no la hemos heredado, no pasa nada, como no nos reproduciremos la próxima generación está garantizado que sentirá una irrefrenable inclinación por el asunto reproductivo.  En segundo lugar debo aclararle que el paramecio no solo se reproduce mezclando sus cromosomas con otro paramecio, también puede reproducirse asexualmente por fisión binaria o mitosis, como muchos otros organismos unicelulares, pero esto hace que la descendencia presente menor variabilidad cromosomática que la derivada de la «conjugación» (reproducción sexual) donde se mezclan en la coctelera cromosomas de dos orígenes distintos…

—¿Y qué ventaja tiene esto?

—Pues que las posibilidades de generar nuevas propuestas de solución a través de la reproducción sexual son mayores ya que las combinaciones cromosomáticas posibles aumentan, de forma que las posibilidades de encontrar soluciones para adaptarse a entornos cambiantes aumentan también… Pero, escúcheme, que tampoco es que la naturaleza haya «pensado» eso, simplemente la reproducción sexual tuvo en determinados entornos un éxito reproductivo notable. Nosotros, los seres humanos, descendemos de seres que, como el paramecio, tuvieron éxito mezclando sus cargamentos genéticos y por eso hemos heredado esta afición a las «conjugaciones».

—Vale, vale, pero ¿a dónde quiere usted llegar con todo esto?

—Pues, me crea o no, yo con todo esto quiero llegar a la creencia humana en el alma.

—Está usted como una chota.

—No le diré yo que no.

Idéntica percepción del «yo» como individuo diferenciado de otros que el paramecio van teniendo otros animales, digamos, más complejos como peces, reptiles, mamíferos e incluso… el ser humano.

Mire, desde aquel primer organismo vivo del que descienden todos los seres vivos y al que los científicos llaman «LUCA» (Last Universal Common Ancestor) hasta el ser humano más inteligente y aerodinámico de la actualidad, todos, absolutamente todos los seres vivos habidos entre él y nosotros, han sido seres vivos que se han reproducido, lo que hace que en los genes de todos los seres vivos del mundo esté escrita esa instrucción de replicarse. Si algún ser vivo carece de ella simplemente no se reproduce y esa inclinación, ese rasgo, no es transmitido a la siguiente generación. Del mismo modo y dado que para reproducirse hay que estar vivo somos descendientes de seres que procuraron sobrevivir al menos hasta el momento de reproducirse de forma que esa percepción del yo, primitiva en el paramecio, está también inscrita en el pez que huye del depredador o el ciervo que compite con otro ciervo por reproducirse.

¿Somos pues algo distinto de lo que la evolución ha hecho de nosotros?

Seguramente es duro de creer pero sospecho que nuestra conciencia de ser un individuo y no un mero conjunto ordenado de moléculas autorreplicantes no es más que una ficción creada en nosotros por la propia naturaleza; una ficción útil para preservar nuestra vida y para tener éxito reproductivo pero, con mucha probabilidad, esa percepción autoevidente a la que llamamos «yo» no sea más que una ilusión. Es verdad que las ilusiones existen y no son irreales, pero sospecho que se acaban cuando despertamos del sueño de la vida.

Desde antiguo muchos filósofos griegos, teólogos orientales, sacerdotes egipcios, gurús hindúes o monjes budistas han predicado un dualismo materia-espíritu que choca con esta visión unitaria de los seres vivos que ahora traigo ante ustedes para su consideración.

Pero ¿qué pasaría si esa dualidad tan asentada no existiese y los seres vivos, incluidos los seres humanos, fuesen una realidad sólo comprensible de forma unitaria?

La vida, la muerte, el alma y el cuerpo tendrían entonces sentidos muy distintos de los generalmente admitidos y nuestra actitud ante las grandes preguntas cambiaría radicalmente.

Y todo por culpa de la actividad sexual del paramecio.

Hay que joderse.

¿Razonar o racionalizar?

Los seres humanos tendemos a pensar que actuamos con racionalidad, que nuestros actos obedecen a un razonamiento previo que determina lo que queremos y cómo lo queremos, pero créanme si les digo que nos engañamos y que, en el 99,99% de las ocasiones, los seres humanos nos comportamos de forma instintiva.

No se alarmen, comportarse de forma instintiva no significa necesariamente comportarse de forma irracional; hace tiempo que la ciencia asume que nuestros instintos forman parte de nuestra racionalidad, pues no son sino programas cognitivos adaptados y funcionales, aptos para resolver problemas de supervivencia.

¿Quién podía tildar de irracional el tropismo de las plantas que buscan el sol con sus hojas o el agua con sus raíces? ¿Cómo podríamos considerar irracionales nuestros instintos de conservación o reproducción? Sin esos programas (a los que algún amigo mío informático no le costaría trabajo llamar «daemones» o «demonios») el ser humano tal y como hoy lo conocemos no existiría, simplemente se habría extinguido hace milenios.

Steven Pinker, en su libro de 2005 «La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana», nos ilustra muy vívidamente este aspecto racional de los instintos:

Muchas especies calculan el tiempo que dedican a buscar alimento en distintos lugares, de modo que puedan optimizar su tasa de aporte de calorías por energía gastada en la búsqueda. Algunas aves aprenden la trayectoria del sol sobre el horizonte durante el día y a lo largo del año, información necesaria para navegar guiándose por el sol. La lechuza común utiliza discrepancias de un orden inferior a las milésimas de segundo entre los tiempos de llegada de un ruido a sus dos oídos para precipitarse sobre un ratón que se mueve en la hojarasca en plena oscuridad. Las especies que esconden alimentos colocan los frutos secos y las semillas en escondrijos que son impredecibles para así desbaratar los planes de los saqueadores, pero transcurridos varios meses tienen que recordar la posición de cada uno de los lugares y el cascanueces de Clark es capaz de recordar diez mil escondrijos. Los casos de manual que se aducen para ilustrar el aprendizaje por asociación, incluso los pavlovianos y los de condicionamiento operante, no resultan ser una retención de estímulos y respuestas coincidentes en el cerebro, sino algoritmos complejos para análisis de series temporales multivariantes y no estacionarias (que predicen que los sucesos ocurrirán, basándose en el historial de sucesos acaecidos).

¿Una hormiga puede realmente calcular, hacer cálculos aritméticos? Desde luego, lisa y llanamente, no; pero tampoco lo hacemos nosotros cuando ejercemos nuestra facultad de navegar a estima, nuestro “sentido de la dirección”. Los cálculos de la navegación por integración de trayectoria se hacen de forma inconsciente, y su resultado asoma en nuestra conciencia -y, en el caso de que la tuviera, en la hormiga- como una sensación abstracta de que el lugar adonde vamos se halla en la dirección que seguimos, allí a lo lejos.

Créanme, conforme al estado actual de la ciencia, la racionalidad no puede identificarse exclusivamente con la experiencia consciente y, dado que la especie humana comparte con los demás animales ciertos caracteres de la arquitectura y del diseño del cerebro y sus procesos, entonces, si la evolución «ha hecho bien su trabajo», cualquier ser vivo bien adaptado al medio ha de ser un sistema eficiente que «toma decisiones» adecuadas para su supervivencia[1].

Tal y como intuyó Darwin y han demostrado los modernos estudios genéticos, todos los seres vivos de este planeta descendemos de un único antepasado común al que se ha dado en llamar «LUCA» (Last Universal Common Ancestor); pues bien, desde esa primigenia forma de vida hasta la actualidad, todos los seres vivos, necesariamente, han tenido que estar adaptados para sobrevivir y multiplicarse (replicarse) por lo que no es de extrañar que un estudio experimental pionero de Edward Thorndike[2] concluyese, desde una perspectiva de psicología comparada, que los animales están provistos de inteligencia, y que su comportamiento es semejante al de los humanos ante elecciones e incentivos en situaciones decisorias comparables.

Voy a ahorrarles la cita de ejemplos de inteligencia animal, son numerosos y probablemente ustedes conozcan muchos; lo que sí debiera quedar claro desde este momento es que los seres vivos se comportan según procesos racionales de gestión de la supervivencia, si bien, dado su menor desarrollo cerebral en relación al animal humano, no disponen de un pensamiento «racional» en la forma que lo entendemos los seres humanos y, hasta donde sabemos, carecen de lenguaje simbólico, pensamiento consciente, formulación de proposiciones lógicas, capacidad de cálculo e inferencia, y otras muchas características que solemos asociar con «lo racional».

Bien, sentado que los instintos no deben contraponerse a la racionalidad cabría preguntarse ¿cuántas de las acciones humanas pueden recibir el adjetivo de racionales?

Si quieren llevarse una sorpresa les diré que se ha averiguado que el cuerpo humano procesa unos 11 millones de bits por segundo de información aferente procesada a través de los sentidos externos y que, de toda esa cantidad de información, sólo unos ridículos 50 bits por segundo son procesados conscientemente[3]. Es decir, y permítaseme la broma, con esos datos en la mano el ser humano sólo sería «racional» un despreciable 0.0005% del tiempo de su existencia.

Ahora que ya sabe esto, puede, si lo desea, revisar sus creencias respecto a la racionalidad humana. Pasemos, ahora, pues, a ver cómo operan los instintos en nuestro aparentemente «racional» proceso de toma de decisiones, porque le va a sorprender, se lo aseguro.

Lo primero que le sorprenderá saber es que, ante un estímulo externo que previsiblemente exija de una decisión, el cerebro comienza a trabajar mucho antes de usted tenga conciencia de la existencia de ese estímulo.

Cuando creemos que sabemos algo (es parte de nuestra experiencia consciente), el cerebro ya cumplió su tarea. Sin embargo, la noticia “nos” parece nueva. Casi ajenos a nuestra percepción consciente, los sistemas instalados en el cerebro trabajan por sí solos, automáticamente, y concluyen su trabajo medio segundo antes de que la información procesada alcance nuestra conciencia. En realidad, no es sorprendente que la mayor parte de la actividad cerebral ocurra fuera de la conciencia; esta gran zona de actividad -donde se elaboran planes para hablar, escribir, jugar al tenis o levantar un plato de la mesa- funciona sin que siquiera sospechemos cómo lo hace. No planificamos ni articulamos estos actos: sólo observamos su rendimiento. Esta característica de la organización cerebro-mente vale en las percepciones más sencillas y en funciones más elevadas como la conducta espacial, las matemáticas e incluso el lenguaje. El cerebro disimula esta singularidad funcional creando la ilusión de que los sucesos están sucediendo en tiempo real y no antes del concurso de nuestra capacidad decisoria consciente. Muchos procesos que nos guían son actividades mentales, pero se asemejan a reflejos básicos en tanto que son adaptaciones preinstaladas, fabricadas por el cerebro cuando se enfrenta a un desafío (…) Aunque nuestro sentido de propósito y la centralidad de la voluntad aparezcan en primer plano, subyace en nosotros una maquinaria altamente especializada (…) Las técnicas de imágenes cerebrales nos permiten ver dónde y cómo actúa el cerebro antes de que surja una conducta: el cerebro decide antes. El yo consciente declara tomar una decisión que ya se ha procesado.[4]

Tal y como ejemplifica brillantemente Herranz Guillén en la tesis doctoral de la que he extraído la abrumadora mayoría de los datos que se contienen en este post (los errores, eso sí, son míos) el tálamo sensorial tarda alrededor de 500 milisegundos en captar estímulos somatosensoriales aferentes de alta frecuencia, como por ejemplo la picadura de un mosquito, para la producción de una experiencia sensorial consciente; el tiempo, sin embargo, se reduce a 150 milisegundos para que la información comience a ser procesada inconscientemente.

Como ven, bastante antes de que seamos conscientes del dolor de la picadura del mosquito, en nuestro cuerpo ya se han disparado muchos «daemones» que están procesando la información. ¿Por qué, entonces, tenemos la sensación de que el manotazo que damos es un acto consciente?

La realidad es que 350 milisegundos antes de que sintamos la picadura, permítasenos decirlo así, nuestro cuerpo ya está preparando el manotazo y es evidente que todos esos procesos ya están condicionando nuestra respuesta motora. ¿hasta donde nuestro manotazo es decisión racional y hasta dónde instintiva? La ciencia lo discute.

Y si eso es así, como lo es, en el caso de un manotazo ¿qué podremos decir de una acción más compleja?

Los instintos, en cuanto que manifestaciones de un tipo de inteligencia pre-racional, son parte indispensable del proceso de toma de decisiones racionales. Como ejemplificó Daniel Dennet, un robot ultrainteligente, con capacidades cognitivas extraordinarias, y con una base de datos enciclopédica para relacionarse con el mundo, carecería de motivaciones para actuar, y por lo tanto se vería atrapado en un bucle cognitivo similar al del famoso asno de Buridan. Seleccionar objetivos y alternativas de elección ante una determinada tesitura requiere una previa valoración relativa de todo ello, y esa valoración se lleva a cabo mediante las emociones. La diferencia existente, pues, entre animales humanos y no humanos no es una cuestión de racionalidad versus instinto, sino de que el género humano dispone de una cantidad muy superior y más variada de instintos (todos ellos racionales) que permiten concebir una cantidad extraordinariamente superior de valoraciones emocionales y alternativas de elección (Pinker 2004: 244-245).

Siendo el comportamiento causado por procesos funcionales autónomos del cerebro y no por decretos decisorios de un supuesto agente interno, ¿por qué los individuos neurológicamente sanos tienen la impresión de que dirigen voluntariamente sus actos y toman decisiones acerca de su comportamiento?

La respuesta, dicha en corto, es porque nuestro cerebro racionaliza las emociones y las acciones y hace que, finalmente, parezca que las unas y las otras están dotadas de una determinada intención o sentido. Veámoslo.

Como nos cuenta Herranz Guillén, en casos de pacientes con enfermedades neurológicas que han sido terapéuticamente hemiseccionados, la información presentada a través de los sentidos de la vista o del tacto por los canales aferentes de cada hemisferio produce comportamientos a los que el módulo intérprete provee de narrativas racionalizadoras diferentes. Así, cuando a uno de estos pacientes se le proporciona una información a través de los canales aferentes del hemisferio derecho, y esta información activa procesos emocionales y ejecutivos que desembocan en acciones y estados de ánimo, el módulo intérprete, que no ha participado de la información originaria, urde la hebra que vincula los sucesos. Valga un ejemplo: se proyecta únicamente al hemisferio derecho la orden “camina”. La respuesta del paciente es levantarse de la silla y disponerse a caminar. Si se le pregunta que adónde va, o por qué se ha levantado, las contestaciones suelen ser pintorescas, como por ejemplo: «voy a coger una Coca Cola a mi casa», «me duele la espalda de estar tanto tiempo sentado», etc. En todos estos casos, Gazzaniga justifica que «el sistema cognitivo del cerebro izquierdo necesita una teoría, e instantáneamente crea una
que, dada la información que tiene sobre esa tarea concreta, tenga sentido»

La discrepancia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, es llamada «disonancia cognitiva» y, a lo que parece, nuestro cerebro es experto en resolverla racionalizando lo ocurrido más que razonando.

¿Y por qué les cuento yo todo esto? (se preguntarán ustedes).

Por dos razones: una largamente acariciada por mí desde hace muchos años y relativa a la forma en la que forman sus juicios morales, de equidad o justicia, los seres humanos; la otra, tristemente, este video que llegó a mi poder desde un grupo de whatsapp no hace muchos días y en que dos grupos de seres humanos se agreden señalizándose respectivamente con unas banderas.

[wpvideo hNfRRUN6]

La acción que se ve en las imágenes es absolutamente irrazonada e irrazonable y, sin embargo, de forma deliberada, dos grupos de seres humanos se buscan para agredirse.

Tengo la absoluta convicción de que ninguno de los integrantes de cualquiera de los grupos se avergonzará de lo que han llevado a cabo; todo lo contrario, lo racionalizarán y llegarán a la conclusión de que toda la culpa es del grupo contrario y de que el ejercicio de la violencia en ese caso estaba justificado. Todos sabemos que ninguno de los integrantes de esos grupos está ahí por un razonamiento digno de tal nombre, miles de instintos y procesos innatos empujan al conflicto a esos animales humanos que vemos en las imágenes: la sensación de pertenencia al grupo, la territorialidad, el altruismo hacia un marcador… El virus del COVID-19 no les ha alcanzado pero sí lo ha hecho el mucho más fatídico virus del odio.

Examínese usted. ¿está usted seguro de que evalúa las acciones del gobierno o la oposición separadamente de la identidad de quien las lleva a cabo? ¿valora usted negativa o positivamente casi de forma casi automática las acciones o iniciativas del partido que odia o al que se adhiere?

Mire, si usted coincide demasiadas veces con la opinión del partido del gobierno o de algún partido de la oposición, párese un momento y examínese porque, muy probablemente, usted no está pensando y, mucho antes de que sea consciente del problema sobre el que quiere reflexionar, sus innatismos ya habrán tomado una decisión por usted.

Los partidos saben (y los seres humanos saben también) que son las emociones las que determinan las acciones de las personas y, por eso, pasan la vida tratando de construir emociones que movilicen a la población. Ocurre, sin embargo, que ahora las cosas han cambiado y que, a la emoción partidista, se suma el catalizador de la crisis y, casi cualquier emoción, se va a ver potenciada en los próximos días, semanas y meses, y esto es una bomba cuya detonación puede tener consecuencias imprevisibles.

En esta sociedad —cuyo cerebro parece ahora más hemiseccionado que nunca— todos los partidos culpan al adversario, nadie asume la culpa propia, todos racionalizan las decisiones erróneas que tomaron pero ninguno razona lo más mínimo.

Los partidos son expertos en racionalizar (justificar) sus dislates y llegar en dicha tarea, si es preciso, hasta los más ridículos extremos y, la verdad, no es de extrañar, el ser humano, como ya hemos visto, más que un ser racional es un ser racionalizador. La situación pinta turbia, muy turbia y, si quieren que les venda —por lo que valga— un buen consejo, más vale que echemos mano en este momento de ese 0,0005% de racionalidad que hemos visto que teníamos los seres humanos y del que antes les hablaba; más vale que aprovechemos esos 50 bits de información que procesamos conscientemente en cada segundo de nuestras vidas, porque, si dejamos que la población y el país se gobiernen en exclusiva por las emociones que inyectan partidos políticos irresponsables, podemos estar viviendo las vísperas de una larga, larguísima, noche.

Quiero decir que podemos estar en la antesala de un drama social como hace tiempo no vivíamos. No sé si me explico.


[1]: DENNETT, Daniel (1971), “Intentional systems”, Journal of Philosophy, vol. LXVIII, no 4. pp. 87-106.
[2]: THORNDIKE, Edward L. (1911), Animal intelligence. Experimental studies, Macmillan, New York.
[3]: NØRRETRANDERS, Tor (1999), The user illusion. Cutting consciousness down to size, Penguin Books, New York.
[4]: GAZZANIGA, Michael S. (1999), El pasado de la mente, páginas 93-94 y 215.

Mediación

Hoy es el día internacional de la mediación y la Asociación de Mediadores de la Región de Murcia me ha pedido que intervenga en el acto conmemorativo que se celebrará esta tarde a las 18:00 en los salones del Ayuntamiento de Torre-Pacheco, de forma que, esta mañana, ando pensando lo que les contaré. Suelo improvisar mis intervenciones pero, para hacerlo, antes debo acopiar una buena colección de ideas que luego usaré o no, discrecionalmente, porque, como dicen que dijo Mark Twain: lleva varias semanas preparar un buen discurso improvisado.

Dándole algunas vueltas al asunto me ha venido a la cabeza esta mañana que hace unos 4.300 años que las leyes regulan la vida de las personas (si tomamos como fecha inicial la del gobierno de Urukagina de Lagash en Sumeria) pero que esos 4.300 años no representan más que un pequeñísimo fragmento (apenas el 1,4%) de los 300.000 años de historia de la especie humana1, una historia exitosa de convivencia, cooperación, vida en común y trabajo en equipo. Homo sapiens —el zoon politikon de Aristóteles— si es algo, es, antes que nada, un animal social que comparte y coopera y, quizá hoy, en el día mundial de la mediación, debiéramos preguntarnos cómo este animal político ha conseguido resolver sus conflictos durante esos 300.000 años de historia en que vivió sin leyes ni jueces.

Conviene que descartemos en primer lugar la violencia pura y simple como método de resolución de conflictos —no infravaloren a nuestra especie— pues la violencia, tendremos ocasión de verlo, no es el sistema que emplea la naturaleza para promover la cooperación. De hecho, la especie humana, tiene una curiosa aversión a los machos alfa: a diferencia de otras especie de simios la especie humana ha desterrado de su ADN la predisposición a tal jerarquía social, no hay «machos alfa» en la espacie humana, a sapiens nunca le han gustado los abusones y sus conflictos siempre ha procurado resolverlos por medios distintos de la violencia.

En segundo lugar, en esta larga biografía de 300.000 años debemos descartar también a la administración de justicia como el método de resolución de conflictos usado por sapiens. No fue sino hasta la revolución neolítica, con la aparición de la agricultura, que aparecieron también las primeras civilizaciones y, con ellas, las organizaciones sociales necesarias para instaurar un sistema de leyes que regularan la vida de las personas junto con un cuerpo de jueces que distinguiesen lo justo de lo injusto.

¿Cómo resolvió sapiens sus conflictos durante esos 296.000 años que vivió sin jueces? ¿Resolvía sus conflictos peor que ahora o la armonía en que vivían tribus y clanes era de una calidad similar a la de la sociedad actual? ¿Qué herramientas, mecanismos o sistemas, ha usado sapiens estos 296.000 años para conseguir armonía y eficacia cooperativa en sus grupos?

Todas esas preguntas, que deberían ser objeto de estudio si existiesen unos verdaderos estudios sobre «Derecho Natural» en España, han tratado de ser respondidas desde las más diversas ramas de la ciencia; desde la antropología, a la biología pero, si algunas ciencias han rendido especiales servicios a esta investigación, estas son, en mi sentir, las matemáticas —singularmente la teoría de juegos— junto con las ciencias que estudian los procesos evolutivos.

Llama mi atención que, mientras que en el resto del mundo se hace un esfuerzo importantísimo para conocer los fundamentos biológicos o evolutivos de lo que llamamos «justicia», en España sigamos repitiendo la misma cancamusa de siempre.

Para entender la justicia prefiero unas líneas de Robert Axelrod o Frans de Waal que sesudos volúmenes de los filósofos de siempre —espero que se me disculpe esta afirmación «performática»— y, por lo mismo, prefiero aproximarme a la justicia y a la resolución de conflictos usando del método científico antes que de la especulación.

Hemos dicho que la historia de convivencia y cooperación de sapiens se ciñe a los últimos trescientos mil años; pero no podemos olvidar que sapiens no es más que una especie del género homo, un género también caracterizado por la vida en sociedad y la cooperación (piensen si no en homo neanderthalensis y en su humana forma de vida) que remonta nuestro pasado hasta más allá de dos millones y medio de años hacia el pasado; dos millones y medio de años en los que homo vivió en sociedad y usó de mecanismos de resolución de conflictos que, siendo exitosos tal y como la propia historia acredita, no parecen atraer a día de hoy la atención de los científicos patrios.

En realidad, tanto sapiens como homo, no son más que una especie y un género de la gran familia de los hominidos, una ingente colección de formas vivientes todas ellas expertas en la cooperación y en la solución de conflictos grupales. Es sobre los hombros de todos estos antepasados sobre los que se levanta nuestra justicia y nuestros métodos, no tan alternativos, de resolución de conflictos y entre ellos, singularmente, la mediación.

No debo extenderme más en este punto ni creo que sea preciso insistir sobre la particular forma de ceguera que se deriva de considerar a la administración de justicia como la única herramienta válida para solucionar los conflictos humanos, pero no debo dejar de advertir sobre la particular sordera que muestran, sobre todo los poderes públicos, cuando se niegan a dotar de medios a la forma más moderna, refinada y eficaz que sapiens ha descubierto para resolver sus problemas: la administración de justicia.

Viendo el proyecto de presupuestos generales de este año observo cómo la Justicia sigue padeciendo de una absoluta falta de medios y de dotaciones presupuestarias mientras se trata de presentar a la mediación a guisa de cimbel como la solución a estas carencias. Por otro lado, observamos cómo la mediación tampoco cuenta con dotaciones presupuestarias y se la usa, más como un expediente útil para no destinar medios a justicia que con una sincera confianza de los poderes públicos en sus posibilidades.

La política presupuestaria del gobierno parece que nos quiera llevar de las «diligencias para mejor proveer» de la vieja Ley de Enjuiciamiento Civil a una «mediación para mejor dilatar» que disimule la lentitud y falta de medios en que vive y trabaja la Administración de Justicia Española; política presupuestaria esta que aniquila no sólo las capacidades de nuestra Justicia, sino que hace saltar por los aires cualquier esperanza de que la mediación pueda instaurarse como una herramienta útil en la resolución de conflictos.

Estas ideas rondan mi cabeza esta mañana, esta tarde ya veremos qué cuento a los mediadores, aunque sé que algunas de estas ideas estarán en mi intervención junto con otras sobre las que he escrito antes y los apuntes de algunas otras más sobre las que siento que debo investigar más. La forma en la que los seres humanos y los animales sociales resuelven los conflictos que nacen de la cooperación es un campo extremadamente fértil en el que, por desgracia, en España no parecemos estar interesados en sembrar y, mientras esto sea así, no hace falta ser profeta para saber lo que se cosechará: nada.


  1. Los restos más antiguos de Homo sapiens se encuentran en Marruecos, con 315 000 años. Las evidencias más antiguas de comportamiento moderno son las de Pinnacle Point (Sudáfrica), con 165 000 años. Nuestra especie homo sapiens pertenece al género homo, que fue más diversificado y, durante el último millón y medio de años, incluía otras especies ya extintas. Desde la extinción del homo neanderthalensis, hace 28 000 años, y del homo floresiensis hace 12 000 años (debatible), el homo sapiens es la única especie conocida del género Homo que aún perdura. ↩︎

La singularidad tecnológica jurídica

Quizá no hayan ustedes oído hablar de la «singularidad tecnológica», si no es así, muy resumidamente les cuento qué es con la inapreciable ayuda de la wikipedia: la singularidad tecnológica (o simplemente, «la singularidad») es una hipótesis según la cual el advenimiento de la superinteligencia artificial desencadenará abruptamente un crecimiento tecnológico desenfrenado, dando lugar a cambios insondables en la civilización humana. De acuerdo con esta hipótesis, un agente inteligente actualizable (tal como un ordenador que ejecuta la inteligencia artificial general basada en software) entraría en una «reacción» de ciclos de auto-mejora, con cada generación nueva y más inteligente apareciendo más y más rápidamente, resultando en una poderosa superinteligencia que, cualitativamente, superaría con creces toda la inteligencia humana.

Sé que suena a ciencia-ficción y sin embargo a la mayoría de los científicos no les resulta esta de la singularidad una hipótesis extraña ni increíble sino todo lo contrario, en general la consideran natural. Padres o precursores de la revolución tecnológica como el mismísimo John Von Neumann admitían la singularidad como perfectamente natural e incluso la mencionaron en años ya tan lejanos como 1950:

«El progreso cada vez más veloz de la tecnología y los cambios en el modo de vida humano parecieran dar a entender que se acercar alguna singularidad esencial en la historia de la raza más allá de la cual los asuntos humanos, tal y como ahora los conocemos, no podrían continuar…»

Quizá a alguno de ustedes le parezca un sueño pero, viniendo este sueño de John Von Neumann, yo me lo tomaría muy en serio, pues pocas personas han sido más certeras en materia de sueños que él, permítanme no añadir más y dejarles sólo un link a su biografía.

John Von Neumann además fue el primero en manejar con naturalidad el concepto de máquinas autorreplicantes, un concepto que sitúa a la tecnología en el umbral del salto evolutivo y de la aparición de nuevas formas de vida distintas de las que ahora conocemos. La mezcla de este último concepto y el de la singularidad nos conduce a inquietantes visiones del futuro pero no teman porque, según los científicos más reputados, para llegar a la singularidad faltan bastantes años… entre 20 y 100… o quizá menos 🙂

La singularidad para algunos, entre los que me cuento, no se producirá de forma abrupta sino que irá ganando espacios progresivamente hasta alcanzar ese instante decisivo; déjenme que les explique mi primer contacto con la singularidad.

Yo he jugado al ajedrez desde joven y he procurado mantener hasta hoy un nivel de juego que me permita tomar parte en competiciones de cierto nivel y disfrutarlas (¿te he contado que yo jugué contra el campeón del mundo en una última ronda?) por eso, dada mi edad (56) he podido seguir de primera mano el nacimiento y evolución de los programas de ajedrez por ordenador.

Recuerdo que hasta 1985 los artefactos que jugaban al ajedrez eran cachivaches inútiles a muchos de los cuales incluso les costaba enrocarse y comer al paso. Pero en 1985 y corriendo sobre un entonces flamante «Sinclair QL» tuve la ocasión de jugar contra el programa «Chess» de la empresa Psion y programado por Richard Lang. Gané pero debo decir que allí ya había un oponente y no una mera curiosidad. Siempre pensé (y me equivocaba) que los ordenadores nunca serían mejores que un ser humano jugando al ajedrez, pero la década posterior me demostró cuan equivocado estaba. Anatoli Karpov, campeón mundial, sostenía que esto no le preocupaba lo más mínimo pues, por ejemplo, los coches son más veloces que los hombres y nadie se siente mal por ello, pero lo del ajedrez no era como la velocidad en los coches, para mí el ajedrez era una forma de arte y que una máquina pudiera superarnos en algo tan íntimo y tan humano como es la reflexión y el raciocinio me inquietó durante bastante tiempo hasta que asumí que aquella «singularidad» era irreversible.

Así pues, al menos en lo que al ajedrez respecta, la singularidad podríamos decir que ya ha tenido lugar, ahora conviene preguntarse si esa «singularidad» parcial o de vía estrecha amenaza a otras áreas de mi vida como es el ejercicio profesional. Sé que sí, pero, a ello, dedicaremos otro post, hoy es tarde y debo dormir. Les dejo hasta el nuevo post con este video que quizá les aclare —o no— algunos conceptos.

https://youtu.be/bfNTwTQSRzk

Isolated “egos” inside bags of skin

“We suffer from a hallucination, from a false and distorted sensation of our own existence as living organisms. Most of us have the sensation that “I myself” is a separate center of feeling and action, living inside and bounded by the physical body — a center which “confronts” an “external” world of people and things, making contact through the senses with a universe both alien and strange. Everyday figures of speech reflect this illusion. “I came into this world.” “You must face reality.” “The conquest of nature.” This feeling of being lonely and very temporary visitors in the universe is in flat contradiction to everything known about man (and all other living organisms) in the sciences. We do not “come into” this world; we come out of it, as leaves from a tree. As the ocean “waves,” the universe “peoples.” Every individual is an expression of the whole realm of nature, a unique action of the total universe. This fact is rarely, if ever, experienced by most individuals. Even those who know it to be true in theory do not sense or feel it, but continue to be aware of themselves as isolated “egos” inside bags of skin.”

Alan Watts

Proto-lenguajes y proto-dioses 

 el dios El recibiendo una ofrenda 
Ya he contado alguna vez que, al igual que del parecido de las palabras en diversos idiomas se ha inducido por los científicos la existencia de protolenguajes anteriores a ellas y de los que las lenguas actuales no serían más que evoluciones; al igual, digo, pienso que del parecido que presentan ciertos mitos comunes a muchas religiones pudiera inferirse la existencia de proto-religiones de las cuales las actuales no serían sino una evolución. 

Conforme a las teorías de Darwin, allá donde hay reproducción, herencia y mutación operan los principios de la teoría de la evolución y poco importa si hablamos de genes o de información, pues los genes no dejan de ser una especie dentro del género de la información. Richard Dawkins habló de «memes» para referirse a estas unidades de evolución cultural y no cabe duda de que las religiones y los dioses están entre los memes más antiguos y exitosos que se conocen. 

Al igual que la etimología se remonta al origen histórico de las palabras y estudia cómo las mismas han ido mutando y evolucionando hasta llegar a nuestros días, podemos tratar de aproximarnos a estos memes religiosos de la misma forma; y a divertirme con estas cosas he dedicado algún tiempo este verano.

Uno de los encuentros más curiosos que he tenido ha sido el de una deidad cananea que, si tienen la paciencia de seguir leyendo, se nos aparece como el antecedente, el étimo, de alguno de los dioses en que creen y a los que rezan la mayor parte de las personas en nuestros días. No doy más rodeos y se lo presento ya mismo, se trata del dios «El«.

En la mitología cananea, “El” era el nombre de la deidad principal y significaba «padre de todos los dioses» (en los hallazgos arqueológicos siempre es encontrado al frente de las demás deidades). En todo el Levante mediterráneo era denominado El o IL, el dios supremo, padre de la raza humana y de todas las criaturas, incluso para el pueblo de Israel pero con interpretaciones distintas a los cananeos.

La presencia de este dios podemos rastrearla no sólo en los yacimientos arqueológicos que nos hablan de él, sino también en las palabras mismas; así, por ejemplo, si recuerdan el episodio bíblico de Jacob luchando con un ángel (Génesis 32:23-30) recordarán también que Dios le cambió el nombre a Jacob tras aquel enfrentamiento de forma que pasó a llamarse «Israel» que, literalmente, significa «el que lucha junto/contra Dios» en hebreo: יִשְׂרָאֵל, Isra-[El], ‘el que pelea junto al dios El’.

El dios «El» se nos aparece reiteradamente en la Biblia como, por ejemplo, en el sitio conocido como «Bethel» que se traduce como ‘casa de Dios’, siendo beth ‘casa’ (como Bethlehem es ‘casa del pan’, Bethania ‘casa de la aflicción’, Bethsaida: ‘casa del pez’) y el puede referirse tanto al dios Yahvé como al dios El. Tampoco es descartable que «El» sea el dios que da nombre a la torre que los hombres construyeron tratando de alcanzar el cielo (Bab-El) y que yo traduzco (Joludi me corregirá) por «puerta del cielo». 

Para los judíos «Elohim» era como se llamaba a los dioses o a dios (plural de «El») y hasta en el Gólgota cuando el crucificado llama al señor lo hace según la expresión «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?» (¡Señor!, ¡Señor!, ¿por qué me has abandonado?).

Las referencias a «El» en el mundo contemporáneo nos acompañan de forma muy cercana y muchos de los nombres propios que hoy se usan en España llevan al dios «El» incorporado; así «Daniel» significaría algo parecido al «juicio del dios El» o «Ismael» vendría a significar «El dios EL escucha o cura». También encontramos a «El» como prefijo de muchos nombres de uso común como «Elías» y lo mismo ocurre con los nombres femeninos. Si usted se llama, pues, Miguel, Manuel o Isabel, probablemente esté rindiendo un inadvertido tributo a este antiguo dios de que les hablo.

Lo más curioso es que «El» no sólo se ha perpetuado en el ámbito de las religiones judeo-cristianas pues, como buen dios semítico, está también en el origen del nombre del propio dios de los musulmanes pues a El también se le llamaba a veces Eloáh o Eláh, lo que en árabe dio lugar a Allah.

Y no sigo, «El» tuvo muchos hijos algunos de los cuales llegaron a hacerse extremadamente famosos, como Baal que, navegando en barcos fenicios y carthagineses, llegó hasta mi ciudad (Cartagena) y nos dejó nombres como Aníbal (Hanibaal) o Asdrúbal (Asdrubaal), nombres que, en septiembre, llenarán las calles celebrando de una forma un tanto sui generis el comienzo de la segunda guerra púnica.

De cómo «El» evoluciona hasta dar lugar a deidades como Yahweh les hablaré otro día, de momento basta con este pequeño divertimento de verano.

Ondas

Resulta difícil saber qué es un ser vivo y, por lo mismo, resulta difícil también saber qué es un ser humano.

Si aceptásemos que los seres vivos son poco más que un fugaz triunfo del orden sobre la entropia, un corto pero intenso momento donde la homeostasis vence al desorden, nuestra visión de los seres vivos y del ser humano se convertiría en la percepción de una especie de vórtice donde la materia se va incorporando y se va expulsando hasta crear una fascinante apariencia de individualidad. Algo así como las olas, perfectamente identificables como individualidad pero jamás compuestas de la misma agua.

Quizá esa naturaleza de onda sea nuestra auténtica realidad y esa percepción produce efectos perturbadores sobre la imagen que tenemos de nuestra propia individualidad hasta covertirla en poco menos que una ficción, quizá necesaria pero ficción.

Una concepción informacional de los seres vivos y de las personas parece novedosa pero, bien mirado, probablemente budistas, hinduistas o jainitas estarían muy de acuerdo con ella.

No sé.

La cisterna de Noé

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Hoy he estado repasando un viejo post mío sobre proto-lenguajes y proto-religiones. El motivo ha sido otro artículo (esta vez de ABC) sobre el mismo tema. En mi post, entre otras cosas, yo comparaba el relato bíblico del diluvio universal con el mito mesopotámico de Uta-Napistim señalando las múltiples similitudes que presentan.

Hoy he pensado que quizá, más interesantes que las similitudes, son las diferencias.

Las civilizaciones construyen sus mitos a su imagen, semejanza y necesidades, y así es interesante observar cómo, para los judíos, el paraíso era un huerto de frutales mientras que para algunos pueblos nórdicos (más carnívoros ellos) el paraíso era una especie de festín donde jamás faltaba un buen trozo de carne; para los egipcios los campos de juncias de Osiris eran lo más y para los musulmanes, bueno… les dejo que lo averigüen ustedes.

En el caso del relato bíblico del diluvio universal observo una curiosa diferencia con el relato de Uta-Napistim. En este último el dios Enlil decide destruir a la humanidad porque le resulta molesta y ruidosa. Ea advierte a Uta-na-pistim para que construya un barco que se deberá llenar de animales y también de semillas, las cuales -curiosamente- no aparecen en la Biblia en Génesis 7, que es donde se narra el diluvio y las instrucciones que Yahve dio a Noé.

Quizá esta diferencia no le parezca importante pero pudiera tener su miga. Los estudiosos de los protolenguajes reconstruyen las carácterísticas de los pueblos que los hablaban a partir de su vocabulario. Los pueblos sedentarios y agrarios tienen un léxico muy distinto de los pueblos nómadas y cazadores, por ejemplo, y los expertos, analizando el número de palabras que cada pueblo tiene para referirse a las distintas realidades de su entorno, pueden especular así con su forma de vida. Imagine usted que comienza a estudiar así el lenguaje de los esquimales, por ejemplo, sin duda podría usted comprobar que en ese idioma aparecerán muchas palabras relacionadas con la navegación, los kayak, la pesca y el hielo y muy pocas relacionadas con el cultivo del trigo si es que aparece alguna.

Pues bien, esta omisión bíblica de las semillas como algo valioso a guardar por Noé en el arca, podría indicar que el pueblo que compuso ese relato -el judío- en el momento de hacerlo era más bien un pueblo de pastores que de agricultores, como sí lo eran los habitantes de Mesopotamia. Nada importante, pero me ha llamado la atención.

Más curioso aún que esta diferencia que cito de las semillas es una omisión que se produce en ambos relatos: la de los peces.

Si con el diluvio se pretendía eliminar toda vida sobre la tierra, es obvio que los dioses o no consideraron seres vivos a los peces o no quisieron destruir la vida marina con todos los peces y mamíferos que la componen. De haber querido hacerlo el episodio del diluvio resultaría de lo más chusco, pues a la lluvia tendría que haber seguido una «sequía universal» que vaciase los océanos y asfixiase a los peces, de forma que el buen Noé (y su antecesor Uta-Napistim) hubiesen tenido que construir una cisterna enorme y llenarla con agua para alojar en ella una pareja de peces de cada especie y dar de beber a las parejas de animales que, antes, habrían salvado del diluvio. Una imagen chocante sin duda y bastante menos literaria que el relato de la gran inundación.

Dicen los expertos que los pueblos que dieron origen al idioma indoeuropeo no eran pescadores ni navegantes a juzgar por la escasez léxica que presenta ese protoidioma en estas materias; a la vista de la nula importancia que los redactores de los textos religiosos mesopotámicos dieron a los peces (en contraste con la importancia que tienen en el Nuevo Testamento) es casi seguro que fuera así.

Quizá nada de esto tenga la más mínima importancia pero hoy, que me está costando dormir, igual escribir estas cosas me ayuda a conciliar el sueño.

Déficit de vergüenza

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Darwin se quedaría estupefacto si contemplase a una parte significativa de la clase política española.

Ninguna emoción producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza y los cambios físicos asociados a la expresión de esta emoción. Le sorprendía que el ser humano manifestase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja evolutiva puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que ha obrado mal?

De la importancia de las emociones y su relación con la inteligencia no me ocuparé ahora, sólo les encareceré la lectura del libro «The emotion machine» de Marvin Minsky.

La clase política española parece coincidir con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Y tienen razón quienes así piensan, es verdad que ganarían poco, pues la vergüenza no es más que una de las formas en que el ser humano autorregula sus actividades en comunidad (Ruth Benedict) ajustando sus acciones a la conducta que se espera de él. La vergüenza, pues, es verdad que quizá no sea buena para el individuo, pero es indudablemente buena para la comunidad y es por eso que nuestra clase política (no toda, seamos justos) tiene razón cuando considera la vergüenza una emoción inútil y molesta, aunque, maticemos, solo es «inútil y molesta» para «ellos».

Afirmo a menudo que el déficit de España no es de naturaleza financiera; que en España no falta dinero, que lo que falta es vergüenza y mi convicción se reafirma cuando reviso los vídeos de las declaraciones que hicieron en su día todos esos políticos que luego fueron condenados por sus abyectas acciones. No se aprecia en ellos el más mínimo rastro de vergüenza: Sin rubor, sin bajar la cabeza, con voz firme y tonante, afirmaban su inocencia y acusaban de perfidia a quienes les mostraban las pruebas de sus delitos. Habían perdido la vergüenza.

Cuentan que al «Guerra» (el torero, no el ministro) alguien le preguntó una vez cómo era posible que a un banderillero que ambos conocían le hubieran nombrado Gobernador Civil de una provincia sureña, la respuesta del maestro la suscribiría el mismo Darwin: «Degenerando», dicen que dijo el maestro.

Porque nuestra clase política (con sus llamativas excepciones) ha logrado involucionar (degenerar) de tal forma que ha eliminado de su equipamiento biológico la emoción de la vergüenza, un complejo entramado psicosomático que la evolución tardó millones de años en diseñar e implementar. Y no sólo eso, ha logrado contaminar el cuerpo social. Así, si alguien les señala su desvergüenza le responderán que así somos todos los españoles desde tiempo inmemorial y que cualquiera de ellos que estuviese en su lugar haría lo mismo. Tal argumento es de una eficacia inmediata, el oyente lo encaja, hace examen de conciencia y descubre que él también tiene faltas, que no es perfecto, se avergüenza y desiste de tratar de cambiar las cosas.

Ni el mismo Gandhi serviría para tratar de derrocar a esta clase política degenerada, el más perfecto de los santos admitiría que él también tiene sus culpas y cedería ante este argumento falaz sin caer en la cuenta de que él se siente culpable precisamente porque tiene lo que a la clase política le falta: Vergüenza.

Podemos pedir dinero prestado al FMI, podemos exprimir al ciudadano hasta llenar las arcas del estado, podemos tratar de que Europa nos rescate… Pero todo eso no nos salvará de nuestro principal déficit, la falta de vergüenza, porque esa divisa cotiza en un mercado de valores que estos gobernantes no conocen.

Ciertamente Darwin quedaría estupefacto. Vale.

Buenos como las ratas

rata

En 1959 el psicólogo norteamericano Russell Church entrenó a un grupo de ratas para que obtuviesen su alimento accionando una palanca que colocó en su jaula, palanca que, a su vez, accionaba un mecanismo que le dispensaba a la rata que lo accionaba una razonable cantidad de comida. Las ratas aprendieron pronto la técnica de accionar la palanca para obtener comida y así lo hicieron durante un cierto período de tiempo.

Posteriormente Russell Church instaló un dispositivo mediante el cual, cada vez que una rata accionaba la palanca de su jaula, no sólo recibía comida sino que, además, provocaba una dolorosa descarga eléctrica a la rata que vivía en la jaula de al lado. En efecto, el suelo de las jaulas estaba hecho de una rejilla de metal que, cuando se accionaba la palanca de la jaula de al lado, suministraba una descarga eléctrica a la ocupante de la jaula fuera cual fuera el lugar de la jaula en que estuviese. Ni que decir tiene que ambas ratas, la que accionaba la palanca y la que recibía la descarga, se veían perfectamente pues estaban en jaulas contiguas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente. Continuar leyendo «Buenos como las ratas»